Lunes, 19 de julio de 2010 | Hoy
AUTOMOVILISMO Y MOTORES › A BORDO DE UN TOP RACE
Por Pablo Vignone
Se abre la puerta derecha. Asoma una cabeza al interior del habitáculo. No es un cohete de la NASA, pero carga en sus entrañas un motor de Oreste Berta, de manera que a mí me genera una excitación similar.
–Agustín, mirá que tiene mil de espiral atrás –dice el ingeniero en un código más o menos comprensible. Mil libras, presumo–. Está preparado para hacer trompos.
Ah, ya no me genera tanto entusiasmo. Agustín es Canapino, uno de los pilotos jóvenes con mayor futuro en el automovilismo argentino, tercero de la Copa América del Top Race y listo para empezar el torneo 2010/2011, el próximo fin de semana en Interlagos (Brasil).
–Agustín, por mí los trompos no son necesarios, ¿eh? –le aviso, por las dudas. Ahora entiendo por qué este auto está pintado con la decoración que utiliza normalmente Marquitos Di Palma en su Vectra. Lo usa para hacer trompos...
–Tranquilo, para mí tampoco –me contesta Canapino, más atento a los últimos detalles.
Vamos a calentar el motor, anuncia. Este V6 no tiene los 350 plus de un Top Race de punta, pero tampoco se van a extrañar. El comando secuencial de la caja se muestra bien alto, bien cerca de la mano derecha del piloto, que tendrá que recorrer pocos centímetros del volante a la agarradera.
–¿Vamos? –pregunta Agustín. La fiesta va a comenzar.
Adelante parte el Mercedes que conduce Guido Falaschi, luego lo sigue el Mondeo pintado a la Diego Aventín, pero conducido por Nicolás Iglesias, que ha tenido la gentileza de cambiar algunos puntos de vista con esta tripulación antes de la puesta en órbita. Canapino pone primera, suelta el embrague, la aguja del cuentarrevoluciones trepa hasta el 6 y siento como 300 bestias me empujan desde la base de la espalda.
No pierde tiempo el piloto, que usa la calle de boxes para calentar las gomas, a volantazo puro, a la derecha, a la izquierda, a la derecha...
La salida de boxes queda atrás y estamos en acción. Un TR usa normalmente 300 libras de espirales en el tren trasero; éste tiene más del triple, y se nota. El cóctel es explosivo: entre la dureza del tren y la baja temperatura de las gomas, cada vez que Agustín quiere pisar el acelerador, la bestia nos recuerda que subsiste en estado indómito. Un trompo, cualquiera, está servido. El arrecifeño tiene que concentrarse en lo esencial: poner el auto en condición óptima de funcionamiento antes de exigirlo medianamente.
Usamos el circuito número 5 para el ensayo. Nos pasa el Mondeo de Iglesias antes de la entrada a la primera curva. Agustín frena bastante antes de lo que imagino, pero no quiere correr riesgos y se entiende. El circuito nos hace bailotear de un piano a otro mientras recorremos las curvas en uno y otro sentido. Le apunta con todo al Tobogán, la curva más divertida del autódromo, pero es evidente que nos faltan km/h en la entrada para que la celebración sea completa.
El Mondeo empieza a alejarse, mínima pero perceptiblemente: está tan frío como el Vectra, pero la puesta a punto es bastante más blanda. Ese auto no está tan nervioso.
La Horquilla se revela como una provocación. Frenamos (dijo el mosquito) más provocativamente que como lo habíamos hecho en la primera curva y es todo un convite a acelerar lo más que se pueda a la salida a la recta. Siempre, insisto, teniendo en cuenta la condición del auto.
Y en plena recta es donde más glorioso suena el V6, donde Agustín espera en fracciones de segundo que la agujita del cuentarrevoluciones pase el 6 para tirar la marcha ascendente (y pasamos de segunda a quinta en el revoleo sucesivo) y me preparo para lo que será la frenada más exigente, la de la primera curva, después de haber cubierto la recta con toda la furia disponible.
Aunque Agustín se toma su distancia para ensayar el frenado –sigue sin querer correr riesgos, en pleno proceso de calentamiento, y sabiendo que después de mí le quedarán 10 o 15 o 20 entusiastas timoratos al principio, eufóricos al final–, vuelvo a comprobar que ésa es la situación en la que el cuerpo siente más el rigor de la marcha veloz. La cabeza, recargada con la masa del casco, se bambolea sin resistencia. Y aunque la exigencia no es límite, se percibe de todas maneras.
Ahora, con una vueltita más, el Vectra se muestra un poquito más atrevido. Agustín lo juega un milímetro más en los pianos. Dejo de mirar los pies del piloto danzando graciosamente sobre los pedales y me concentro en el parabrisas, tratando de ver si el Mondeo hace más diferencia. No la hace. Pero la distancia que hay nos permite entrar al Tobogán con un cachito más de desahogo.
El Mondeo de Iglesias nos marca el camino a los boxes. Después, el propio Canapino Jr. me justipreciaría la diferencia entre una vuelta de clasificación y una vuelta en serio en este tipo de experiencias. “En general la diferencia es de 10 a 1, pero con vos anduvimos todavía más despacio.”
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