Lun 10.06.2002
libero

LEWIS NOQUEO A UN INEXISTENTE TYSON EN EL OCTAVO

Ni siquiera hubo pelea

La pelea más esperada de todas se resolvió de la manera menos esperada por todos. Era posible que Lennox Lewis noqueara a Mike Tyson. Lo que nadie jamás pudo imaginar fue la facilidad con la que sucedieron los hechos.

Por Daniel Guiñazú

La pelea más esperada de todas se resolvió de la manera menos esperada por todos. Era posible que Lennox Lewis le ganara a Mike Tyson. Y hasta era posible, también, que lo noqueara. Lo que nadie jamás pudo imaginar fue la facilidad con la que sucedieron los hechos. Se suponía una lucha titánica y dramática, cargada de odio y rencor, entre dos de los tres pesos pesados más importantes de los últimos quince años. Se descontaba que la adrenalina fluiría copiosamente arriba y abajo del ring montado en el estadio The Pyramid de Memphis. Se presagiaba un vendaval de emociones lanzadas. Pero nada de eso tuvo lugar. Fue tan superior Lewis, tan poco hizo Tyson, que pronto no hubo nada, ni drama, ni emociones, ni resentimiento. Uno, Lewis, pegó casi siempre. El otro, Tyson, no pegó nunca. Lewis ganó por nocaut a los 2 minutos y 25 segundos del octavo round y retuvo sus títulos del Consejo Mundial y la Federación Internacional. Semejante victoria, la más trascendente de su carrera, ni siquiera tuvo gracia. El mastodonte británico no arrasó al mejor Tyson sino a lo que quedaba de quien fue, alguna vez y no hace mucho, el hombre más temible del planeta.
A estas horas, el mundo no se pregunta por qué ganó Lewis (113,056 kg). Quiere saber por qué Tyson (106,340 kg) perdió de la forma en que perdió. Lewis no sorprendió a nadie porque hizo lo de siempre con el estilo de siempre: frío, imperturbable, distante, casi apático. Tyson, en cambio, sorprendió a todos. No fue el peleador salvaje y descontrolado que se volcaba sobre su rival para aniquilarlo a trompadas. No fue esa bestia que parecía calmarse sólo cuando le levantaban el brazo en señal de triunfo y su adversario yacía despatarrado en la lona o colgaba, aturdido, contra las sogas. No intimidó por su sola presencia. Pareció vacío, desprovisto por completo de su afán sobrenatural de victoria. Un dato único lo confirma: en los 23 minutos y 25 segundos que duró la pelea, no pudo ponerle a Lewis una sola mano que lo conmoviera o lo obligara a trabar o a retroceder.
Apenas en el primer round, Tyson hizo algo de lo que debía hacer: quebrar la cintura para meterse por debajo de los largos brazos de Lewis y achicar los 18 centímetros menos que tenía de estatura. Pero en ese asalto inicial, el único por otra parte que no perdió, Tyson puso en evidencia que estaba muy lento. Lento para concebir y más lento aún para ejecutar. Le costaba decidirse y dar el paso adelante. Cuando lo daba y penetraba en la corta distancia, no lograba descargar. Lewis lo amarraba, lo palanqueaba, le tiraba encima su gigantesca humanidad y lo obligaba a volver a empezar para terminar de la misma manera.
A medida que Lewis fue percibiendo que Tyson no podía pegarle, fue ganando en confianza y soltura. Y a medida que Lewis fue ganando en confianza y soltura, Tyson empezó padecer la pelea. Si se quedaba en la media o en la larga distancia, mandaban Lewis, su izquierda en jab y en directo y su derecha recta viniendo detrás. Y si resolvía forzar la pelea corta y friccionada, Lewis lo recibía con buenos ascendentes de derecha. Pronto, Tyson se quedó sin argumentos de victoria. Y pronto, también, Lewis fue gobernando el trámite desde lo psicológico y lo boxístico hasta hacerse inalcanzable.
Al final del tercer round, Tyson apareció cortado en su ceja derecha. En el cuarto, Lewis le asestó un derechazo fenomenal y lo mandó a la lona. Pero como antes de la caída, le tiró el cuerpo encima, el árbitro Eddie Cotton señaló el empujón y no abrió la cuenta. En el quinto, Lewis se dio el lujo de plantarse y pelearlo frontalmente a Tyson, seguro de que nunca podría llegarle. En el sexto, ya estaban dadas las condiciones para que Lewis definiese porque Tyson carecía de reacción para pegar y evitar que le pegaran. Pero como Lewis no quiso apurarse porque tomar riesgos exagerados no forma parte de su estilo, Tyson tuvo dos rounds más de handicap para tratar de que su potencia lo salvara de la hecatombe. En el octavo, Lewis aceleró otra vez. Y Tyson no pudo soportarlo. Una izquierda en uppercut y una derecha voleada a la cabeza volvieron a quebrarle las rodillas y a apurar la cuenta de protección del árbitro Cotton. Entregado, Tyson se aferró al cuerpo de Lewis intentando sobrevivir, pero no hubo caso. Un colosal cross de derecha lo acostó sobre el tapiz donde escuchó el fatídico out con sus dos párpados sangrantes, su ojo derecho cerrado y su alma vencida, quizás para siempre.
Sólo Tyson y quienes estuvieron cerca de él a lo largo de su preparación sabrán por qué estuvo como estuvo. Quizás se haya descargado sobre su piel cansada, el peso inmenso de una existencia turbulenta. Tal vez esté hastiado de sí mismo y del boxeo. Lo cierto es que nunca, ni aun en sus noches negras ante Buster Douglas y ante Holyfield, se lo vio tan mal. Ahora sí: la hora de irse con pena y sin gloria parece haberle llegado después de 37 años de vida y 17 de carrera en los que generó millones y polémicas como ninguno y destruyó y se destruyó sin misericordia. El boxeador más excitante y comercial del último cuarto de siglo no merecía este final envuelto en sombras. Fue una lástima que el mejor Lewis haya tenido que ganarle al peor Tyson.

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