Lunes, 22 de enero de 2007 | Hoy
SE CUMPLEN 30 AÑOS DE LA MUERTE DE PASCUAL PEREZ
Hace tres décadas fallecía el mejor boxeador argentino de todos los tiempos, el único campeón olímpico y mundial en la misma categoría. La historia de un gran campeón de otra época.
Por Daniel Guiñazú
Era otro mundo, más grande, más lejano, más inabarcable e inaccesible. Otra vida, más sencilla, más ingenua, sin tantas complicaciones. Y otro boxeo, de ocho campeones mundiales de verdad y un solo organismo. En ese contexto tan diferente, hace ya más de medio siglo, hubo una vez un argentino que brilló más que nadie. Y que después de tanto tiempo sigue brillando. Si Monzón es el más grande de la historia, Nicolino, el ídolo más querido, y Galíndez y Locomotora Castro, los reyes de las hazañas inolvidables, sin dudas Pascual Pérez, Pascualito, es y será por siempre el mejor boxeador argentino de todos los tiempos.
Vivimos épocas de apuro y de memoria breve. Un presente rabioso y continuado en el que a ninguno (y sobre todo a las generaciones más jóvenes de aficionados y periodistas) le importa recordar lo que pasó hace más de 50 años, porque no se puede recordar lo que sucedió hace una semana. Entonces, parece obsoleto, pasado de moda e innecesario rememorar las proezas del primer campeón mundial del boxeo argentino, de cuyo fallecimiento a causa de una insuficiencia hepatorrenal, el 22 de enero de 1977 en la Clínica del doctor Alberto Cormillot, hoy se cumplen 30 años exactos. Pero nunca está de más honrar a nuestros próceres deportivos.
Si sólo se trata de ganar, nadie ganó más que Pascualito: sumó 18 títulos (16 amateurs y 2 profesionales) a lo largo de su carrera, a los que debe agregarse el campeonato sudamericano mosca que se le reconoció de oficio en 2004 por gestión directa del periodista Julio Ernesto Vila ante las autoridades de la Confederación Latinoamericana de Boxeo. Es el único púgil argentino que fue campeón olímpico (Londres 1948) y mundial en la misma categoría. Enhebró una serie de 18 victorias consecutivas por fuera de combate desde su debut como rentado el 5 de diciembre de 1952 en Gerli ante el chileno José Ciorino, hasta que el gallo Juan Bishop le toleró 10 rounds de pie el 22 de abril de 1954 en el Luna Park. Y también desde su debut, mantuvo un invicto de 52 peleas, hasta que el japonés Sadao Yaoita lo venció por puntos el 16 de enero de 1959, cuando hacía más de cuatro años que era campeón del mundo de los moscas y llevaba seis de campaña profesional. Lo dicho: otro boxeo. Y otros boxeadores.
Pero la grandeza inagotable de Pascual Pérez excede las citas estadísticas felices. El León Mendocino, tal como lo bautizó el periodismo de los años ’50, fue muchísimo más que un simple ganador de peleas y títulos. Fue un crack sin vueltas. Una joya en frasco chico. Alguien capaz de superarlos a todos dando todas las ventajas posibles. Porque Pascual Pérez era Pascualito de verdad. Un peso mosca pequeño, de apenas 47, a lo sumo 48 kilos, que enfrentó a hombres de 50 a 55 kilos y los arrasó porque pensaba y se movía con la velocidad de la luz y pegaba como un peso liviano. No existían por entonces los pesos mínimo y minimosca que hoy lo habrían albergado sin problemas. Eran tiempos de ocho categorías, y la de los moscas era la más baja de todas. Había que tener mucha calidad y mucho coraje para sobresalir. A Pascualito le sobraban por todos lados.
Fue por eso que el general Perón no dudó en mover sus influencias para conseguirle una pelea por el título del mundo. Sabía, como gran conocedor del boxeo que era, que este gigante de 48 kilos, ágil como un gamo y fuerte como un roble, no lo iba a defraudar. A través del manager de los Harlem Globetrotters, y del embajador argentino en Japón, Carlos Quiroz, le hizo llegar al campeón mundial de los moscas, el japonés Yoshío Shirai, un ofrecimiento para que enfrentara a Pascualito en el Luna Park. Shirai dijo que sí, pero puso una condición que le fue aceptada: la pelea debería fallarse empatada en caso de que el argentino le ganara. A cambio, él se comprometía a darle la chance por el título. Así se hizo. Y el 24 de julio de 1954, sobre el ring histórico de Corrientes y Bouchard, el argentino igualó habiendo ganado y se hizo acreedor a la chance de desafiar a Shirai, cuatro meses más tarde pero en Japón.
Volvemos a decirlo. Era otro boxeo. A Pascualito le ofrecieron 2000 dólares para pelear por el campeonato del mundo. Que se redujeron a sólo 1000 porque el combate debió postergarse dos semanas por una lesión nunca comprobada en un oído de Pascualito. A él no le importó, como nunca le importó el dinero. Subió igual. Y el 26 de noviembre de 1954 dio una clase magistral de cómo se pelea para ganar un campeonato del mundo. Y ganó con amplitud, derribando varias veces al atribulado nipón, mientras Manuel Sojit Corner enronquecía relatándole a la Argentina cómo la quimera de un campeón mundial criollo iba transformándose en realidad. El abrazo efusivo de Perón en el regreso con gloria a la Casa Rosada fue la mejor recompensa.
Después vino lo mejor: ocho defensas exitosas. Donde fuera, contra quien fuera y por lo que fuera. Hasta que en 1960 se topó con el tailandés Pone Kingpetch. Y no pudo seguir ganando. Desgastado por el correr del tiempo y las duras peleas y por una separación dolorosa de su esposa, Herminia Ferch, y sus hijos Pascual y Miguel Angel que le astilló su alma candorosa de hombre bueno, Pascualito perdió el título por puntos en Bangkok. Cinco meses más tarde, volvió a perder en Los Angeles por una herida en el pómulo derecho. Debió haber sido el final, pero no. Endeudado, Pascualito continuó peleando de compromiso cuatro años por el interior y el exterior, hasta que el 15 de abril de 1964 una derrota por abandono en 6 rounds ante el panameño Eugenio Hurtado lo convenció de que sus buenos tiempos eran sólo un recuerdo y que irse era lo mejor que podía hacer. Ya había dejado su marca indeleble en la Historia con mayúsculas. Había sido el primero y el mejor. Hoy, a 30 años exactos de su muerte, sigue estando ahí.
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