EL AÑO DE LAS LEONAS
Las gloriosas chicas mediáticas
Por Juan Sasturain
La hemos pasado tan bien mirando las escaladas vertiginosas de Aymar (Laque-juega-a-otra-cosa), la elegancia de la duquesa Rognoni en el fondo, las atajadas de la desparramada Antoniska, la combatividad de la machucada Oneto y la madurez repentina de las pendejísimas Soledad García y Burkart, que nos podemos permitir –previo repaso del labio inferior y el mentón torpemente humedecido– dar lugar y expresión a esa oscura y acaso necesaria reserva de escepticismo que nos permita neutralizar los efectos devastadores del exitismo argentino. Por eso, antes que nada, saquemos los paraguas negros y pongámonos los anteojos ídem para analizar el fenómeno de estas gloriosas chicas mediáticas.
Primero, seamos malos: la popularidad repentina del hockey femenino sobre césped fue un invento de la tele. Porque en realidad en origen es un deporte de colegios privados y en la cotidianidad de los torneos domésticos un pasatiempo bastante aburrido por la falta de variantes con más gente dentro de la cancha que alrededor, incluso en los mediáticos mundiales jugados en clubes de arrabal de ciudades de segunda. Sin embargo, entre los avisadores y los programadores nos pusieron los palos y los nombres de las chicas en pantalla y allá fuimos: algo de mística, buenos resultados, entrenador flaquito y Cachito campeón del fair play, bandera en tierras extrañas, más talento, más combatividad más triunfos amedallados. Y compramos. Pero en el principio estuvo la tele; y sin la tele no habría habido nada.
Segundo, seamos hombres: la popularidad repentina del hockey sobre césped femenino se debe a que las chicas son siempre chicas, incluso blindadas como Antoniska. Porque entre los avisadores y los programadores nos pusieron las piernas, las remeritas combadas y la pollerita cortona ante las narices y allá fuimos. Como perros perdigueros partimos tras el olor a hembra inclinada hacia adelante, sudor brillante, vinchitas y abrazos de festejo desatado. Porque no es lo mismo –no jodamos– ver a Lombi y otros meritorios criollos trasladarse en zapatillas con un palo y una pelotita. No parece serio. Las chicas –estas chicas– han conseguido que el hockey sea, primero, femenino. A los varones no les hubiéramos dado ni la mitad de pelota.
Tercero, seamos clasistas: la popularidad repentina y el buen ver del hockey sobre césped femenino se debe a que estas minas de exportación combinan amateurismo y elegancia, cierto desapego finoli, como en el polo, en que se conserva cierto equívoco espíritu no “contaminado” por el profesionalismo. Tienen algo de deportivamente retro y espontáneo, no perturbado por otras necesidades. Pueden por eso funcionar e incluso proponerse sin pudor como modelos argentinos. Están ahí bien adelante porque no traen contraindicaciones, no son carne y fibra de potrero o villa marginal sino decantada cosecha de club, colegio cheto y pollerita escocesa. Ni la furibunda Tigresa Acuña ni las batalladoras pibas futboleras tienen el look adecuado para lucir esponsor de marca y vender pilchas o revistas. Estas fieras no cazan para comer, no juegan para vivir ni viven para jugar sino que son, apoyadas en el palo curvo, los restos de una manera anterior de vivir el deporte. En una época de mierda como la prolongada que padecemos, caen del Cielo, inmaculadas.
Finalmente, seamos justos: Las Leonas son una genuina maravilla. Todas las consideraciones de alevosa mala leche que anteceden son parte de la realidad pero no toda ella. Incluso no tienen que ver estrictamente con ellas sino con el contexto que las cría, las junta, las posibilita. La manipulación tiene piernas muy cortas y palos muy blandos: a la hora de jugar una final, los esponsors no atajan, la tele no gambetea, Las Leonas no son nada más que pibas –ocasionalmente argentinas– que quieren, pueden y saben ganar.