Cerca de la pelota
La pelota es el centro y todos los futboleros giramos alrededor. Desde los jugadores y árbitros que la tienen ahí, la tocan y se tutean con ella, a los hinchas que la empujan con la mirada y la espantan con los gritos. Pero el destino a veces quiere –o no quiere– que los sueños de cercanía se cumplan. Y cada uno se acerca a la pelota como puede.
Por Ricardo Plazaola
Como los planetas alrededor del Sol, así giramos alrededor de la pelota. Unos muy cerca, como la Luna de la Tierra, y otros a millones de años luz.
Unos pocos son los que juegan en Primera televisada. Otros giran en órbitas algo más alejadas: juegan en segunda y tercera, en ligas de ascenso, y más allá hacia el infinito: torneos de parroquia, los clubes de barrio, plazas y potreros. Así, solteros contra casados, nos vamos alejando del centro.
Hay órbitas irregulares, tipo cometa, que aparecen, fulguran un tiempo y se van: periodistas, dirigentes, árbitros, estrellas fugaces, buscapiés. Hay hinchas que giran en órbitas menores, cautivos de planetas pequeños sujetos a su vez a otros astros, y que forman parte de un catálogo interminable y vasto: madres y hermanas de árbitros, amigos del boletero que nos dejará pasar sin garpar, el cuñado del chofer del ómnibus que lleva al equipo, el heladero que vende en la tribuna.
Mientras en la ingeniería celestial las órbitas son todas previsibles y se sabe cada día que mañana el sol saldrá temprano, por el contrario, en fútbol, astros y planetas sólo se rigen por misterios y casualidades, y ocurre así que una estrella guía a los Reyes Magos a Villa Fiorito porque allí ha nacido un tal Diego, y los Reyes le regalan su varita.
Distinto es el caso de un tal Miguel, nacido un día de Carnaval de febrero de 1951, en Salto. Su padre, habilidoso herrero, lo mandó temprano a probarse al club Compañía General, cuyo vicepresidente tenía las rejas de la casa hechas en su fragua. Miguelito, más hábil con los pies que su padre con las manos, no tardó en ponerse la ocho de los infantiles de Compañía. Era un volante nato, de cuatro pulmones, aguerrido, que quitaba y hacía jugar a los compañeros, y que tenía resto para llegar al área rival: una especie de “Negro” Enrique, el del ‘86, con buen tranco y mejor visión de la cancha. A los 16, Miguelito ya estaba listo para debutar en Primera y entrenaba con los más grandes.
Pero al herrero lo fueron doblegando los gobiernos argentinos, cada año peor, y los descensos obligaron a buscarle urgente un camino a Miguelito, porque el club Compañía sólo garantizaba gastos.
Miguelito pudo ser ese volante que necesitaba la Primera de Compañía para intentar llegar al torneo regional, pudo ser titular en la selección de Salto, pudo haberse probado en Central Córdoba, de Rosario, equipo que tenía como preparador físico a un ex entrenador de Compañía, y quien dice Central Córdoba dice Central o Newell’s, dice jugar en Buenos Aires, La Plata, Santa Fe y Córdoba, y ahí, con un poco de suerte, los ojos de un empresario astuto hubieran visto en Miguelito un buen negocio, ocho transformable en un marcador de punta de ida y vuelta, carrilero vendible incluso en la segunda o tercera de Italia.
Pero es ahí, en el inicio de la parábola, donde se pone en juego el destino final del astro: el astro que no será, el que se quedó en unapromesa que por muchos años recordarán en Salto. El herrero, empobrecido y con las manos endurecidas por el reuma, lo anotó en la escuela de policía y lo mandó a La Plata, con toda su ropa en un bolsón azul.
Miguelito ni siquiera pensó en decir que no. Le veía los callos a su padre, los dedos doblados, las piernas torcidas, y no tenía dudas. Su última esperanza fue un chico de Arrecifes, que había conocido en asados y bailes de colegio, y que jugaba en la quinta de Gimnasia. Pero el chico no pudo hacer nada, salvo avisarle el día que habría una prueba de jugadores; justo ese día no pudo salir de la escuela, quizá porque el sargento que le negó el permiso era hincha de Estudiantes.
Se jugó entonces con Estudiantes: fue un sábado a la mañana en City Bell. Miguelito llegó más temprano que nadie, acostumbrado a madrugar en la escuela, bien engrasados los botines que había usado en Compañía tantos años. Esa mañana le dijo al hombre que le tiró una pechera que su puesto era de cinco: de cinco, pensó, le sería más fácil aún. Y así fue: jugó tranquilo, cortó una infinidad de pases rivales adivinando la jugada, salió tocando, buscó la pared varias veces, y en una llegada al área le pegó de zurda y sacudió el palo derecho del arquero rival.
Todo eso en los treinta minutos que estuvo en la cancha: impecable. La prueba siguió otra hora, tras la cual leyeron los apellidos elegidos. Pero él no figuraba. Ni siquiera lo dejaron pedir una segunda prueba: nadie lo había mirado.
Hoy, Miguel tiene más de 50 años, es el sargento que vive con su mujer y dos hijos en una casita de Burzaco. El dinero es poco, pero la policía le garantiza el sueldo y la obra social.
Su hijo Fernando juega en las inferiores de Dock Sud. Es un sacrificio, pero en una de ésas... Casi todos los fines de semana tiene que trabajar y no puede ir a verlo jugar. Siempre hace alguna changa, custodiando un mercadito o un boliche nocturno. Incluso tiene sábados o domingos en que va a la cancha, al servicio de vigilancia: Primera B, Nacional B o Primera A. Eso le gustaba más: las tribunas con las banderas, la gente cantando, el olor a chorizos en la parrilla.
Pero las canchas son el infierno: son muchas horas en las que a cada minuto puede llegar un piedrazo que le rompa la cabeza. Lo peor de todo es que se pasa la tarde mirando hacia la tribuna, para vigilar que nadie se mande a la cancha, y no puede ver el partido. De todos modos, se ha ejercitado: lo siente, lo adivina todo siguiendo los ojos y los gestos de los hinchas.