Lunes, 9 de diciembre de 2013 | Hoy
OPINIóN
Por Gustavo Veiga
El 13 de mayo de 1995, las selecciones de Argentina y Sudáfrica jugaron por la Copa Nelson Mandela. Empataron 1 a 1 y al equipo que dirigía Daniel Passarella se le concedió la gracia de ganar el trofeo por su condición de visitante. Una gentileza reglamentaria. De penal empató Marcelo Gallardo después de que los Bafana Bafana se habían adelantado con un gol de Doctor Khumalo (el moreno que ese mismo año vino a jugar a Ferro) en un partido disputado en el mítico estadio de Ellis Park. Unos días más tarde comenzaría el Mundial de rugby que ganaron los Springboks.
Mandela asistió al encuentro porque se había organizado como festejo de su primer aniversario en la presidencia de Sudáfrica. Había jurado en el cargo el 10 de mayo de 1994. Esa tarde soleada en Johannesburgo, lo natural era que, una vez finalizado el juego, los periodistas fuéramos hacia los vestuarios para hacer las habituales y poco sustanciosas entrevistas con los jugadores de la Selección Nacional. Passarella había debutado como su entrenador el 16 de noviembre de 1994 en un amistoso contra Chile, tan amistoso como el partido contra los sudafricanos.
Estábamos destinados a cruzarnos con el Muñeco Gallardo, Javier Zanetti y Roberto Ayala, cuando el ascensor del Ellis Park se detuvo en uno de los pisos camino a la planta baja. La puerta se abrió de manera involuntaria y, de repente, apareció Mandela a unos tres o cuatro metros. Conversaba de manera amigable con algunas personas que hoy resulta imposible recordar. Argentinos no eran. El acto reflejo de este periodista fue salir eyectado del ascensor en dirección hacia el líder-emblema de la lucha contra el apartheid. Pero casi no fue posible dar un paso.
Un guardaespaldas, blanco y rubión, con físico de Springbok (avanzaban los vientos de cambio en Sudáfrica), cerró la puerta del elevador por fuera –todavía hoy no sé cómo hizo– y convirtió en infructuosos todos los intentos por ir hacia Madiba, como se lo conoce cariñosamente a Mandela en su tierra. La oportunidad única e irrepetible de intercambiar unas palabras, tan siquiera un saludo, mucho menos una entrevista informal, quedó trunca en ese gesto hostil del patovica. Era comprensible: formaba parte de la custodia.
El ascensor siguió su camino hacia el destino que tenía previsto: el vestuario argentino. Arriba había quedado Mandela. Inalcanzable para ese cronista argentino que lo admirará por siempre.
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