El primer superclásico del año dejó en claro los tiempos opuestos que atraviesan Boca y River. Por más que las diferencias futbolísticas no fueron tantas, sí quedaron bien marcadas las virtudes y los defectos de cada uno, pero sobre todo, el momento anímico de los dos equipos. Seguramente allí se podrá explicar el resultado, mucho más que en los merecimientos o en las cuestiones tácticas.

Lo de Boca fue sencillo, casi una continuación del año anterior. Asumió el partido con mucha más tranquilidad que su adversario, no jugó un gran encuentro, sintió la ausencia de Gago, pero mostró, una vez más, que con Palacio en este nivel no necesita generar demasiado fútbol para ser peligroso. El equipo de Basile arranca con ese plus que significa saber que cuenta con numerosas variantes para llegar al gol, y eso le otorga una serenidad que le permite marcar diferencias, aun en los pasajes en los que es superado. Y atrás, a pesar del promisorio reestreno de Silvestre en el lugar de Schiavi, siempre otorga ventajas, que ya parecen crónicas a esta altura. En los dos goles de River, la defensa de Boca mostró desatenciones llamativas, tal vez fruto de la relajación que genera el poderío en la otra área.

Para River, el clásico significaba una responsabilidad mayor que la de su rival. Para lavar el papelón de la semana debía mostrar una imagen sólida, sin lugar para un amistoso de verano. Y con esa premisa lo asumió. Pero sin problemas de entrega y con la presión característica de los equipos de Passarella, sus padecimientos pasaron, precisamente, por los puntos fuertes de su adversario. Como con Merlo, le faltó peso ofensivo, defecto potenciado por las ausencias de Farías y Falcao. Salvo un ratito después del gol de Montenegro, casi no inquietó. El otro inconveniente palpable resultó la falta de confianza de algunos jugadores, en especial en los últimos metros. Justo el ingrediente que a su rival le sobra.