FúTBOL › OPINIóN
› Por Pablo Vignone
Fue, probablemente, la final más dramática de las que se tenga memoria. Empezó a las 15.30, terminó a las 18.15, ciento sesenta y cinco minutos después. Precalentamiento al sol, Vélez y Huracán arrancaron a jugar con el cielo nublado, se bancaron con fibra el diluvio y sólo retrocedieron ante el granizo. Se reanudó con el campo helado, luego embarrado, más tarde seco, hubo algo de sol en el complemento, terminó de noche con iluminación artificial alumbrando a pleno el grito agónico de los hinchas de Vélez, clara mayoría vendiendo ilusión envuelta en humo azul y blanco.
Final tenso y sorprendente: el Clausura arrancó el 6 de febrero y se jugó a lo largo de cinco meses, hasta ayer, 5 de julio. Pero después de 190 partidos, el nombre del campeón se definió en el último encuentro, a sólo siete minutos (nominales) del cierre y después de una previa de dos semanas que se fue recalentando como un guiso al principio sabroso y luego con regusto a pasado.
Lo tuvo todo: si la extensión y las condiciones climáticas condimentaron particularmente la final cuando la psicosis de la gripe A ya había hecho su efecto –y en el baño los auxiliares de Vélez te convidaban con alcohol en gel–, el fútbol no olvidó sazonar esa emoción latente con su imprevisibilidad nunca saturada. Hubo un penal que fue (el de Araujo a Martínez) sólo por las circunstancias de la cancha resbaladiza y otro que debió ser (una grave falta de Arano a Cubero en el área); en el primer penal, entre Hernán López y Gastón Monzón se confabularon sin mirarse para darle una electrizante vuelta de rosca al período inicial; el segundo ni siquiera fue considerado como una falta.
Aunque la pelota entró cinco veces en los arcos, sólo se gritó una vez.
Aunque el árbitro Gabriel Brazenas no cobró una que quizás haya sido y no pudo dejar de convalidar otra que quizá no debió haber sancionado. Hubo cabezazos en los travesaños, instantes de ida y vuelta vertiginosos y también grotescos como los cachetazos entre Cubero (tal vez, ayer, el hombre doblemente más feliz de la Argentina) y Arano (que jugó como lo hacía en Racing), las trompadas entre Larrivey y Monzón, que siendo amigos ya se habían saludado a las patadas, y el proyectil que bajó de la tribuna visitante para bañar en sangre el rostro de Sebastián Domínguez.
De todo: un plateísta cayéndose al foso, pelotas ausentes, la agresión a uno de los alcanzapelotas que estaba detrás del arco de Huracán, las discusiones tras el gol mientras una empleada de Vélez salía del túnel con una camiseta con la V azulada a celebrar. Y la sensación de un partido ardoroso, intenso, por momentos angustiante, tironeado entre los dos mejores equipos del Clausura que jugaron menos de lo que se esperaba. Estaba dicho: cualquiera habría sido justo campeón. A Vélez le tocó.
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