Una alegría bajo cero
› Por Pablo Capanna
No fue una noche eléctrica, no. En la calle no se percibía el clima de una velada de Luna, mucho menos el de un título mundial. Y aunque adentro una petit multitud tapizaba las butacas del eterno estadio, hubo que fabricar la euforia, que no tenía ni pizca de espontánea.
Esa euforia artificial se generó, especialmente, en el momento de los himnos, como si la contienda entre (habría dicho Caffarelli) el natural de Villa Gesell y el pugilista magyar se hubiera transformado en una cuestión limítrofe. Nos tocaron íntegra la musiquita de Blas Parera, pese a un par de arrestos de la superpullman de cortarla con incipientes aplausos, pero el barítono que llevó (literalmente) la voz cantante, se ve, tenía orden de recordarnos (¿a nosotros o a Velazco?) que juramos con gloria morir.
Esa clima artificioso en el que la justa se emparienta con un orgullo de cartón pretendió rellenar un ánimo ausente, como bien lo explica Daniel Guiñazú en su comentario. Pero ese ánimo prefabricado –el “Argentina, Argentina” que atronó antes del arranque, y después en el sexto asalto, como para subrayarle al mediano nacional que había que liquidar la faena con un nocaut– terminó actuando en sentido opuesto a su creación.
–Velazco, sacame a ese payaso del ring... –se escuchó a ocho filas del ring cuando promediaba la pelea. Ese suele ser uno de los mejores termómetros para tomar la temperatura instantánea de la velada: la ocurrencia de los fanáticos.
La ocurrencia, el ingenio de la popular, el compás de la noche eléctrica, fue lo que faltó el sábado. Lo que le escamoteó el cariz electrizante a la pelea por el campeonato del mundo. La platea, el ring-side, estaban como sedados, casi contagiados por la frialdad con que el gesellino castigaba al (homenaje a Caffarelli) pugilista magyar. En la popu, inundada por compadres de Villa Gesell, atronaba de tanto en tanto el aliento, pero sin dejarse oír ninguna de esas obritas maestras de la originalidad que complementan el show.
Mientras el pibe Carrera se paseaba con su novia por el pasillo, una y otra vez, Velazco le pegaba con pausa a Galfi y tocaba el nervio de los impacientes.
–¡Pero dale, liquidalo! –gritó el señor de la butaca de al lado, perdiendo la compostura. Luego giró y con cara de entendido, sentenció con un dejo de fatalismo:
–Con lo que está aguantando este húngaro, seguro que en un rato mete una mano y define, seguro...
Los expertos seguían jubilosos el accionar de Velazco, pero la plebe se dejaba consumir por la impaciencia. Acaso, aquella falsa electricidad del comienzo les había inducido una errónea expectativa. Hasta que el húngaro se levantó, caminó desde Lavalle hasta Corrientes por el borde del ring para reclamarle un médico al árbitro puertorriqueño. Un verdadero anticlímax para una noche de alegría bajo cero.
Nota madre
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