FúTBOL › OPINIóN
› Por Pablo Vignone
Parecieron ponerse de acuerdo los protagonistas del superclásico al declarar, casi al unísono tras el empate, que no se podía jugar al fútbol a causa de las terribles condiciones del campo. Nadie, al menos públicamente, se opuso en los momentos previos o durante el encuentro a llevar adelante el espectáculo. ¿Será esa la medida del profesionalismo? Lo cierto es que, después de unos pocos minutos en los que campeó la sensación generalizada –pero nunca verbalizada– de que el superclásico debía suspenderse para momento más oportuno, la situación se fue acomodando y terminamos presenciando un partido de llamativa emotividad, por lo que había en juego aunque juego no hubiera.
1) Los jugadores entendieron rápido cómo había que actuar en esas circunstancias. Una paradoja: lo más adecuado era tirarla lo más lejos posible. Nada de traslado, gambeta prohibida, cesiones seguras por vía aérea, como si estuviera disputando un partido de metegol en el que la pelota se pasa de línea en línea, a veces saltándose una o dos, y se precisan receptores cerca del arco contrario que reciban y traten de marcar; como si en lugar de un campo inundado jugaran en arena seca. En ese trámite, se lucieron los lanzadores como Pisculichi y los oportunistas como Magallán o Pezzella, y fallaron los transportadores como Vangioni o Chávez.
2) Ayudó que Boca no se tirara atrás como quizás el momento relativo de ambos equipos podría haber inducido a pensar, y le complicó el arranque a River (a) disputándole el mediocampo transformado en plataforma de lanzamiento y (b) marcándole primero a través de Magallán. En el segundo tiempo, aún con diez, el partido se jugó en general lejos del área visitante.
3) Aunque River no merecía irse al descanso en desventaja, porque había llegado mucho al área de Boca para poner a sus jugadores en situación de definición (recordar, por ejemplo, el cabezazo de Mercado contra el palo de Orion), estuvo en esa situación durante casi una hora, un aporte más o menos dramático que pintó al partido. La incertidumbre por el resultado se mantuvo prácticamente hasta el final: los despilfarros de Chávez y Boyé cuando el partido se moría lo certifican. A esa incertidumbre contribuyó de manera directa el pobre arbitraje de Mauro Vigliano (a quien, es justo reconocérselo, los jugadores no le facilitaron la tarea), cuyo margen de discrecionalidad impedía dar por seguro cualquier resultado mientras la pelota corriera (o volara).
No debió jugarse, probablemente, y no se jugó: se disputó, en realidad, y pudo haber sido mucho peor. Pero no defraudó.
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