RESEÑAS
Anatomía de la soberbia
El vuelo de la reina
Tomás Eloy Martínez
Alfaguara, Buenos Aires 2002,
297 págs., $ 19,50
Por Juan Forn
Que las crónicas de Lugar común la muerte conformen, para el ghetto literario argentino, el libro indiscutido de Tomás Eloy Martínez mientras que Santa Evita (y algunos agregan La novela de Perón) sean cuestionados o subestimados a pesar del efecto hipnótico que han tenido sobre miles y miles de lectores, no sólo de este país sino del mundo, es de lo más sugestivo. Las cifras de venta son un argumento endeble a la hora de hablar de literatura, pero lo que llama poderosamente la atención es que Santa Evita no termine de ocupar el lugar evidente que merece en el canon actual, teniendo en cuenta las novelas francamente menores (en aliento narrativo, en atrevimiento estructural) que sí parecen haberse ganado un lugar en él. ¿A qué se debe esto? Arriesguemos: por un lado, al uso del material –de la materia, más bien– “peronista” que ha hecho TEM en sus dos libros centrales; y, por el otro, al registro mucho menos feliz, ajustado o atractivo –elijan ustedes–, de sus dos novelas “extraperonistas”: Sagrado y La mano del amo. Hay algo, evidentemente, entre el origen periodístico de TEM y la recepción que reciben sus novelas en el ghetto literario. Lo cierto es que, después de la perfecta amalgama de datos, mitos e invenciones que hizo en Santa Evita, la gran expectativa para muchos de los lectores de ese libro –un sector, me atrevería a decir, que supera con creces el gremio literario pero abarca una parte considerable de él– era si TEM podría volver a alcanzar esas alturas sin abrevar en una plataforma de lanzamiento tan poderosa como el archivo de datos y leyendas que supo rastrear sobre Eva (y, por supuesto, Perón). En ese contexto aparece El vuelo de la reina, primer texto de ficción de TEM después del suceso de Santa Evita. Con una caja de resonancia más que considerable: un premio como el Alfaguara (175 mil dólares), un lanzamiento continental (cosa que hubiera tenido de todas maneras, post Santa Evita, pero seguramente no en las mismas proporciones) y esa estática enrarecedora que suscitan los premios fuertes en metálico dentro de este gremio que no se caracteriza de bienpensante precisamente (muchos agregarán: y con razón). Hasta ahí la cosa extraliteraria, la “interna” del gremio escritor y del mundo editorial. Y perdóneseme la introducción pero la necesito al final. Vamos, ahora sí, al libro, como corresponde.
El vuelo de la reina es, si se quiere, una novela de amor, en tanto narra la evolución de un romance, pero también de horror, en tanto ese romance evoluciona a la obsesión y de allí a la tragedia en que necesitan consumarse o consumirse los amores obsesivos. Dicen que es varias cosas más, pero ya veremos que todas esas cosas están incluidas en ésta. En el mundo “real” de la novela (un país que se está autodestruyendo en sus contradicciones), la tragedia en cuestión ocurre en sordina (toda historia individual parece ocurrir en sordina cuando un país está en llamas). En cambio, en el itinerario de la lectura –es decir, en la estructura del libro– esa implosión resulta ser exactamente lo contrario: una explosión que devela el verdadero centro de la novela. No la parábola que traza un amor obsesivo sino la que ofrece un viaje al corazón de la soberbia: no sólo la de Camargo, protagonista excluyente de El vuelo de la reina, sino de ese bacilo tan poderoso que los piadosos consideran el más temible de los “pecados capitales”.
Para crear el personaje de Camargo, uno de los más formidablemente malignos de la literatura argentina en mucho tiempo, TEM debió apelar a una técnica habitual en los policiales: escribirlo “de atrás para adelante”. Borronearlo hasta hacerlo esquemático en el inicio y, desde ahí, superponerle como capas de cebolla las facetas más arteras y maquiavélicas. Esta elección implicó un riesgo más que considerable: quela primera mitad de la novela (e incluso sus dos primeros tercios) parezca naufragar repetidamente en la pólvora mojada de los mismos recursos que en el tramo final se hacen cada vez más potentes y terminan por redimirla con creces. Como dice la contratapa, casi todo lo que sucede en la novela sucede dos veces. Y podría agregarse que la segunda es siempre mucho mejor. Contar el argumento sin arruinarle a alguien el gran viaje que dapara la lectura de este libro no es fácil, de manera que sólo se dirá aquí que Camargo es el titán periodístico de un diario de Buenos Aires (una Buenos Aires de un cinismo aguado por la apatía que se parece más al último momento de Menem que a éste, aunque la pobreza que roe a ese país se arrima más a la de estos días), que este señor empieza la novela encaprichándose con una periodista novata y anónima de su staff (llamada Reina Remis) y terminará ofreciéndole el mundo, es decir él mismo. Y, cuando se trata de él, las cosas no-se-dis-cu-ten en el universo de Camargo (o se pierde miserablemente la discusión). Camargo es, por supuesto, un self-made man. Con un pasado al que TEM le da poco espacio pero mucho brillo (es de lo mejor de la primera parte del libro: el sector infancia en Tucumán y el sector adolescencia en una pensión porteña, más onettiana que arltiana) y también una nueva familia (mujer y dos hijas gemelas adolescentes, una gravemente enferma) que recibe casi el mismo espacio pero bastante menos brillo, porque TEM la necesita opaca para sobreimprimirle la obsesión que atacará a Camargo con Reina Remis. Para cerrar el paquete argumental hay que agregar que la novela ocurre en tres franjas temporales (1997 / 2000 / 2003, además de los raccontos al pasado de Camargo) y que ese país que en la contratapa del libro es definido por Carlos Fuentes como “un país latinoamericano autoengañado” tiene como presidente, durante gran parte del libro, a una parodia de Menem, más telúrica que ácida salvo en la inmolación final que recibe, a mi modo de ver fenomenal. Pero injusta, justamente por esa épica, que TEM justifica diciendo que es cometida por ese presidente porque “lo desvelaba la confianza que sentía por la memoria de la posteridad”; un retruécano a una cita de Borges.
Decir Borges lleva al otro detalle maquiavélico, y casi camarguiano en más de un sentido, que TEM agrega a todo esto: hay, en distintos puntos del libro, mínimos exabruptos de vanidad (obviamente colocados adrede por TEM) que le alzarán la ceja a muchos lectores: uno sobre un cuento de Borges, otro sobre Walsh, otro sobre escritores ingleses, para señalar los más visibles (hay otro sobre el propio TEM del que me abstengo de opinar). Y hay, además, varios de los ya proverbiales hallazgos arqueológicos de los rincones de la memoria popular a que nos tiene acostumbrados TEM desde hace tiempo (no resisto la tentación de citar uno: “Has evitado los errores y te sientes / salvado. Pero has caído en el supremo error / de no cometerlos” –dice TEM que es una canción de los 60; una joyita en todo caso).
Queda por mencionar el tour de force final, del que sólo puede decirse que es como la más vertiginosa de las bajadas de una montaña rusa, pero para arriba. Y que es, como ya se ha dicho, lo que redefine y redime el libro. Esto no es sólo una opinión sino un dato de observación de “la forma” del libro, a partir de la decisión de TEM de contarlo casi todo dos veces, una peor a propósito y otra mejor. A propósito de eso, por lo que dejan ver todos sus libros, TEM no entrega algo a imprenta antes de pensarlo por entero mucho. De manera que no cabe pensar que las “debilidades” de la primera parte se deban al apuro por llegarla a presentarla al Premio Alfaguara sino a una decisión estilística. Arriesgada, y hasta cuestionable, pero justificada por el gran final. Lo que nos lleva al comienzo de esta nota y a un detalle que no mencioné entonces: hace pocos años, TEM “propuso” un canon sobre la literatura argentina (un canon, por supuesto, tan cuestionable y cuestionado como cualquier otro). Es decir: a TEM lo desvela, o ha desvelado, de una u otra forma, el tema del canon (e, indirectamente, lo que ocurre con sus propias novelas en ese canon.
Leer El vuelo de la reina es como asistir, en un solo volumen, a un libro de cada uno de los TEM: el de Santa Evita, el de Lugar común y Trelew, el de El mal argentino y el de La novela de Perón, pero también el de Sagrado y el de La mano del amo. Y lo dicho: al final se impone el mejor TEM, pero no sin “sacrificar” unas cuantas escaramuzas con los otros. Porque, como queda obvio con este libro, a TEM le gustan todos los TEM que es (por más que muchos de nosotros prefiramos alguno, o algunos, por encima de los otros). Plantearlo así, en términos literarios, es toda una declaración de principios, y no sólo para “la interna” del gremio sino para ese círculo más amplio que conforman los buenos lectores, que afortunadamente suelen ser menos volátiles en su juicio.