LECTURAS
La cárcel del lenguaje
Poemas 1969-1985 de Osvaldo Lamborghini se deja leer (junto con sus dos tomos de Novelas y cuentos ya publicados) como la carta definitiva (el as en la manga) de la literatura argentina. Un recorrido que incluye hoteles, bares, Eva Perón, dinero, política, Borges, gauchesca y alcohol. Pero, por sobre todas las cosas, estilo.
POR TAMARA KAMENSZAIN
La publicación de la poesía de Osvaldo Lamborghini pone en circulación un acontecimiento. Acontecimiento entendido como aquello que, al decir de Raúl Antelo, “se prodiga, empuja hacia adelante”. Y la prodigalidad es un rasgo lamborghiniano por excelencia. Si no, que lo digan los lectores jóvenes, esos que ya están leyendo esta poesía antes aun de haberla leído porque se la encuentran, regalada, en todo lo que les acontece. “Nací en una generación”, insiste Lamborghini en un estribillo, cuando se podría decir que ser joven consiste en saber de qué trata esta anti-profecía. Por eso no cuesta nada imaginar a un lector incipiente fascinado con este “maldito” (las comillas son necesarias) aun sin entenderlo o, sobre todo, gracias a no entenderlo. Porque el mal decir es el ateísmo que empuja la religión lamborghiniana, esa creencia de que todavía es posible escribir sin hacer literatura.
Escribir sin escribir, entonces, o decir mal: eso es para Lamborghini matar la prosa propinándole un corte (“prosa cortada”). Pero cuidado, porque no se trata aquí de la inocente escansión que da como resultado un verso. El corte brutal de carnicero atraviesa cualquier embrión de poesía –”faltantes en un cuerpo desmembrado que se dicen en rima”– hasta desembarazarse. Ese aborto se llama, en términos lamborghinianos, “publicar”. “Primero publicar, después escribir”, una urgencia necesaria para que no decante literatura o, lo que es lo mismo, para no terminar rimando (“si hay algo que odio, eso es la música/ las rimas, los juegos de palabras”). Así tenemos a la vista el hilo que entre 1969 y 1985 va cosiendo libros: no escribir o decir mal, publicar, cortar la prosa y, por fin, jamás rimar. Siguiendo esa hilación deshilachada se puede leer, con absoluta comodidad, este armado que César Aira arranca de cuadernos, hojas sueltas, “publicaciones”, cartas, para ponerlo en un orden que es mucho más que cronológico.
Eso da lugar al acontecimiento que hoy tenemos entre manos: la poesía completa de Osvaldo Lamborghini. Y leyendo el libro encontramos, regalada, una historia para contar. Es una historia que avanza en cruz: rayas en la horizontal, rejas en la vertical. La “prosa cortada” se escribe siempre en “un cuaderno a rayas” y siempre interrumpida por “la reja de entrechocar”. Vale decir que lo que nunca se puede abandonar, ya sea a lo ancho o a lo largo de la lengua, es la cárcel.
Lamborghini descree de la libertad (por lo menos de la del humanismo) y eso lo transforma en un “maldito” (entre comillas) o en un antimoderno. Porque mientras el maldito de la modernidad es aquel que busca transformar su palabra en un aullido que escandalice, el que habla en esta poesía dirá “nací en una generación” y punto. Y eso remitirá a un padre que, ubicándose “entre”, también pondrá punto final a los escándalos: “Es que papá, padre, soy homosexual/ bah hijo, eso entre hombres no tiene importancia”. Atado de pies y manos, entonces, a las reglas de la puntuación –no hay un más allá de la lengua salvo que se lo entienda como más acá–, Lamborghini ensaya su mal decir entre los límites que le marca una época. Así, el maldito antimoderno será, en los primeros poemas, aquel que habla mal de la madre con la analista, en un “álbum de época” donde “posan fríamente/ fingiendo no mirarse/ Analista y Analizado”.
No hay que confundirse, sin embargo, y creer que Lamborghini entiende lengua como aquel archivo clausurado que endiosaron sin igual teóricos y escritores de los setenta. Para que no queden dudas, él apela al oxímoron de un “archivo que no cesa” donde “escribir ya no tiene nada que ver con la estética”. Nada, entonces, de mistificaciones textualistas, ninguna reflexión sobre la escritura a lo Octavio Paz (“los que escriben la escritura”). Nada, tampoco, de avatares propios del sujeto de la enunciación. A estas abstracciones se les oponen los “temas de autor”. Pero de un “autor sido”, un pajarraco post-foucaultiano que a través de estos 16 años de producción poética insiste en llamarse Hartz –”Otrocuaderno/ Hartz en una jaula”, “Un pájaro (Hartz) señala el comienzo”–. L-H o Lamborghini-Hartz suele ser también la firma que estampa este autor sito en la raya del cuaderno, allí donde se choca con la reja de la jaula. Es tan espectacular la coincidencia, renglón a renglón, con los devenires –animal, mineral, mujer– que, según Deleuze, empujan la pulsión de escritor, que mejor no detenerse en esa obviedad a riesgo de que L y H digan al unísono: “Llegaron los lectores/ se acabó la fiesta”.
Pero por suerte la fiesta sigue. Contra los “juegos de palabras”, en textos como “La divertidísima canción del Diantre”, hay una fiesta en serio donde las palabras se juegan hasta el otro lado de la reja. Es un entrechocar entre “lo mismo” y “lo mesmo” que permite a la lengua desdoblarse solita a costa de su propia rima, un desfiladero de ecos donde “vida” y “divertida” ya se reconocen. Son “los dichos de la dicha/ el juego cantado/ de las palabras” que invoca lo que también está más allá del cuaderno a rayas: el habla, un pase donde el diablo de la gauchesca (Diantre) deja pasar el canto. A partir de esa diversión ya se puede escribir un poema como “Todos contentos (y yo también)”, sin duda uno de los más altos del libro. Es el poema de la vuelta. Un periplo por la Buenos Aires reencontrada o mejor un recorrido por los fetiches que cualquier lector fanático incluiría en una antología de lo lamborghiniano: hoteles, bares, Eva Perón, dinero, política, Borges, gauchesca, alcohol.
Los poemas escritos en Barcelona en los dos últimos años de vida (1983-1985) merecerían un capítulo aparte. Un capítulo que ahondara en la relación rima-preparación para la muerte-extranjeridad. Porque la rima, en estos poemas, ya busca amigarse con su consonancia haciendo lugar a una pregunta clave: “¿A fuerza de rima rajar la tapia?”. Ahora el presidiario sospecha que, en el exilio, para poder rajarse de la cruz, hay que rajar reja y raya a fuerza de rima. Pero ni esa “hermosa y ordenada vida catalana” pudo hacer “escribir bien” a Osvaldo Lamborghini. El último poema, una especie de epitafio que le debe a la impecable edición de César Aira su condición de último, lo dice claramente: “No escribió/ poesía/ sin/ embargo/ la tenía/ Toda /adentro: igual/ desdeñoso/ impertérrito/ NO ELEGíA”.