Dom 18.07.2004
libros

Luchar por la buena vida

POR VERONICA GAGO

“Si identificamos la nueva figura de la soberanía mundial con los años de Clinton, llamándola ‘Imperio’, nos arriesgamos a enmudecer cuando entra en escena Bush. Pienso que sólo ahora, con la guerra de Irak, comienza el verdadero ‘después-del-Muro’, es decir, la verdadera, larga redefinición de las formas políticas. Sólo ahora comienza una ‘fase constituyente’. Terrible, ciertamente, pero con vías abiertas, aunque sólo sea porque en ella actúa el movimiento de movimientos”, dijo el filósofo italiano Paolo Virno hace algunos meses en Barcelona. En esta ocasión, llamado para reflexionar sobre la coyuntura mundial, se hace igualmente presente la óptica desde la que Virno lo hace: a partir de las formas de lucha capaces de interrogarse por la emancipación o, como él la llama, por la buena vida.
¿A qué se refiere cuando habla de una “fase constituyente” de formas políticas que surgen “después del Muro”?
–La guerra en Irak, la catástrofe israelí-palestina, la matanza de Madrid, la crisis de la economía posfordista, el endeudamiento irremediable de subcontinentes enteros, la cuestión del copyright sobre la información y el conocimiento: éstas son las cuestiones, me parece, que empujan a todos, cada uno a su modo, a inventar nuevas formas políticas. De aquí nacerá el nuevo nomos de la tierra, el nuevo orden mundial. Haber creído que los años noventa –y en particular la administración Clinton– delinearon ya un punto de arribo ha sido un error.
¿Cuál es su percepción de la “situación europea” actual?
–En cuanto a Europa, la victoria de la izquierda en España y en Francia es ciertamente importante para los movimientos, a condición de que la utilicen para desarrollar el conflicto del trabajo precario. Desconfío de una idea jurídico-iluminista de Europa. Europa es un campo de batalla, el ámbito donde hacer madurar relaciones de fuerza favorables. ¿Cuál es, en este sentido, el desafío para el movimiento global? Candidatearse –en los hechos, entendámonos bien– como único sujeto político capaz de intentar un “armisticio” con el terrorismo islámico. Y, además, como único sujeto político capaz de presentar una propuesta de amplio alcance (y justamente por eso realista) sobre la deuda pública, la abolición de la propiedad privada sobre la inteligencia social, la cuestión palestina, etcétera. En resumen: el movimiento tiene como objetivo impedir el nacimiento de eso que ha sido llamado –apresuradamente– “imperio”.
¿Cuál cree que ha sido la capacidad de intervención del movimiento global hasta el momento?
–El movimiento global, de Seattle en adelante, se parece a una pila que funciona a medias: acumula sin pausa energía, pero no sabe cómo ni dónde descargarla. Se está frente a una asombrosa acumulación, la cual no tiene correlato, por el momento, en inversiones adecuadas. Es como estar ante un nuevo dispositivo tecnológico, potente y refinado, pero del cual se ignoran sus instrucciones de uso. La dimensión simbólico-mediática ha sido, al mismo tiempo, un conjunto de ocasiones propicias y de límites. Por un lado, ha garantizado la acumulación de energía; por el otro, ha impedido, o diferido al infinito, su aplicación. Todo activista es consciente de ello: el movimiento global no logra aún incidir –entiendo incidir a partir de la imagen de un ácido corrosivo– sobre la actual acumulación capitalista. El movimiento no ha puesto en juego un conjunto de formas de lucha capaces de convertir en potencia política subversiva la condición del trabajo precario, intermitente, atípico.

Biopolíticas
¿A qué se debe tal imposibilidad?
–La pregunta sería: ¿de dónde nace la dificultad? ¿Por qué la tasa de ganancia e, incluso, el funcionamiento de los poderes constituidos no han sido afectados en forma significativa después de tres años de desordenbajo el cielo? ¿A qué cosa se debe este paradojal “doble vínculo”, en base al cual el ámbito simbólico-comunicativo es un auténtico resorte propulsivo y, a la vez, fuente de parálisis? La impasse que atenaza al movimiento global se deriva de su inherencia en las actuales relaciones de producción. No se debe a su ajenidad o marginalidad, como consideran algunos. El movimiento es la interfase conflictiva del proceso de trabajo posfordista. Justamente por esto (y no a pesar de esto), se presenta en la escena pública como un movimiento ético. Me explico: la producción capitalista contemporánea moviliza para su propio beneficio todas las actitudes que distinguen nuestra especie (pensamiento abstracto, lenguaje, imaginación, afecto, gusto estético, etcétera). Desde hace quince años a esta parte, se ha dicho y repetido, según creo con buenas razones, que el posfordismo pone a trabajar la vida como tal. Fórmula simplificadora, de acuerdo; pero mantengámonos en ella, dando por descontado análisis más precisos. Ahora, si es verdad que la producción posfordista se apropia de la “vida”, es decir, del conjunto de las facultades específicamente humanas, es bastante obvio que la insubordinación en su contra apunte a estos mismos datos de hecho. A la vida incluida en la producción flexible viene contrapuesta la instancia de una “buena vida”. Y la búsqueda de la “buena vida” es, precisamente, el tema de la ética.
¿Y cuál sería la implicancia política de este desafío ético?
–Aquí la dificultad y, a la vez, el desafío son realmente interesantes. El primado de la ética es el fruto directo de las relaciones de producción materiales. Pero esta primacía parece, en principio, alejarla de aquello mismo que la ha provocado: es un movimiento ético que le cuesta interferir con el modo en el cual hoy se forma el plusvalor. La fuerza de trabajo que constituye el corazón del posfordismo globalizado –precarios, flexibilizados, fronterizos entre la ocupación y la desocupación– defiende algunos principios generalísimos concernientes a la “condición humana”: libertad de lenguaje, coparticipación de ese bien común que es el conocimiento, paz, protección del medio ambiente, justicia y solidaridad, aspiración a una esfera pública en la cual sea valorizada la singularidad y la irrepetibilidad de cada existencia singular. La instancia ética, que también echa raíces en la jornada laboral social, planea a gran altura, sin todavía alterar las relaciones de fuerza que viven en su interior. Se equivoca quien desconfíe de la carga ética del movimiento, reprochándole descuidar la lucha de clases contra la explotación. Pero se equivoca también, por motivos especulares, quien se complace de esta carga ética considerando que ella deja fuera de juego categorías como “explotación” y “lucha de clases”. En ambos casos se deja escapar la cuestión decisiva: el nexo polémico entre la instancia de la “buena vida” (encarnada en Génova y Porto Alegre) y la vida puesta a trabajar (eje de la empresa posfordista).

Fascismo posmoderno
En sus trabajos ha teorizado la idea de un “fascismo posmoderno”. ¿Considera útil esta reflexión para caracterizar la configuración de los poderes actuales a nivel europeo y/o imperial?
–Hablando de “fascismo posmoderno”, no entiendo tanto la cara feroz de los Estados y de los gobiernos, cuanto las involuciones siempre posibles al interior de la multitud. Es un concepto-límite para indicar la posibilidad negativa que convive, como un lado en sombra de la luna, con las ocasiones de libertad. Un ejemplo: el gusto por las “diferencias”, es decir, la tendencia a valorizar todo aquello que hay de único e irrepetible en la vida singular. Es justamente este gusto y esta tendencia lo que pueden invertirse quizá como una proliferación de jerarquías minuciosas, donde “diferencia” pasa a significar estar subordinado a alguien.
Según sus propias palabras estamos ante un nuevo siglo XVII en el sentido de que fue entonces, en medio de las guerras civiles y religiosas, cuando se inventaron los conceptos centrales de la política moderna. ¿Cuáles son, en este nuevo siglo XVII, las principales alteraciones que observa respecto de las configuraciones soberanas?
–Hay una serie de cuestiones abiertas. Ante todo, el hecho de que la cooperación productiva (basada en el saber social, la inteligencia colectiva, la comunicación, la ciencia, etc.) es por lejos mucho más potente que los aparatos estatales. El Estado parece una máquina de escribir al lado de la sofisticada computadora que es el general intellect –”intelecto general”: así llamaba Marx al cerebro social en cuanto pilar de la producción moderna–. El problema de nuestro siglo XVII es: ¿cómo hacer que este intelecto general deje de ser la principal fuerza productiva del capitalismo y devenga base de una nueva esfera pública, más allá de la época del Estado? En segundo lugar, la crisis de la representación política. La representación política (la transferencia a los parlamentos y al Estado de la propia capacidad de decidir políticamente) ha funcionado presuponiendo un conjunto de “ciudadanos” aislados e individuos atomizados. Cada uno de ellos participaba en la esfera pública mediante una delegación. Hoy, en cambio, cada vida singular se presenta inmediatamente como un nodo de una “red”, parte de una cooperación social amplia y articulada. La cualidad cooperativa –ya de por sí pública– de la propia experiencia no es delegable, escapa a la representación política. Para decirlo de una vez: la crisis de ese “monopolio de la decisión política” que es el Estado expresa la crisis de la propiedad privada en cuanto están en juego bienes anómalos como son la información, el saber, el lenguaje, el pensamiento. El problema es cómo construir organismos de democracia no representativa que reabsorban para sí el saber/poder hoy concentrado en la administración estatal. Por último: en nuestra época, la praxis humana se ajusta en el modo más directo y sistemático al conjunto de requisitos –facultad de lenguaje, autoconciencia, afecto, etc.– que vuelven humana la praxis. En otras palabras: el capitalismo posfordista tiene por materia prima la “naturaleza humana” como tal. Los aspectos que distinguen nuestra especie no quedan en segundo plano, como trasfondo o como presupuesto implícito, sino que resaltan, aparecen en alto relieve, deviniendo lo que está en juego en las luchas sociales. En nuestro siglo XVII, el problema principal es cuál forma política dar a las prerrogativas de fondo de la especie Homo Sapiens.

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