› Por Ariel Magnus
LA AFAMADA LAURA
Petrarca conoció a Laura un Viernes Santo en la Iglesia Santa Clara de
Aviñón. “En mil trescientos veintisiete, en punto/ a la
hora primera, el seis de abril/ entré en el laberinto; y no veo por dónde
salir.” Fue sólo un vistazo, pero ojos que ven, corazón
que siente: con ese día fatal, el más trascendente de la literatura
hasta el 16 de junio de 1904, empiezan décadas de amor desgraciado, pues
Cupido hirió con su flecha al poeta, pero a la amada, casada ella, y
de “vida breve”, no osó “ni siquiera mostrar el arco”.
Cientos de sonetos, forma poética que popularizó para siempre,
le dedicó Petrarca a esta “dulce enemiga” que aun después
de muerta (“en la misma ciudad, en el mismo mes de abril, en el mismo
sexto día, a la misma hora primera, en el año 1348”) seguía
apareciéndosele en sueños. ¿Pero no era ella misma un sueño?
Entre los estudiosos, hay consenso en declarar inexistente a la Helena de Homero
y en dar por verdadera a la Beatriz Potinari de Dante, pero con la Laura cantada
por Petrarca el desacuerdo continúa. Los más científicos,
luego de que se propusieran varias posibilidades, coinciden en identificarla
con Laura de Noves (1310-1348), mujer casada con el gentilhombre Hugues de Sade
(antepasado, parece, del obeso Marqués) y madre de once hijos. Los otros
prefieren ver en Laura no una mujer de carne y cráneo sino un derivado
de lauro, italiano para laurel (planta universalmente utilizada para designar
a la fama). Petrarca subvenciona ambas posturas en sus poemas: con fechas y
lugares la primera, con juegos de palabras la segunda. Habla de laureles desde
los primeros poemas (“Sólo por ir hacia el laurel donde se coge/
áspero fruto”), juega con las formas del verbo laudar o alabar
(“Così Laudare e Reverire insegna”), abunda en auras, áureos
y auroras. Difícil saber a esta altura si el nombre responde a estos
juegos o los juegos fueron inspirados por el nombre pero, real o no, lo cierto
es que nuestro quejumbroso bardo no cantó para ganarse a esa mujer que
en vida no le dio ni la hora y no por falta de relojes de pulsera sino por la
fama que esperaba ganar mediante su canto. Y no unos pétalos de fama,
como pedía Miguel Hernández, sino toda la planta. “Si Amor
o Muerte no hacen algún daño/ a la nueva tela que ahora urdo”,
se lee en la primera parte del Cancionero, los así llamados “poemas
en vida” de Laura, “haré tal vez un trabajo mío tan
doble/ entre el estilo de los modernos y el decir antiguo/ que (temerosamente
oso decirlo)/ hasta en Roma oirás de él el estruendo”. Y
en efecto, en 1341, Petrarca recibió en la capital del mundo el casco
aromático que lo declaró poeta laureatus. El eco de aquel estruendo,
la apagada pero aun audible resonancia de ese “dolor mío, callando
el cual yo grito”, ha llegado hasta nuestros pagos. Tal vez no sin culpa
de su parte.
VAYAMOS POR PARTES
Nugellae, pequeñeces, o rime sparse, “rimas sueltas”, llamaba
Petrarca a las 366 amorosas variaciones en lengua italiana que publicó
bajo el nombre latino Rerum vulgarium fragmenta o Fragmentos en habla vulgar,
hoy conocido como Canzoniere. El menosprecio que supone presentar una casa como
un mero rejunte de ladrillos esconde una innovación arquitectónica
sin precedentes. Tal vez porque intuyó que sólo fraccionadas las
cosas sobreviven al paso del tiempo, pero con más seguridad porque él
mismo tenía una visión fragmentaria, ya no unívoca como
en el medioevo, del mundo y del hombre, Petrarca fue probablemente el primero
en utilizar la idea de fragmento para una obra artística. Dios, como
el título latino que mantiene atado el conjunto de sus poemas, seguía
siendo el garante de unidad, pero con Petrarca el universo empezó paulatinamente
a dejar de ser algo cerrado y estático para ponerse en movimiento, agrietarse,
estallar en pequeñeces.
Esta fe deconstructivista, que ayudó a que se lo apodara el primer hombre
moderno, el “padre del humanismo” como figura en las enciclopedias,
fue cultivada por Petrarca no sólo en el carácter fragmentario
de sus poemas (o de sus cartas autobiográficas, las familiares y las
seniles) sino en los poemas mismos. Como el blasón homérico de
Aquiles, Laura es descripta por partes a lo largo de todo el poemario y es tarea
del lector ir reconstruyéndola. Lo novedoso y trascendente de este blasón
anatómico, trillado luego por el petrarquismo, puede colegirse de la
sátira que siglos más tarde le hizo Cervantes con su insuperable
descripción de Dulcinea: “Sus cabellos son oro, su frente campos
eliseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus
labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho,
marfil sus manos...”.
Es culpa en última instancia de Petrarca –y del petrarquismo que
lo divinizó después de su muerte– que Cervantes nos haya
regalado esta sátira genial, por culpa de la cual hoy se nos hace difícil
volver a la versión originaria sin una sonrisa o un bostezo. Petrarca,
que nunca brilló por su modestia, supo ya en vida que lo estaban banalizando
y temió que sucediera precisamente lo que sucedió luego: “Si
esta enfermedad se expande, hasta las vacas van a mugir en números y
rumiar en sonetos” (ver recuadro).
MOVIMIENTO Y REPOSO
El padre del humanismo (y del hombre moderno, y del yo lírico quejoso
y egotista) lo fue también de las bibliotecas privadas. Desde muy joven
comenzó a copiar y a coleccionar manuscritos, tarea reservada hasta entonces
a los monasterios, y se estima que al momento de morir había juntado
cerca de un millar de ejemplares. Su inclinación por los antiguos latinos
y por los griegos prefigura el renacimiento del interés por la cultura
clásica, que no habría de llegar hasta más tarde. “Mucho
antes de que llegara tu carta había yo tenido intención de escribirte”,
escribe Petrarca a Homero, “y realmente lo hubiera hecho si no fuera por
falta de un idioma en común. No tengo la fortuna de haber aprendido griego,
y la lengua latina que hablaste alguna vez con ayuda de nuestros escritores
[Virgilio], luego pareces haber olvidado por negligencia de sus sucesores [¿Dante?].
Pero ahora llega un hombre que te rescata, él sólo [¿Petrarca?],
y vuelve a hacer de ti un latino”. Bibliófilo antes que bibliómano,
le dolía que, a pesar de ser “inteligente, incluso tal vez excepcionalmente
inteligente”, su primogénito Giovanni odiara los libros, que para
él eran como seres humanos. Se cuenta que un día se le cayó
en el pie una copia de un epistolario de Cicerón hecha de su puño
y letra: “¿Qué te hice, Cicerón, para que me lastimes?”,
le reprochó Petrarca al Codex.
Contra este afán quevediano por vivir en conversación con los
difuntos y escuchar con sus ojos a los muertos, Petrarca sentía la necesidad
pessoana de “sea como fuere, sea por donde fuere, ¡partir!”.
Había nacido en el exilio de Arezzo, donde la familia fue acogida luego
de ser expulsada de Florencia al mismo tiempo que Dante (el padre de Petrarca
y el poeta de la Divina Comedia habían sido amigos). Con menos de diez
años se mudó a Aviñón, más tarde vivió
en distintas ciudades de Italia y recorrió buena parte de Europa como
diplomático al servicio de la Iglesia. En la más célebre
de sus cartas viajeras, Petrarca describe el ascenso al Mont Ventoux de la región
provenzal el 26 de abril de 1336. Puesto que su único motivo era el hasta
entonces inaudito “deseo de ver qué es lo que tenía para
ofrecer una elevación tan grande”, el padre de las bibliotecas
privadas (y del humanismo, etc.) se convirtió también en el padre
del alpinismo. Luego se malició que la carta había sido fraguada
mucho después, pero aún hoy no son pocos los que escalan el ventoso
monte los 26 de abril de cada año, día en que se festeja el nacimiento
de ese peculiar deporte.
De esta lucha interna entre vida contemplativa y vida activa, entre una existencia
estanca de intelectual o aventurera de Weltbürger, Petrarca dejó
constancia en su Secretum un diálogo con su venerado San Agustín.
De la contradicción y la lucha interna como meollo de la vida en general,
como centro narcisista de la subjetividad moderna, dejan constancia sus poemas
(ver recuadro). No tanto ha cambiado desde que Petrarca encendiera la llama
“echando leña al fuego en que tú ardes”: “Soñás
la hoguera donde siempre sos la leña”, se escucha de vez en cuando
en la radio.
TIEMPO AL TIEMPO
Dentro del glorioso trío del Trecento, Boccaccio consideraba un padre
a Petrarca, pero éste nunca reconoció ser hijo de Dante. Su biblioteca
no contemplaba obras del florentino y nunca lo nombró en sus escritos,
ni siquiera en la extensa carta que escribió para desmentir que le tuviera
envidia o celos: “¿Quién podría despertar envidia
en mí, que no envidio ni a Virgilio?”, le escribe a Boccaccio.
“A no ser tal vez que esté celoso del ronco aplauso que nuestro
poeta goza de taberneros, carniceros y otros de esa clase, que deshonran a quienes
alaban. Lejos de desear ese reconocimiento popular, me felicito por el contrario
de que, junto a Virgilio y a Homero, yo estoy libre de él, puesto que
me doy completa cuenta de qué poco pesa el aplauso de la multitud iletrada
frente al de los eruditos.” Al atacar el éxito de la Divina Comedia,
escrita en italiano, Petrarca pensaba en sus escritos latinos que su amor por
el pasado y su desprecio del vulgo lo llevaron a poner por sobre su producción
en lengua vernácula (el Cancionero y Los Triunfos). Es perdonable: sin
esa ceguera es difícil que hubiera revivido a los clásicos, y
el tiempo ya se encargaría de rectificar su error. Tasso, Chaucer, Shakespeare,
Góngora, siguieron su legado en lengua vulgar, y mientras la Comedia
pasaba a ser objeto de estudio entre los eruditos, el Cancionero se hacía
popular hasta devenir en manual de rimas. Hoy es prácticamente imposible
encontrar traducciones al español de su obra latina, al tiempo que se
hace difícil decidirse entre las incontables ediciones de sus sonetos.
Vapuleado por sus admiradores, al siglo pasado Petrarca llegó exhausto.
Ezra Pound llamó Cantos a sus poemas no por acaso, aunque se encargó
de establecer que “Dante era mejor que Petrarca, pero eso no se le puede
echar en cara a todos los que invitaron a Petrarca a su mesa”. Oskar Pastior,
la rama alemana del grupo experimental Oulipo, publicó 33 poemas con
Petrarca (1983), una composición automática que acaso busque poner
de relieve el carácter combinatorio (moderno) de los poemas de Petrarca,
pero que subrepticiamente los sigue acusando de mecánicos. Su ardor,
le endilgaron siempre a Petrarca con el oxímoron que a él tanto
le gustaba usar, es un ardor de hielo, un fuego congelado por la simetría
formal y la monotonía llorosa del tema.
Pero quizá su mayor falta, como intenta explicarse Borges la gloria parcial
de Quevedo, fue no legarnos una obra mayor. Sus imitadores hicieron del Cancionero
esa gran obra, esa Comedia que Petrarca nunca compuso, pero quien se sumerja
en los fragmentos como si se tratara de un ciclo épico es difícil
que no se canse a medio camino. Joyce dijo que había necesitado siete
años para escribir su Ulises y que el lector debía tomarse la
misma cantidad para leerlo. Petrarca demoró más de treinta en
componer sus fragmentos, y aunque no es necesario repetir la misma cantidad
de tiempo para leerlos, sólo una cierta lentitud logra restituir la importancia
que ese tiempo tiene en los poemas mismos. “Quédase atrás
el decimosexto año/ de mis suspiros”, dice el fragmento número
118; y a sólo cuatro de distancia se lee: “Diecisiete años
ha girado ya el cielo/ después de que empecé a arder”. El
que cubre ese par de páginas en algunos minutos de lectura no gana tiempo,
sencillamente lo deja de ver. Las canciones de Petrarca tienen algo de letanía,
la demora y la reiteración no son vicios de época sino parte fundamental
de su encanto. No defraudan al que las hojee en busca de un verso definitivo,
pero sólo satisfacen por completo al que se deje arrullar por su vaivén
de exaltación y desespero, sus volutas de amor lacrimógeno, su
lánguido mimoseo.
LA POSTERIDAD
“¡Salud! Es posible que alguna palabra mía haya llegado hasta
ti, aunque aun esto es dudoso, puesto que un nombre oscuro e insignificante
apenas si llegará muy lejos en el tiempo o en el espacio. No obstante,
en caso de que hayas escuchado de mí, querrás saber qué
tipo de hombre fui, o cuáles fueron mis obras, especialmente aquellas
de las que te haya llegado algún resumen, o el mero título.”
Así da inicio Petrarca a su Carta a la posteridad, probablemente la primera
autobiografía que llegó hasta nosotros. Quedó inconclusa,
como tantos de sus proyectos, pero poco importa: desde que a los 12 años
se cambió el nombre paterno Petracco y se puso el que recordarían
los siglos de los siglos, toda su vida parece haber sido vivida menos para contarla
que para que después la cuenten. Se encargó de que supiéramos
que leía mientras andaba a caballo, dictaba mientras le recortaban la
barba y no se sentaba a comer sin una pluma a mano. Dejó constancia de
todos sus viajes y se carteó con todas las personalidades europeas de
su momento (“Los reyes más poderosos de esta edad me amaron y me
recibieron en sus cortes. Ellos sabrán por qué; yo ciertamente
no”). Opinó de política hasta en sus libros sobre el amor
(ver recuadro) y no se privó de hacer lo propio sobre cualquier tema,
fuera y dentro de la literatura. Se hizo fama de filólogo, bibliotecario,
historiador, filósofo, teólogo. Hizo una estética de su
vida retirada (“Solo y pensativo los más desiertos campos/ voy
midiendo con paso tardo y lento”) y llevó el egocentrismo al extremo
de lo que permitía su religión: “Yo quiero que mi lector,
sea quien sea, me tenga en mente sólo a mí, no al casamiento de
su hija, no a la noche con su novia, no a los ardides del enemigo, las fianzas,
la casa, sus campos, sus tesoros. Al menos mientras lee, quiero que esté
conmigo. Que se tome el trabajo de estudiar lo que yo escribí no sin
trabajo”.
Petrarca creó su propio mito en vida, y no faltó quienes lo continuaran
después de muerto. Se cuenta de que la hora postrera lo encontró
en su escritorio, hundido en su trabajo. Tras su deceso (un día antes
de su cumpleaños número 70), la biblioteca se dispersó
y los manuscritos fueron a parar a manos privadas. Al igual, se conjetura, que
el desaparecido cráneo que se desvivió por ellos, por vivir junto
a ellos para toda la posteridad.
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