ANTICIPO
Con el título Filosofía de la conspiración (marxistas, peronistas y carbonarios), Horacio González entrega un delicioso ensayo sobre el modo en que las conspiraciones (en el supuesto de que existieran) han moldeado, desde el discurso de los taxistas hasta los círculos de amistad, la cultura política argentina.
La palabra conspiración no parece tranquilizarnos con la extensión
de sus usos. Por eso se refuerza una idea estremecedora. Es posible mentar por
el bies conspirativo el origen mismo del vínculo entre los hombres; lo
que algunos denominan la ligadura social. ¿Entonces sería lo mismo
postular que tendrían la misma raíz la fundación social
y el plan recóndito para destruirla? La palabra conspiración significaría
en primer lugar un hecho ambiguo en la propia realidad del idioma: trata de
la existencia de acepciones escindidas entre un significado originario y el
reverso de ese significado.
Porque la fatalidad de la palabra conspiración nos dice a la vez sobre
el modo con que habitamos los lenguajes. Como si habláramos entre dos
fosas o flanqueados por dos precipicios. Hay un deseo de signos puros de comprensión.
Y la conciencia mortal de que siempre traicionamos esa pureza. La ilusión
de pureza nunca la abandonamos; es el núcleo sin fisuras de donde imaginamos
que surge la vida en común. ¿Pero cómo no intuir que la
traicionamos con las ruinas secretas de un lenguaje intraducible, escabroso?
La traicionamos porque esa pureza era imposible. Para consuelo del traidor,
no tenía otra posibilidad que serlo. La lengua sería entonces
el hogar de la conspiración. De la pureza inducida y traicionada. Esta
afirmación, lector, es el tema único del presente libro. Es una
afirmación y también señala hacia una vacilación.
Todo lo que la conspiración afirma es lo que hace vacilar la propia afirmación.
Experiencia y filosofía
El título del libro hacía tiempo me rondaba en la cabeza. Iba
a ser La experiencia conspirativa. Hasta que se me presentó una fatídica
familiaridad; de pronto descubrí con qué. Allí estaba el
título de una reciente novela de Fogwill, La experiencia sensible. ¿Dejarlo
o no dejarlo? Luego lo cambié por el más contundente La conspiración,
a instancias de mi amigo Christian Ferrer. Pero también pensé:
si a cada rato que usamos la palabra experiencia (madre abstrusa del conocimiento
y formidable rival de la razón, al punto de confundirse con ella en su
forma más acentuada) nos vamos a atemorizar por su resplandor en la tapa
de tal o cual libro anterior, estamos fritos. Además, recuerdo unas nouvelles
de Leónidas Lamborghini tituladas La experiencia de la vida. Y también
La experiencia del fin de Jorge Alemán. Voluntaria y dignamente recaemos
siempre en el vocablo experiencia; tal es lo que dice la propia experiencia.
Pero, cobardemente, en un momento pasé de nombrar la experiencia, es
decir la variedad, la ambigüedad y la oscura felicidad sin nombre, para
quedarme con ese grueso sustantivo, conspiración. Sustantivo sólo
levemente atenuado por su género femenino, lo que también le otorga
un engañoso halo de misterio. Retirada la delicadeza que la palabra experiencia
le confiere a todo lo que ella califica, quedaba la fuerza amenazadora de la
conspiración. No convencía tampoco. Entonces no tuvimos otro remedio
que antecederla de la palabra filosofía. Filosofía de la conspiración,
es decir todo lo que nos exigimos para poner nuestro concepto a la altura ilusoria
de una reflexión sobre los hombres y sus desventuras en la política.
La gran duda
Pero aprovecho a Fogwill para decir que se trata de un autor eminentemente conspirativo.
No que sus escritos hagan explícito ese tema, pero sí toda su
materia brota de una sensación amenazadora de la que están impregnados
todos los objetos del mundo. Esa amenaza no tiene causas conocidas y su raíz
debe buscarse enteramente en lo que este autor denomina experiencia. Toda experiencia
ocurre en la memoria y en el lenguaje o da lugar a máquinas que olvidaron
su origen experiencial. Toda experiencia lleva al descubrimiento de fuerzas
terribles de dominación, pero lo que realmente descubre es que ella misma
era la que fundaba su propio desenlace técnico, desoladoramente opresivo
y expropiador.
En La experiencia sensible, Fogwill escribe:
“En un barrio pobre de su país, cuando una compra de golosinas
o cigarrillos no sumaba un múltiplo de diez centavos, el comerciante
solía compensar la diferencia entregando un caramelo a modo de vuelto,
y a veces sustituía la ofrenda con una sonrisa de inteligencia o de disculpa,
porque hasta en los suburbios marginales regía el temor a que el cliente
interpretase la entrega de un vuelto insignificante como una forma de desprecio:
si un pobre obrero que compra la marca más barata de cigarrillos en un
negocio de mala muerte siente que lo confunden con uno de esos que vigilan el
centavo (...) podría ofenderse o no aparecer nunca más por ese
local”.
¿Sería exagerado decir que en este menguado párrafo estamos
ante una definición del pensamiento conspirativo? Veámoslo así:
se trata de la mentalidad que nos pone frente a la razón devastadora
del honor, la guerra y la dominación, desenmascarado en esas notas de
insidioso horror, en las relaciones nimias o en las expresiones más triviales,
la mera compra de una golosina.
No pretendemos ser deterministas (es decir, de alguna manera, conspirativos).
La conspiración es apenas un tema más del vasto mundo de las lenguas
en las que estamos inmersos: la lengua política, la lengua empírica,
la lengua ceremonial, la lengua artística. De todas esas lenguas, la
conspiración toma algo que no declara, pues no precisa hacerlo. Es afín
a tales lenguas. Es que todas ellas tienen su momento conspirativo. Y sólo
por no exagerar los alcances de la conspiración diremos que con ella
no estamos ante una lingua fundatrix.
La conspiración es poderosa no porque sea una lengua que define lenguas
sino porque nos pone frente al fracaso mismo de la fundación de lo social,
impidiendo que todo lo que esté bien instaurado pueda hablar cabalmente
sin acudir a la gran duda. Aquella que nos hace preguntarnos si lo que estaba
destinado al producir común no es también lo que lo hace trastabillar,
en el asombro de que siempre podrá extraviarnos lo mismo que nos congrega.
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