Sáb 11.05.2002
libros

Primer amor

Fragmentos de un discurso amoroso es el laboratorio en el que Barthes ensaya una escritura “de escenas”, a mitad de camino entre la entrada de diario íntimo, el apunte narrativo y el embrión de situación teatral, la forma breve y compacta que reaparecerá más tarde, entrelazando ficción y confesión, en el libro póstumo Incidentes (1987).

› Por Alan Pauls

En la primavera de 1977, Roland Barthes, que acaba de ser nombrado profesor en el Collège de France –una distinción vitalicia, de las más prestigiosas de la institución educativa de Francia, que Barthes comparte ahora con pesos pesados como Michelet, Paul Valéry, Emile Benveniste o Michel Foucault–, estrena el nuevo status académico con un libro que, si no se burla de su pompa, al menos parece poder prescindir perfectamente de ella: Fragmentos de un discurso amoroso. Comparado con sus amigos escritores (Philippe Sollers, Severo Sarduy), que, más jóvenes, no se cansan de brillar en las noches mundanas de la vanguardia literaria post Tel Quel, Barthes es un hombre opaco y reservado; ha intervenido en las batallas más álgidas del campo intelectual francés desde mediados de los años ‘60, pero su vida pública y la de sus libros siguen aferradas a las reglas de seriedad, discreción y sobriedad que prescriben los protocolos de la academia. “Si hubiera dicho o escrito `El sentimiento amoroso’”, dirá Barthes más tarde, en septiembre de ese mismo año, “todo hubiera sonado más serio, porque habría evocado algo importante para la psicología del siglo XIX. Pero la palabra `amor’ la usa todo el mundo, está en todas las canciones, donde –como todo el mundo sabe– rima con `calor’. Así que no: evidentemente, hablar de `amor’ así es muy poco serio.”
Bernard Pivot, una vez más, demuestra su rapidez de reflejos. Acompañando el lanzamiento del libro, el anfitrión cultural número 1 de la TV francesa dedica una emisión de su célebre Apostrophes al tema del amor (“Háblenos de amor”) e invita a Barthes y a FranÇoise Sagan a discutirlo. La performance de Barthes es sorprendente: suelto, ingenioso, carismático, nada hace pensar que ese hombre de 52 años recela de toda visibilidad mediática y sólo goza en privado. A su lado, FranÇoise Sagan, experta exhibicionista, parece una aprendiz tímida y abrumada, que sólo abandona el silencio para homenajearlo con comentarios arrobados.
Fragmentos de un discurso amoroso es un éxito. Los primeros 15 mil ejemplares se agotan en un par de semanas. A fines de 1977, la editorial Du Seuil ha sacado y vendido ocho ediciones: 80 mil copias en total (En 1989, casi diez años después de la muerte de Barthes, la cifra y el número de ediciones se habrán duplicado). La prensa masiva se abalanza sobre el inesperado best-seller; Barthes, acostumbrado a hablar sólo con pares, y en un idioma que jamás condesciende a vulgarizar, se descubre improvisando sobre el “amor divino” ante una redactora de Elle, la revista que veinte años atrás había demolido en Mitologías. Playboy lo consagra “hombre del mes” y lo recompensa con una larga entrevista (ver recuadro). Claire Brétécher, la Maitena francesa, lo intercala en una de esas tiras cómicas donde la clase media intelectual juega a reconocerse: sentado en un banco, solo, un personaje sufre por amor y humedece con sus lágrimas un ejemplar de Fragmentos de un discurso amoroso. Barthes parece el primer sorprendido por tanto revuelo. “Casi no entrego el libro a la editorial”, dice en medio del furor: “Pensaba que sólo podría interesarles a unas 500 personas”. Sin embargo, en 1980, poco antes de morir, proporciona una clave que acaso explique parte del éxito: “Alguna vez dije que Fragmentos sería mi libro más leído y más rápidamente olvidado, porque es un libro que llegó a un público que no era el mío (...) No era un libro muy intelectual sino más bien bastante proyectivo, en el que uno puede proyectarse no a partir de una situación cultural sino a partir de una situación que es la situación amorosa”.

Fragmentos de un discurso amoroso nació en 1974, en el seminario que Barthes conducía en la Escuela de Altos Estudios. El hecho no es fortuito: ya en Roland Barthes por Roland Barthes (1974), el seminario –unainstitución pequeña y selectiva, casi marginal, más parecida al banquete socrático que a las formas convencionales de la enseñanza universitaria– aparecía para Barthes como una variante contemporánea del falansterio fourierista, un espacio comunitario, a la vez intelectual y afectivo, donde el saber no era algo dado que había que transmitir sino –en el mejor de los casos– el chispazo deparado por el entrelazamiento de los deseos de sus participantes. Ese año, Barthes, que ya venía trabajando sobre distintas formas de discursividad, decidió tomar como objeto el discurso amoroso: el discurso romántico del amor-pasión. Y eligió, para empezar, un texto tutor: el Werther de Goethe. A lo largo de los dos años que duró el seminario, Barthes vio cómo la investigación iba alejándose inexorablemente de la costa académica, arrastrada por un doble movimiento: por un lado, “me di cuenta de que yo mismo me proyectaba, en nombre de mi experiencia, de mi vida, en algunas de las figuras del texto de Goethe, y que llegaba incluso a mezclar lo que venía de mi vida con lo que leíamos en el Werther”; por otro, a todos los miembros del seminario les pasaba exactamente lo mismo. Sólo que, en vez de expurgar la “baja pasión” proyectiva, como lo habrían aconsejado el dogma semiológico o el académico, Barthes, a la hora de pasar del seminario al libro, optó por la “franqueza” –una ética que, nada inocente, ya había empezado a despuntar en el R.B. por R.B.– y, desechando cualquier pretensión de cientificidad, decidió asumir él mismo el lugar de enunciación del discurso amoroso: “Así que fabriqué, simulé un discurso que es el discurso de un sujeto enamorado. El título es bien explícito, y está deliberadamente construido: no es un libro sobre el discurso amoroso, es el discurso de un sujeto enamorado”.

En el R.B. por R.B., Barthes había tomado la precaución de prologar el libro con una frase-baliza: “Todo esto debe ser tomado como dicho por un personaje de novela”. Fragmentos de un discurso amoroso, que retoma esa vía “autobiográfica”, retoma también el procedimiento. En la página 13, después de una introducción que explica cómo está compuesto el libro, alguien –un Barthes “exterior”, que a lo largo de las 280 páginas nunca dejará de aparecer y de desvanecerse, con las intermitencias de un padre sobreprotector y avergonzado– enuncia la fórmula dramática que rige el ensayo: “Es, pues, un enamorado el que habla y dice”. De modo que todo lo que se lee en Fragmentos de un discurso amoroso –todo lo que sigue después de ese “dice”– es, en efecto, el largo soliloquio de un enamorado. Un enamorado à la Barthes; es decir: alguien que ama pero está solo, sin el objeto de su amor, y puede por lo tanto abandonarse al ejercicio híbrido, mitad mental, mitad verbal, de maquinar sobre la relación que lo ata al objeto de amor. ¿Un enamorado infeliz? Tal vez. La marca del Werther es fuerte y no desaparece nunca, aunque a lo largo del libro Barthes se empeñe en distraerla con otras voces (los amigos, el falansterio, la etimología) y otras lecturas (Freud, Platón, Lacan, el Tao, Stendhal, Nietzsche, Proust). Pero si la infelicidad es aquí una herida necesaria, casi distintiva del sujeto enamorado, no es tanto por fidelidad a la tradición romántica a la que pertenece; es simplemente porque, contrariado, incompleto, infeliz, el sujeto enamorado está incómodo en el interior mismo del amor, y esa incomodidad lo obliga a la única tarea por la que Barthes es capaz de sacrificarlo todo: emitir y descifrar signos (Y aquí Barthes, aunque lo cite al pasar, no rinde todos los honores que debiera al libro cuya sombra planea sobre el suyo: el Proust y los signos de Deleuze). Casi todas las “figuras” en las que Barthes divide y clasifica el soliloquio amoroso son figuras de la contrariedad, si no de la desdicha, y giran siempre alrededor de un mismopunto ciego: la ausencia del objeto de amor, condición de la tristeza, la sospecha y el desgarramiento, pero también de esa especie de hiperactividad significante en la que se hunde el sujeto enamorado. “El enamorado”, dice Barthes, “es el semiólogo salvaje en estado puro. Se la pasa leyendo signos. No hace otra cosa: signos de felicidad, signos de desgracia. En la cara de los demás, en sus comportamientos... Está realmente al acecho de los signos”. La felicidad (la plenitud, la fusión, el colmo) es afásica o es tautológica, y por lo tanto carece de todo interés semiológico; la desgracia (con sus avatares cotidianos: el contratiempo, el malentendido, la pelea, la escena de celos –todo ese “ruido” que, interfiriendo el canal amoroso, no hace sino desnudar la intensidad extrema de lo que pone en juego– es locuaz, semióticamente productiva y, además, dramática: en ese sentido, Fragmentos de un discurso amoroso es el laboratorio en el que Barthes ensaya una escritura “de escenas”, a mitad de camino entre la entrada de diario íntimo, el apunte narrativo y el embrión de situación teatral, la forma breve y compacta que reaparecerá más tarde, entrelazando ficción y confesión, en el libro póstumo Incidentes (1987).

Libro “proyectivo” (y por eso, según Barthes, popular), Fragmentos de un discurso amoroso es también el desembarco de Barthes en la imagen, un campo que hasta entonces había mirado con un interés puramente profesional, demostrativo (el famoso ensayo sobre las pastas Panzani), o con la condescendencia a la que se creía autorizado por su militancia en el campo de lo Simbólico. Al fabricar un sujeto enamorado –ese “yo” del que dice que es él y no es él a la vez–, Barthes entra de lleno en el juego horizontal, hecho de reconocimientos, fascinaciones y agresividad, de la experiencia imaginaria. Él, que había dedicado su vida a honrar al Otro (el texto, el goce, la fiesta significante), descubre ahora el placer de medirse con otros a los que ama, que lo engañan o con los que rivaliza, y acepta esa lógica prosaica –novelesca– con el mismo placer, el mismo encarnizamiento con que “limpia” sus frases de joyas para reducirlas a la desnudez de una elegancia puramente sintáctica.
De ahí, tal vez, la extraña seriedad que campea en el libro, ensimismada y radical como la de un chico que juega, que sabe que juega y que el juego no es “la vida”, pero aun así no vacilaría en saltar sobre el primero que osara infringir la más insignificante de sus reglas. Es la seriedad constitutiva de la experiencia amorosa, que es hermética y susceptible como cualquier juego infantil –las llamadas “comedias románticas” son siempre comedias del deseo, no del amor–, pero es también la seriedad del que abraza una causa menor, pasada de moda, anacrónica, y teme que cualquier desliz, cualquier falla humorística, pongan en peligro la existencia misma de su determinación.
En 1977, cuando se publican los Fragmentos, La voluntad de saber, el primer tomo de la “Historia de la sexualidad” de Michel Foucault, lleva ya un año denunciando el secreto efecto represivo de la proliferación de discursos sobre la sexualidad, y un par de treintañeros mordaces, Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut, lanzan un libro llamado Nuevo desorden amoroso, un panfleto zumbón, lleno de humor y veneno, que se regocija escarneciendo a médicos, sexólogos y psicoanalistas –todas las especialidades del saber que pretenden disciplinar la sexualidad– y promueve el “goce sentimental”, una especie de sexualidad polimorfa y “divertida” que no jerarquiza órganos ni zonas erógenas y se dice inspirada en Fourier. Lo que está en el aire, pues, es el deseo y la carne, no el amor; la posibilidad, ya lastimada pero aún con vida, de “liberar” el deseo y la carne, no la efusión sentimental, con toda supátina de mortecino conservadurismo, y mucho menos la versión Barthes de la experiencia amorosa, que si algo permite es justamente “distanciarse de la sexualidad”.
Una vez más, en pleno tumulto político-sexual, Barthes toca el piano y pinta acuarelas, “ocupaciones falsas de una muchachita burguesa del siglo XIX”. Pero Barthes las practica seriamente, con la convicción de un niño, en primer grado, sin comillas irónicas ni coartadas, hundido hasta el cuello –como el enamorado– en el imaginario que ha desplegado a su alrededor. Ésa es la verdadera “franqueza” de los Fragmentos, la única insospechable de toda especulación: no la coincidencia entre un libro y la verdad íntima de su autor, sino el encuentro –en el sentido más romántico de la palabra-. entre un escritor y una experiencia -.una experiencia que, apenas nombrada por el escritor, ya no tiene más remedio que llevar su nombre para siempre, como una enfermedad o una estrella. El semiólogo deja de descifrar mitos; ahora puede hacer algo mejor: imponerlos (Habría que ver hasta qué punto esa “des-sexualización” barthesiana no prefigura los cambios que sufrirá el proyecto de la Historia de la sexualidad de Foucault, que a partir del segundo tomo renuncia a pensar en términos estrictamente sexuales para abocarse a la problemática del “cuidado de sí” y las “formas de vida” alternativas. En 1980, cuando lo atropelló la camioneta que terminaría matándolo, Barthes dictaba un seminario llamado: “Vivir juntos”).

En el horizonte de los Fragmentos, sin embargo, hay una figura que vuelve, discreta pero tenaz, y que resquebraja con delicadeza (o tal vez funda) la estructura “democrática”, imaginaria, del amor: esa figura –el verdadero Anacronismo del libro– es la madre. Si la ausencia es, según Barthes, el motor de la experiencia y la semiótica amorosas, es porque su modelo, su fórmula, hay que rastrearlos en la escena infantil del Fort-Da, bella fábula freudiana en la que el chico, descubriendo por primera vez que su madre puede ausentarse, “mima” con un carretel de hilo el ritmo de su aparición y desaparición y en el camino accede al lenguaje. La madre, por supuesto, es el objeto prohibido; es la puta que protagoniza la escena primitiva; es el amor-terror y el amor-indulgencia; es la que cose mientras el chico juega a su alrededor (la pareja perfecta); es la destinataria original de la declaración de amor; es la dadora de imagen. Y también es, según el texto del Tao Te King que cita Barthes, la causa del cisma de mundos que signa al amor y de la soledad fatal del sujeto enamorado: “Sólo yo difiero del resto de los hombres”, dice el Tao, “porque sigo empeñado en mamar de mi Madre”.
Un mes después de la aparición de los Fragmentos, Barthes asiste a un coloquio en su honor en Cérisy-la-Salle. Él es el tema, el “pretexto”, y su intervención –previsiblemente– se llama “La imagen”. Terminado el coloquio, Barthes se prepara para reunirse con su madre en París; el cineasta André Techiné (para quien Barthes hará ese año el papel de William Thackeray en Las hermanas Brontë) no sale de su asombro cuando lo ve ponerse un clavel en el ojal de la solapa. “Nunca vi un amor tan hermoso”, jura Algirdas Greimas, otro asistente al coloquio.
Henriette Barthes muere tres meses después, a los 84 años, en el piso de la rue Servandoni que compartía desde hacía años con su hijo.

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