¡Son todas iguales!
LA MUERTE DE MATUSALÉN Y OTROS CUENTOS
Isaac Bashevis Singer
Trad. y notas Marcelo Birmajer
Norma
Bogotá, 2004
256 págs.
Por Rubén H. Ríos
Publicado originalmente en 1988, este volumen de cuentos de Singer (el décimo) se hilvana en conexión con dos mundos: el de la mortalidad y la carne, y el inframundo de demonios y ángeles caídos que batallan contra Yaveh. Los escenarios son Nueva York o Dublín, Varsovia o Buenos Aires, Miami Beach o Viena, grandes capitales o aldeas donde se disputa esta guerra celeste en forma invisible y secreta. De esta manera, la época poco importa. Todo parece suceder a la vez en los tiempos modernos, durante el Génesis, hace cincuenta o mil años o a finales del siglo XX. No se trata sino de una atemporalidad mítica, entre teológica y realista, en la que se narra (no sin comicidad y sarcasmo) el triunfo del Mal sobre el Bien. O, lo que sería lo mismo, el error que comete Yaveh al crear a los hombres y, sobre todo, a las mujeres.
Es bastante notable en estos relatos la misoginia de Singer, y la capacidad tanto para plasmar tipos lascivos y voluptuosos de mujer como para arrancar inesperados tonos y variaciones al tema de la infidelidad, en este caso casi siempre femenina. Es cierto que hay alguna ocasión en que la víctima de la traición sexual es la mujer y que los varones engañados cultivan la estupidez y el sometimiento ante una cara bonita con desmedido afán, pero eso no alcanza para redimir al sexo femenino del pecado de lujuria. Por el contrario, dentro del imaginario religioso en que respiran esas criaturas de desbordante libido, ellas representan la vía regia para aquello que el prefacio del libro (y muy directamente) señala: la corrupción sexual como causa del diluvio descargado por Yaveh contra la humanidad.
Esta clave de lectura se verifica no sólo en las historias de infidelidad femenina (contrapesado por mujeres piadosas y temerosas de Yaveh) sino también en aventuras sexuales que incluyen pederastia, ménage a trois, prostitución o simplemente el ejercicio libre de la sexualidad. En estas condiciones, donde a las mujeres en realidad les toca la mejor parte, el sexo es la forma misma del Mal, con la consecuencia de desterrar el amor del mundo y sumergir a los varones (víctimas y cómplices a la vez) en la existencia penosa del objeto sexual que reniega de sí mismo. Ese maestro del Mal que fue Georges Bataille no registraría en estas transgresiones a la ley patriarcal por parte de las mujeres más que el mecanismo propio del erotismo; en cambio, Singer parece acomodarse en la tradición judeocristiana que inviste a lo sexual del signo mismo del pecado.
Dos relatos de la serie, El judío de Babilonia (el primero) y La muerte de Matusalén (el último), si no fuera por alguna observación sarcástica de Singer, convocan a cerrar el juego simbólico en torno a la alianza entre Mal y sexo, es decir, entre la humanidad fallida creada por Yaveh y el deseo sexual. Ni el gran mago de Babilonia Kaddish ben Mazliach, contaminado por el Mal después de luchar largamente contra él, ni Matusalén –el hombre más viejo de la Tierra– consiguen vencer al ejército libertino de dibbuks (seres malignos), mujeres-demonios, ángeles caídos y partidarios de Satán que dominan el inframundo. Kaddish contrae nupcias con Lilith, la reina del abismo, y Matusalén (pese a sus 962 años) se enamora de Naamah, mujer-demonio de insaciable lubricidad. El arca de Noé, nieto de Matusalén, sería la única esperanza que entonces le queda aYaveh antes de enviar el diluvio quizás ahora sobre la nueva Sodoma: el mundo moderno.