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Sábado, 11 de mayo de 2002

BARTHESIANAS

Intelectuales, escritores, profesores

Terry Eagleton, profesor de Teoría Cultural en la Universidad de Manchester, examina Where the Stress Falls, el último libro de ensayos de Susan Sontag, “la mujer más inteligente de los Estados Unidos”.

Por Terry Eagleton

Para entender qué es un intelectual, hay que pensar en el opuesto de un académico. Esto no es para sugerir que todos los académicos son obtusos, aunque unos cuantos son de una inteligencia más bien modesta. Pero por lo general son especialistas en un solo tema, mientras que el intelectual suele tener un registro más ambicioso. Sartre, quien corporiza la idea que el gremio tiene del intelectual, fue dramaturgo, filósofo, novelista, teorizador político, figura de culto y militante maoísta. En los mejores casos, esto da a los intelectuales una admirable envergadura y diversidad, convirtiéndolos en los legítimos herederos de los sabios y humanistas de antaño. En los peores casos, encarna en chapuceros aficionados o insoportables diletantes.
A los académicos les interesan las ideas, mientras que los intelectuales se ocupan de la relación de las ideas con un orden social. Mientras los académicos por lo general quedan confinados a esas unidades industriales de producción llamadas universidades, los intelectuales aspiran a ocupar una esfera más pública como periodistas, comentaristas políticos o formadores de opinión. Por último, los académicos suelen ser conservadores o moderados, mientras que los intelectuales tienden a la disidencia política. Y, como invierten menos en el poder que políticos y empresarios, pueden ocasionalmente decirle la verdad al poder. Pero logran este beneficio a costa de ser figuras relativamente ineficaces, en parte siniestras y en parte ridículas. El hecho de que la palabra “intelectual” sea una forma popular de insulto es uno de los precios a pagar por tal privilegio. Ayuda, por supuesto, ser brillante, pero no es un factor obligatorio de este trabajo. “Intelectual” designa un rol social, como colectivero, no una cualidad mental. Seguramente hay muchos colectiveros lúcidos, así como hay carradas de intelectuales más bien tontos.
Susan Sontag, que ha sido repetidamente descrita como “la mujer más inteligente de los Estados Unidos” (para desazón de Cher, seguramente), no pertenece ciertamente a esa camada. Es la intelectual clásica, más que Said, Chomsky, Habermas, Bourdieu u otros colegas, ya que, a diferencia de ellos, no tiene ningún puesto académico. El lector que se merece el nuevo y fulgurante libro de ensayos de Sontag debe estar familiarizado con la danza, la ópera, el cine, la política, el arte de la jardinería, la fotografía, la literatura y las artes visuales. También ayudará saber al menos algo de oscuros autores polacos como Adam Zagajewski o serbohúngaros como Danilo Kis.
Como los mejores intelectuales, Sontag se las arregla para ser brillante y erudita a la vez. Sus ensayos se mueven con la misma comodidad en la estética japonesa del siglo X, la influencia de Lawrence Sterne en Europa oriental y lo que se siente al posar para Robert Mapplethorpe, pero su estilo púdicamente elegante se niega a refregar estos saberes en la cara del lector común. La pieza central del libro es una magnífica meditación sobre Roland Barthes, un autor en el cual Sontag se refleja en varios sentidos: los dos son llaneros solitarios, los dos son auténticos connoisseurs del ensayo breve, y la sinuosa versatilidad temática de ambos es equivalente pesadilla para los bibliotecarios.
Sontag escribe con fineza sobre el vocabulario “fastidiosa y temerariamente mandarín” del crítico francés, sobre su impulso aforístico, sobre su exquisita ductilidad, sobre la curiosa fusión entre su pasión por las taxonomías y su desdén patricio por lo sistemático. Habiendo sido ella misma responsable de convertir el camp en una categoría cultural seria, está más que alerta al dandismo intelectual de Barthes, al suntuoso exceso de su escritura, en fin, a todo lo que hace de Barthes la respuesta francesa a Oscar Wilde. O la menos norteamericana, uno podría agregar de esta neoyorquina tan exquisitamente cosmopolita.
De hecho, Sontag es una devota europeísta, la clase de norteamericana que (como alguna vez dijo T.S. Eliot de Henry James) es europea en el modoen que sólo un no-europeo puede serlo. Sus raíces se remontan al judaísmo mitteleuropeo, una tradición que combina alta cultura con política radical, civismo con pasión moral. Desamparada en unos Estados Unidos que “ostentan la más desarrollada tradición antiintelectual del planeta”, Sontag está enamorada de una Europa “de arte mayor y seriedad ética, que valora la privacidad, la introspección y el discurso artesanal no amplificado”. Pero también es lo suficientemente perspicaz para reconocer que, mientras escribe, ese continente de fábula está cediendo su lugar a un gigantesco parque temático.
A pesar de toda su admiración por Barthes, el gran maestro parisino no sale ileso del homenaje. Para Sontag, uno sospecha, hay algo de privilegiado en la oblicua e irónica actitud de Barthes frente al compromiso político. De hecho, los ensayos finales de este libro derivan hacia arenas de conflicto político y sufrimiento más bien remotos a la Rive Gauche. Las reflexiones que le suscitan a Sontag son típicas de una crítica de origen judeopolaco fascinada por “esas tierras extrañas donde es difícil escapar de la historia, y aquí no sólo pienso en Polonia, sino en Irlanda, Israel, Bosnia...”.
A diferencia de esos colegas compulsivamente habitués de solicitadas, Sontag cree que nadie tiene derecho a participar de petitorios o manifestaciones salvo que haya “estado ahí”, experimentando en vivo las injusticias que denuncia, y por cierto ella ha estado ahí. No sólo trasladándose a Sarajevo (donde montó un Esperando a Godot) sino, más recientemente, sumergiéndose en el centro de la polémica sobre la guerra en Afganistán en un país donde el pensamiento independiente es considerado delito de traición a la patria. Para aquel que desee conocer la diferencia entre un intelectual y un académico en los Estados Unidos de nuestros días, basta ver cuál es amedrentado y acosado por su universidad. Pero, mientras haya Sontags entre nosotros para decirle la verdad al poder, seguramente habrá menos físicos e historiadores traicioneros conduciendo colectivos por las calles de Nueva York.

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