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Domingo, 22 de agosto de 2004

Marosa Di Giorgio (1932-2004)

“Toda la muerte y la vida se colmaron de tul.
Y en el altar de los huertos, los cirios humean”
(de Historial de las violetas).

POR BáRBARA BELLOC
Marosa Di Giorgio Medici, poeta y, como gustaba definirse hace una década, “druida” uruguaya, nacida en Salto en 1932 y residente en Montevideo desde 1978 hasta el pasado martes 17 de agosto, fecha de su inesperada muerte, fue, es y será una de las voces más amadas y singulares de las letras rioplatenses. Pródiga tanto en la escritura como en la capacidad de ejercer una sutil, pero profunda influencia sobre sus lectores, Di Giorgio es una de esas raras figuras que se dan, muy de tanto en tanto, en el universo de una lengua. Una figura mágica, fértil y misteriosa: como el milagro mismo de la Poesía encarnada, o la estatuilla animada de una diosa terrestre con el don de la palabra original, cada vez nueva y atávica, por siempre resonante, trascendente, libre.
Quienes conozcan su obra comprenderán que no resulta fácil referirse a ella sin caer en la redundancia del asombro, la tibieza de la mímesis o el mero afán de glosar aquello que allí es epifanía pura. Porque precisamente de eso se compone su poesía: de la “manifestación” espontánea y vibrante de las potencias que traman, desde antaño, una suerte de teogonía perpetua en la que las fuerzas que animan el mundo (con infinito amor, crueldad semejante y todo lo que hay en medio) coinciden con el impulso de la voz mística que encarna y canta. “Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se alimenta de muchas especies y de sólo una. La busca en la noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí./ Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande, con rizos, vestido celeste./ Un picaflor le trabaja el sexo./ Ella brama y llora./ Y el pájaro no se detiene”, dice un verso breve de La flor de lis que bien vale como cifra de la relación pánica que la poeta mantiene con el universo, su particularísimo universo. Un reino en que vivos, muertos, espectros y hados conviven, copulan y contraen enlace con (cuando no devoran, perturban o raptan) toda clase de otros seres de naturaleza animal, vegetal, mineral, divina e infrahumana, para así hacer aflorar el caos coral, dulce y terrible que el tráfico inter-especies nos ofrece como espejo del mundo que queremos creer el nuestro.
Desde el deslumbramiento inicial de Los papeles salvajes, Di Giorgio nos brindó en cada uno de sus libros la ocasión de aprender y declinar una lengua nueva y, desde ya, completamente distintiva en la literatura hispanoamericana. “Su estilo es muy peculiar, se lo reconoce a la lectura de una línea cualquiera; y no se parece a nadie”, afirma César Aira en el Diccionario de autores latinoamericanos. Pero todavía más, nos llevó a recuperar, con esa lengua, el ideal primero de la poesía: el de la palabra eficaz, que nombra y conjura, que crea, cuida y cura las heridas de un mundo que mana sin cesar tanto deleite como dolor, espanto y extrañeza. Una tarea digna de una auténtica Poeta-druida, la que a los 4 años estaba en el jardín de su casa materna y de pronto sintió “como si fuera sustraída del mundo y reinsertada de otra manera”, sujeta a partir de allí “a un tic-tac perenne, un alerta constante”; una médium cuya razón de ser yace en expresar aquí lo que hay de más allá, de ese algo inexpresable (“Oí decir en casa que yo era bruja, una tarde en casa siendo tan chiquita. Algunos sollozaron, creo; alguien dijo:
–No hay que asustarse. Nació así. ¿Por qué tener miedo?
Yo miraba hacia todos lados para ver si venía alguna explicación. Ninguna nunca venía...”).
El último libro de Marosa, La flor de lis, que El Cuenco de Plata acaba de distribuir, viene entonces a religar. Los lectores fieles a Di Giorgio podremos encontrar en estos poemas recientes, quizás, el eco de lo que antes fue una potencia abrumadora, variaciones y otras visitaciones de un reino que siempre se añora y no mengua, aun en la mengua. Los lectores nuevos, es de esperar, quedarán cautivos. Pero una nota aparte merecería el CD Diadema, incluido en esta edición, que reúne veintiséis poemas de Los papeles salvajes leídos por la autora. Lisa y llanamente, Diadema es una joya impar: tanto para los que tuvimos la suerte de escucharla en alguna de sus performances como para los que no, la experiencia de dejarse llevar por la voz baja y caudalosa de Di Giorgio recitando, susurrando, casi cantando las vocales estiradas y temblando o afirmándose en las pronunciaciones de erres y eses con esa cualidad histriónica tan suya, con su raro tempo natural, es imperdible, y es un testimonio vivo de la mejor poesía en nuestro idioma, a celebrar en grande.

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