NOTA DE TAPA
Entre líneas
Detenido por la junta militar, Antonio Di Benedetto estuvo preso entre marzo de 1976 y septiembre de 1977. De esa temporada en el infierno nacieron los formidables relatos de Absurdos (Adriana Hidalgo), que el gran escritor mendocino –privado por sus carceleros de escribir ficción– deslizaba hacia el exterior subrepticiamente en sus cartas.
por Jimena Néspolo
“En el fondo de las prisiones, el sueño no tiene límites y la realidad no frena nada”, afirmaba Albert Camus a propósito de la obra de Sade. “La inteligencia encadenada pierde en lucidez lo que gana en furor.” Los veintisiete años de cautiverio generaron en el divino Marqués una ética de la soledad y la destrucción a partir de la reivindicación desesperada de la libertad, y al mismo tiempo un imperio de la servidumbre, la de los instintos (pues ésa es la libertad que se reclamaba). En Antonio Di Benedetto, la experiencia del presidio –más breve pero no menos intensa– generó una ética de la culpabilidad y del absurdo que, bajo la aparente sumisión en la negación de toda violencia —tanto la del terrorismo de Estado como la del terrorismo individual–, “ganó en lucidez lo que perdió en furor” para esconder en los pliegues de la escritura la más eficaz y extrema de las rebeliones. La errancia de Aballay, ese gaucho nómade que, anclado en su montura hasta no saberse lavado de la culpa de una muerte, pretende emular la vida de los anacoretas, es –doblemente– la figura y el conjuro en este paradigma trazado por la ética de los aniquilados, por los que ya de antemano se saben perdidos.
En una entrevista de María Esther Vázquez a Adelma Petroni, una escultora amiga del escritor, nos enteramos de algunos datos puntuales referidos a la gestación de estos cuentos durante los diecinueve meses en que Di Benedetto estuvo preso por la junta militar: “Primero estuvo detenido unos meses en Mendoza, en el Colegio Militar. No se lo podía ver, pero sí llevarle ropas y alimentos. Cuando lo trasladaron sorpresivamente a la Unidad 9 de La Plata, no nos dijeron adónde lo habían llevado. Empezamos a buscar con Bernardo Canal Feijóo, y los dos, cada uno por su lado, logramos saber su destino. (...) Estuvo preso un año y siete meses, desde marzo de 1976 hasta septiembre de 1977. Yo pedí a todo el mundo que hiciese lo posible para lograr su libertad. Finalmente el Premio Nobel de Literatura Heinrich Böll le envió un telegrama a Videla”.
Antonio Di Benedetto sufrió cuatro simulacros de fusilamiento y numerosos golpes. Sin poder escribir, porque le rompían todos los papeles, encontró entonces un ardid: “Me mandaba cartas donde me decía: ‘Anoche tuve un sueño muy lindo, voy a contártelo’. Y transcribía el texto del cuento con letra microscópica (había que leerla con lupa). Después esos cuentos se editaron bajo el título de Absurdos. Con el anticipo que le dio el editor viajó a Europa, dio algunas vueltas y se instaló en España”.
Alrededor de este libro surgen algunas cuestiones de interés. Primero, el hecho de que casi todos estos relatos fueron escritos en un absoluto encierro, al igual que Zama, su novela más conocida (aunque el de Zama haya sido un encierro voluntario). Segundo, que los sujetos de estos relatos sufren situaciones angustiantes de invasión y peligro en espacios reducidos, o, incapaces de conjurar la antigua culpa que los aniquila, están condenados a la trashumancia. Tercero y último, la mayoría de estas ficciones se desenvuelven en un tiempo improbable, desdibujado, indefinido, pero siempre inactual.
Así, como su nombre lo indica, “Tríptico zoo-botánico con rasgos de improbable erudición” (otro de los textos que componen este volumen) es una composición elaborada al modo de los trípticos pictóricos. Conjuga elementos tomados de la zoología, la botánica y la historia universal para dar cuenta, finalmente, de la absoluta diversidad de las Américas (la del Norte, la Central y la del Sur), sólo hermanadas por el sentimiento común del desarraigo. El primero de los trípticos, “Vizcachas”, relata la historia del aventurero irlandés Ryan O’Hara, que –”desarraigado allá y acá”– llega a Buenos Aires rodeado de una leyenda tan quimérica como imprecisa que lo asocia con Búfalo Bill, los pieles rojas y la quimera del oro en América del Norte. Devenido estanciero, O’Hara pretende recrear suleyendo de un continente a otro: persigue “con saña exterminadora” a los indios y termina asesinado por sus subordinados.
El segundo de los trípticos, “Sargazos”, toma el nombre de las algas marinas que se extienden como una especie de pradera en el océano Atlántico, a la altura de América Central, en lo que se conoce como el Mar de los Sargazos. Al principio del relato, el narrador se presenta como una figura zoomórfica signada por el desplazamiento, por una locomoción incesante que evade el agua estancada y se lanza a la inmensidad oceánica. Las ideas naturalistas de Aristóteles, el filósofo de origen griego Diodoro de Sicilia e incluso Platón son invocados por este narrador signado por la liquidez: así, la historia de la humanidad resulta un mero fluir, una migración intermitente que desemboca irremediablemente en América.
El último de los trípticos, “Conejos”, aborda la historia de una solterona de origen británico, Florence Taylor, “nacida con dos dones: el de los recuerdos y el de la maternidad”. Mientras que ejerce el primero sin prudencia, el segundo no tiene aparente aplicación. Lo singular de este relato fechado en Buenos Aires en el siglo XIX es que los recuerdos que acometen a miss Florence son recuerdos del futuro, hechos imaginados o tomados de diarios aún inexistentes o de libros apócrifos que trastruecan los límites de la realidad y la fantasía en aras de la realización de un sueño, que es también la construcción de un futuro: Florence Taylor recuerda/desea una Patagonia poblada y plagada de conejos.
De la conjunción de estos cuentos en el “Tríptico” total resulta una visión de América signada por la impronta zamaniana: migración, sujetos errantes y desarraigados, deudores de una historia antigua que les aniquila el presente y los condena a un anhelo sin futuro, porque lo que se anhela es lo ya ido.
Es así como “Felino de indias”, otro gran cuento del volumen, actualiza los procedimientos formales sobre los que Di Benedetto había construido “Caballo en el salitral” (sin duda, uno de sus relatos más conocidos), extremando las modalidades de lo arcaico inauguradas por Zama. En el plano narrativo, el campo de los personajes está monopolizado nuevamente por un animal, un gato, acompañado por un papagayo domesticado y parlante; juntos comparten la aventura de la supervivencia en tierras americanas luego de ser abandonados por el séquito de un mercader español recientemente fallecido. Las peripecias que sufren estos animales en su aventura por sobrevivir en la árida cordillera andina recrean –en el presente de la lectura y la escritura– el paisaje y la riqueza de la fauna y la flora de la región, pero también la inmediatez del tiempo de la colonia.
Lo arcaico, entonces, se problematiza a través de una escritura que controla rigurosamente el uso de ciertos vocablos de sabor antiguo, y en un diestro manejo del tiempo narrativo. Con todo, aun aquellas ficciones de neto corte policial como “Los reyunos” y “Cínico y ceniza” localizan su trama en pequeños pueblos o ciudades de provincia para luego evocar, a través del ejercicio de la memoria, un tiempo pretérito: el de la época colonial –el primero– o el de la niñez y juventud del protagonista –el segundo–.
Los sujetos de estas ficciones son arcaicos y discretos: héroes dotados de un espesor lingüístico real en su pasado, en su devenir y en su futuro. Al “bucear” en el fluir diacrónico de la lengua y construir la trama por medio de una rotunda problematización del tiempo histórico, Di Benedetto logra ensanchar y dialectizar de manera extrema el presente de la escritura.
En este sentido, “Aballay” es uno de sus relatos más logrados. Publicado por primera vez en Absurdos, este cuento extenso (veintisiete páginas) refiere la historia de un estilita ecuestre, un gaucho que, motivado por un sermón del cura del pueblo, inicia una vida de peregrinación ypurificación y se obliga a mantenerse montado a su caballo de por vida. “Esta noche, Aballay ha decidido despegarse de la tierra. (...) Está firme, a conciencia, en el trato consigo mismo de separarse del suelo y llevar su vida en penitencia. Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí, que lo vio matar al padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de aquella noche de alcohol. Pero él no podría quedarse quieto con su remordimiento. Él tiene que andar. Salirse (de un sitio en otro)”.
Aballay ha matado y es perseguido por la mirada del niño que dejó huérfano. Muy impresionado por un sermón donde el cura refiere cierta antigua costumbre de los estilitas –subían a las ruinas de los templos monumentales para aplicarse el rigor del castigo y alejarse de las tentaciones, y permanecían allí enfermos y hambrientos–, Aballay decide “hacer como los antiguos” y ser un penitente montado a su caballo. Así transita sin rumbo fijo por distintos pueblos del paisaje pampeano, conoce a mercaderes ambulantes y campesinos, se cruza con indígenas y “milicos” que intentan detenerlo por sospechoso de abigeato, y con el correr del tiempo y las distancias le “nacen famas de santo”.
Finalmente, como en el relato “El fin” de Jorge Luis Borges (donde la célebre muerte del negro del Martín Fierro es vengada siete años después por su hermano en un duelo con Fierro), Aballay es encontrado por el hijo del finado: “Siempre piensa en el gurí que le hincó la mirada. Pasan años. Un día se encuentra con esa mirada. Sabe que el niño, hecho hombre, viene a cobrarse”. El vengador lo enfrenta en un cañaveral, lo conmina a bajarse del caballo; como éste no lo hace, lo ataca con su facón. Aballay se defiende con una caña y sin querer hiere al joven, que al instante cae del caballo. Aballay “desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido (...) por su cuenta resuelve que en esta ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta” en el piso. “El instante de vacilación basta para que el vengador de abajo alce de punta el cuchillo y le abra el vientre”.
El cuento es incluido luego en la antología que Di Benedetto publica en España en el año 1981, con el título Caballo en el salitral. Y a modo de presentación, el volumen incluye tres cartas enviadas al autor y referidas específicamente a “Aballay”, por parte de Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Lainez y Julio Cortázar. Reproducimos un fragmento de la carta de este último: “En ‘Aballay’, esta presencia desde el pasado se da como un juego óptico alucinante: el personaje se sitúa en el tiempo mental y místico de los estilitas, y el autor en el tiempo del personaje, la pampa argentina del siglo diecinueve. Un pasado próximo se hunde así en otro pasado remoto; de ese juego de ecos temporales nace, creo, la intensa reverberación de “Aballay”, su caracol ahondando en el oído del lector, una interminable teoría de retrocesos; y la gran maravilla es que se retrocede hacia delante, hacia cada uno de nosotros mismos con nuestras culpas y con nuestras muertes, con la esperanza de un rescate que hace del gaucho Aballay uno de tantos argentinos de hoy, de ahora”.
Según Julio Cortázar, Di Benedetto pertenece a “esos raros y preciosos autores para quienes la imaginación se da, por decirlo así, hacia atrás en el tiempo, como Karen Blixen, como Isaak Dinesen, como para insinuar con el doble nombre esa metempsicosis al revés, esa instalación tan natural y perfecta en un tiempo dejado atrás por la historia y por la literatura”. El relato se construye sobre una dimensión temporal imprecisa, una época en la que perviven las costumbres de la vida rural propias del siglo XIX argentino, así como también de algunos pueblos actuales muy alejados de los centros urbanos. La ausencia –a lo largo de las primeras páginas del cuento– de cualquier dato que posibilite anclar el cuento en una época puntual permite la lectura de múltiples temporalidades. Además de evocar un tiempo mítico de luchas entre caudillos, de fundaciones y revueltas, la mención misma de Facundo suma perplejidad al texto: “De las quinchasvecinas brotan cantos, tempranamente entonados. Se nombra a Facundo, por una acción reciente. (¿Qué no es que lo había muerto, hace ya una pila de años?...).” Ya sea como hecho real o como memoria colectiva en la pervivencia de un mito, la mención de este caudillo difumina aún más la temporalidad del relato, ensanchando el presente de la escritura hacia un ayer perpetuo del que nunca se regresa. Porque ese ayer es el hoy que los evoca: el hoy de los caudillos, pero también el hoy de los penitentes cristianos y el de los errantes sin reposo.
La escritura se plantea entonces como un ejercicio de recuperación. Recuperación de costumbres y palabras (“malandanza”, “remezón”, “pértigo”, “casorio”, “pulpería”, “cimarrón”, “mayorala”, “porfía”, “parejero”, “charque”, “astroso”, etc.); recuperación de una figura (el gaucho/el penitente); y también recuperación de un paisaje: el paisaje del interior).
Si a fines de los ‘40 y principios de los ‘50, con la publicación de Mundo animal (1953) y El Pentágono (1955), Di Benedetto empieza poniendo en tensión ciertas pautas estéticas defendidas en Mendoza por la generación regionalista del ‘25, luego de la aparición de Zama (1956) se apropiará del paisaje y la lengua en un “regionalismo no regionalista” –en palabras de Beatriz Sarlo–, ajeno al pintoresquismo o folklorismo que solían caracterizarlo. La aparición sucesiva de los relatos de Grot (1957, reeditado en 1969 con el título Cuentos claros), de El cariño de los tontos (1961) y más tarde de Absurdos ponen así en escena un nuevo protagonismo: el de la región. Abstraídos los rasgos distintivos de los referentes geográficos que se actualizan en los relatos de estos volúmenes, esa región siempre reenvía a la “territorialidad zamaniana” (por llamarla de alguna forma), una territorialidad que implica antes que nada una “desterritorialización” de la lengua (vehicular y referencial), como señalan Deleuze y Guattari a propósito de Kafka y las literaturas menores, y una “reterritorialización” arcaizante en espacios olvidados de cualquier metrópoli. Y es aquí donde la “territorialidad zamaniana” y el concepto de “zona” de Juan José Saer parecen cruzarse.
Ya en “El escritor argentino y la tradición”, Borges reivindicaba el derecho de todo escritor a apropiarse de la cultura universal. Por otro lado, el Modernismo, al romper las fronteras de la comarca e intentar situarse, como deseaba Darío, en una posición moderna, actual y a la par de las metrópolis, ya había desquiciado al regionalismo latinoamericano. La llamada “transculturación narrativa” (son palabras de Angel Rama) operada en la literatura hispanoamericana a partir de la segunda mitad del siglo XX estaría dando cuenta también de esta nueva manera de enfrentar “lo regional” desde una perspectiva “no regional”.
Si pensar en la “zona saeriana” conlleva necesariamente señalar un anclaje en un específico ámbito geográfico, pensar en la “territorialidad zamaniana” implica más que nada reflexionar sobre la construcción de una poética de la “antirreferencialidad” marcada básicamente por la errancia de sentidos y sujetos. En una de las primeras lecturas críticas realizadas sobre la narrativa de Juan José Saer, María Teresa Gramuglio postulaba que esta poética se alejaba del regionalismo tradicionalista al centrarse en la constitución de una “zona” definida, básicamente, por cuatro rasgos esenciales: la remisión a Santa Fe y sus alrededores como anclaje de la invención de un espacio imaginario; el descentramiento en el sistema literario argentino de Buenos Aires como centro geográfico; su vinculación específica con la tradición de la fundación literaria de espacios; y, finalmente, la configuración de un mundo narrativo como “reservorio de experiencias y recuerdos” que sería “el núcleo productivo de los materiales literarios y uno de los elementos formales que confieren unidad (unidad de lugar) al conjunto de los textos”. Salvo la insistencia en el primer rasgo, los demás ya están en mayor o menor medida presentes en lanarrativa de Antonio Di Benedetto, y suman argumentos al esfuerzo de Saer por revalorizarlo o “reinventarlo”, como se quiera.
Mientras la poética o la “zona” de Saer se fundamenta en un intento por recuperar ciertas pérdidas sufridas en instancias de pasaje –pasaje de la región al mundo, del lugar natal al que los textos denominan extranjero, del hoy al ayer de la escritura, del referente a ese objeto que siempre se escapa y acaso diga muy poco de “la” realidad–, la “territorialidad zamaniana” se fundamenta más bien como un intento por restaurar el tránsito, el pasaje mismo. En pocas palabras: el derrotero de Aballay.
Signada por sujetos errantes, innominados las más de las veces, que se desplazan por razones absurdas en espacios reducidos o abiertos –lo mismo da, porque siempre son vividos como asfixiantes–, la escritura de Di Benedetto se presenta como un intento por recuperar el tiempo en estado puro. Y ese ejercicio de recuperación sólo puede practicarse observando las huellas que el tiempo y el espacio dejan en la lengua, como las cicatrices imborrables de una rebelión imposible.
Jimena Néspolo es autora de Ejercicios de pudor (Adriana Hildalgo, 2004), un ensayo y biografía intelectual sobre Antonio Di Benedetto y su obra.