Ultimo round
POR TOMAS ABRAHAM
Plata quemada era una novela sin pretensiones pedagógicas. No tenía incursiones teóricas ni guiños convencionales. Ni Arlt ni Macedonio ni Gombrowicz. No descansaba en las espaldas de próceres literarios. Era una sencilla historia policial que Piglia exhumó de recortes periodísticos olvidados. Un asalto, una huida, una masacre. Aparentemente sin moraleja. Una muestra de fortaleza. Piglia quiere hacer gala de su talento de narrador llano. No es ni Respiración artificial ni La ciudad ausente, sus personajes no son intelectuales ni escritores, son ladrones y criminales. No tenía nada de ficción, era una historia real ficcionalizada, a la manera de una literatura hecha por periodistas. Se toma un acontecimiento público y se lo marina en salsa literaria. Como las biografías no autorizadas o las novelas históricas. En este caso un legajo de los archivos policiales. Piglia mantiene los nombres propios y las circunstancias reales y les da un tratamiento novelístico. Obtiene un premio y se filma la película.
Hasta ahora no pasa nada relevante, la novela discurre con normalidad y, de no ser Piglia el autor, habría deambulado sin mayor pena ni gloria, si no fuera por su pluma y firma. Lo relevante es lo que pasó después. Piglia creó un mundo barroco que se lo comió, un barroco monstruoso. Si el barroco se define –así lo señala Aira en su libro sobre Copi– por su estructura de “matrioshka”, muñecas rusas unas dentro de otras, Piglia entra en un laberinto en que transmuta su identidad ontológica y se convierte en reo de la ficción. Pero, a diferencia de sus relatos en los que él mismo se hace personaje con su mismo nombre, o de otros relatos en los que entran y salen apellidos ilustres, esta vez el relato lo escribe otro. Es soñado por la justicia. Lo que le ha ocurrido no sólo es una aventura que ni él mismo hubiera imaginado para reforzar su currículum sino que, además, tiene efectos didácticos y teóricos de alcance magistral.
Todo este anuncio de cartelera es para contar la historia de uno de los personajes de la novela Plata quemada, que salió del libro, se encarnó en alguien real y le hizo una demanda por un millón de dólares o pesos convertibles. Es Blanca Rosa Galeano, la novia del jefe de la banda que hace uso de sus derechos de persona real para defender su intimidad, buen nombre y honor. Piglia se defiende reivindicando el status de ficción de la novela y del personaje. Lo hace con la misma intensidad que tuvo en el transcurso de su publicación, entrevistas, promoción y presentación pública, en las que había defendido la densidad veraz, auténtica y real de la historia.
Esta historia judicial interroga aspectos nucleares de la filosofía y el arte. No quiero entrar en detalles acerca del modo en que me llegó una tarde mientras esperaba turno en el consultorio de mi acupunturista en la calle Bonpland esquina Gorriti. El legajo de color gris con las palabras Galeano vs. Piglia olvidado por un señor demasiado relajado por el efecto de las agujas marcó mi destino de ensayista. No hago más que cumplir con el mandato que me depara el azar. ¿Qué es lo real? ¿Qué es la ficción? ¿Qué es lo público? ¿Qué es lo privado? ¿Qué identidad teórica corresponde a los géneros literarios? ¿A qué llamar ensayo? ¿Qué es una novela?
Piglia siempre defendió la pertinencia y el interés de introducir debates de ideas en sus novelas. También teorizó sobre la composición ficcional del poder y del entramado narrativo de las voces de las clases dominantes. Pero esta vez la cosa adquirió un peso agregado, un millón de pesos. Se metió la ley; en este asunto de críticos literarios y semiólogos irrumpen los juristas y, por si fuera poco, los personajes. Hasta el mismo Pirandello se hubiera espantado. La demanda que entabla Blanca Rosa Galeano tiene la siguiente carátula: por daños y perjuicios, por violación al derecho a la intimidad, honor, privacidad, daño moral y usurpación de nombre.
B.R. Galeano acusa a Piglia de ejercer un uso abusivo e imprudente de su derecho a la creación literaria. En el relato la presenta con su verdaderonombre y apellido –al igual que al resto de los personajes –, como una mujer de vida fácil, pervertida, inmoral, drogadicta. Ella ha visto así afectada su intimidad, honor, reputación, ocasionándole esto un profundo dolor, una gran turbación, vergüenza y humillación. B.R. Galeano, que había estado casada con el jefe de la banda, Carlos Alberto Mereles, contrajo matrimonio luego de su muerte con Oscar Romero, del que tuvo un hijo, hermanastro del que ya había tenido en la cárcel como fruto de la unión con Mereles.
La demanda que presenta su abogada, la doctora Claudia Verónica do Vale, extrae su fuerza argumental de los aires de la escolástica medieval y del discurso jurídico moderno. Sostiene que el nombre es un atributo de la personalidad. Es, además, un derecho personalísimo y un símbolo de la familia. Las lesiones al nombre se identifican con las lesiones a la persona de la cual el nombre es un elemento. Por eso un escritor no puede denominar a sus personajes con el nombre de personas conocidas, o, en este caso, sacadas de la realidad, para avergonzarlas o mortificarlas. Así, se ha establecido que constituye una usurpación dar el apellido del demandante a un caballo de carrera, o en una obra literaria a un personaje grotesco e irónico.
El codemandado Piglia ha hecho uso de mi nombre y apellido en forma lesiva, dañosa y denigrante, ya que ha permitido que se me compare con el personaje artístico de vida ligera, grotesco, adicto, pervertido, etc., y poco serio de un libro.
Nada menguaba al éxito del libro, agrega, si se hubiera utilizado cualquier nombre o alguno de fantasía de manera de evitar perjuicios innecesarios. Sepa V.E. que mi vida transcurría normalmente hasta que fue alterada por la obra literaria en cuestión, en la que se devela un episodio trágico de mi pasado, desagradable, pues consistía en errores propios de la juventud. La novela de Piglia remite a una historia ocurrida hacía más de 30 años.
La abogada de la demandante remite a una jurisprudencia sentada por algunas leyes extranjeras que invocan un “derecho al olvido” y que ha sido esgrimido en el juicio de Carlos Saúl Menem contra la editorial Perfil en 1998.
Sepa usted V.E. que era tan sólo una niña de quince años nada más cuando conocí a C.A. Mereles, del cual me enamoré perdidamente, sin saber quién era en realidad, pero cuando lo supe, ya era tarde. Inmediatamente después nos fuimos a vivir juntos, me llenaba de regalos, en fin, él me hizo ilusionar. (...)
Pide una indemnización que no sea ínfima porque, de ser así, como lo señala un tal Cifuentes, el uso espurio de la vida ajena se convierte en lucrativo y se fomenta la industria del escándalo. Dice padecer traumas psíquicos que le producen insomnio. Presenta un peritaje psiquiátrico que diagnostica un 20 por ciento de incapacidad. Quiere procesar a Piglia por injurias y calumnias. Afirma estar atravesando una profunda crisis matrimonial que podría desembocar en un divorcio. Su vida sexual marital se ha visto dañada.
Aun cuando el dinero sea un factor muy inadecuado de reparación, puede procurar algunas satisfacciones de orden moral. El dinero es un medio de obtener contentamiento, goces y distracciones para restablecer el equilibrio en los goces extrapatrimoniales.
Añade que nunca se drogó ni tuvo una vida ligera o libertina.
Solicita la suma de 300 mil pesos por violación al derecho a la intimidad, honor y privacidad. Por daño psíquico, 200 mil. Y por daño moral, 500 mil pesos. Pide además la no publicación de la sentencia o, en su defecto, se lo haga sin mencionar los nombres de las partes.
Ricardo Piglia contesta la demanda. La defensa de Piglia –el doctor José María Monner Sans–, expresada como se debe en primera persona, comienza por una serie de negativas. Niega que en algún momento o en alguna parte el nombre de la autora aparezca en un tramo de la obra. Niega que elpersonaje Blanca Rosa Galeano sea copia fiel o tenga algo que ver con la persona física real llamada Blanca Rosa Galeano. Niega haber tomado un tren a Bolivia y haberse encontrado allí con la accionante. Y, además, niega que esté prohibido utilizar parte (no se entiende el “parte”, ya que los nombres han aparecido completos en la novela) de los nombres reales en la literatura de ficción. Niega también que no se pueda rememorar la realidad mediante el acto recreativo de ficción y que la novela no sea necesariamente una historia real, aun cuando fuera escrita a partir de hechos reales.
Sr. Juez: Toda la obra, todo cuanto está allí escrito y publicado, incluida su contratapa, es novela. También, por cierto, es novela cuando en la contratapa y en su epílogo se afirma que es una historia real. Lo que debería haber agregado Piglia es el aspecto promocional, las entrevistas, su relato sobre los orígenes del libro, sus escritos periodísticos sobre la misma novela, la fundamentación de la historia, su verosimilitud, todo, dice ahora, es ficción. Todo era antes realidad. Extraña historia en que el personaje de Piglia, el de las entrevistas, que creíamos “real”, es ahora “de ficción”. La persona real y pública se ficcionaliza sin previo aviso del mismo modo en que lo hacen sus propios personajes. (...)
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La demanda entablada en 1999 por Blanca Rosa Galeano por aquella cifra descomunal produjo una fuerte depresión en el ánimo de Piglia, que se ensombrecía aún más al ver la acción ineficiente de su abogado y la indiferencia de la editorial, que se desligaba de toda responsabilidad respecto de la trama de la obra y de las consecuencias legales que concitaba.
Al verlo así, Graciela Speranza, con el consejo de su marido, también escritor, supuso que una buena oportunidad para levantar el espíritu de Piglia era que se juntara con Aira. César un día le había dicho que Piglia era una buena persona y que tenía algunas tesis sobre la literatura argentina bastante interesantes.
Piglia, herido en su orgullo y en su narcisismo secundario, sangrando por donde más le dolía, el ya no cautivar más con su aire malevo, aceptó finalmente la invitación y se juntaron en el bar de Rivera Indarte y Rivadavia en el que Aira escribe cada mañana. Lo primero que le llamó la atención a Richard –así lo llamaba Graciela– fue la vestimenta con la que llegó César diez minutos más tarde de la hora de la reunión. Un jogging marrón bastante espantoso con dos rayas, ni siquiera tres, a los costados del pantalón de fibra sintética brillante. “Seguro venís del gimnasio”, dijo Graciela a modo de informal presentación. El apretón de manos fue frío y distante. Piglia miraba hacia la entrada del café como si esperara a alguien que lo sacara de ahí. Después de palabras vanas, y de una amabilidad de Aira que distendió el ambiente –le dijo que su historieta de la literatura argentina en la edición de Cascioli era una obra de gran belleza, elogio extraño, pero bienintencionado–, Piglia expresó un tibio agradecimiento acompañado por un esbozo de sonrisa. Aira lo miró con una cierta consternación. “¿Qué te pasa?”, le preguntó Graciela. Aira pidió perdón y fue al baño. Lo esperaron un poco inquietos. ¿Le había pasado algo raro a él, que ya era bastante raro? “Supongo que volverá –dijo Ricardo–, me imagino que no habrá una puertita del señor López en el fondo.” Así fue y César se sentó y le dijo ansioso: “¿Me permitirías hacerte una pregunta? ¿De dónde sacaste la sonrisa seria?”. Piglia al principio no respondió, pero luego agregó: “La verdad es que tengo mis razones. No sé si es sonrisa, pero es serio. ¿Querés que te cuente una historia? Tiene que ver con la sonrisa”.
Una vez que Piglia le hubo relatado sus sinsabores por el juicio, Aira quedó pensativo. Finalmente le dijo que lo mejor era que se corriera delrol de delincuente moral en el que lo querían poner y que asumiera una autoridad académica y artística que fascinara al juez.
Piglia le dijo que había iniciado esa estrategia, pero que temía no lograr resultados positivos. Aira le pidió detalles. Piglia le contó que en su alegato le explicó al juez que un escritor escribe vidas posibles y que esas vidas muchas veces se basan en personas reales y en hechos reales de los que se infieren conductas imaginarias. Y que el arte de la literatura así concebido le había servido desde siempre a la sociedad para experimentar, en la ficción, dilemas morales que sirvan de ejemplo y de lección para no repetir errores. “Dije al juez que la poesía, la novela, el teatro, son instrumentos conjeturales para realizar catarsis y enfrentar lo oscuro de las conductas incomprensibles.” Contó que citó a diestra y siniestra, mencionó a Freud, Dante, Cervantes, Shakespeare, Tolstoi, hasta García Márquez... “¿Para qué tuviste que mencionar a ese inepto?”, interrumpió Aira. Piglia quedó perplejo y Graciela, al ver que se incomodaba, le pidió a César que lo dejara seguir.
García Márquez, Saramago, Norman Mailer, Marguerite Yourcenar... “¡Ah, eso ya es demasiado. ¡Esa ballena culta, noooooo!”, teatralizó Aira, pero se rió, y Piglia pudo continuar recordando que en su defensa él decía al magistrado que toda la literatura universal está plagada de ejemplos en los que se repite el procedimiento por el cual era demandado, y que todos esos grandes artistas también deberían ser convocados por los tribunales argentinos si se sentara el precedente de condenar a un escritor de ficción a quien se le había ocurrido imaginar la vida posible de una mujer que se vinculó con hombres y colaboró con ellos para producir actos terribles. Mencionó a Aristóteles en la edición de 1957 de D.W. Lucas de la Universidad de Oxford, a Susana Reiz de Rivarola, que escribió sobre el tema en el volumen III de la edición de la Pontificia Universidad Católica del Perú, que recorrió nuestra historia literaria nacional desde Sarmiento, Mármol, hasta Sabato... “A propósito de Sabato –quiso interrumpir Aira antes de que Graciela le pidiera un poco de consideración ante la angustia de Piglia–... Justamente a propósito de la angustia de Sabato...”, siguió, pero Piglia, obcecado con su lista, dijo: “Eduardo Gutiérrez”, y luego Borges, Schwob, hasta él mismo, se citó a sí mismo ante el silencioso juez cuando le recordó que en su relato Nombre falso el personaje central es Roberto Arlt, quien aparece cometiendo un plagio y un robo. Y el otro personaje central de esa novela corta, “un personaje bastante detestable, antipático, torpe e inmoral, se llama Ricardo Piglia y tiene todos mis rasgos...”.
César le dijo que le parecía que la estrategia de la defensa no era mala, pero sí incompleta. Por un lado, no le parecía mal que le diera una clase de literatura al juez para mostrar que la historia le daba la razón. Pero estimaba que el punto de vista historicista podía parecerle al juez de un relativismo sospechoso. Debía añadirle un punto de vista sistemático, es decir, un análisis sincrónico que cruzara en diagonal la diacronía anteriormente expuesta.
Graciela Speranza sonrió. Sentía que había tomado una buena decisión. No sólo había podido juntar a los dos principales escritores argentinos, disueltos antiguos rencores, sino que Aira estaba ayudando a su amigo, y lo hacía con las armas de la semiología y de la crítica literaria, la más actual de todas.
“Vos tenés que decirle que tu libro Respiración artificial opone las voces heterodoxas a la doxa hegemónica que imperaba durante el Proceso. Que era una rama literaria contra el Estado burocrático autoritario. Además tenés que insistir en los aspectos diegéticos que se dan en el nivel autorreferencial con sus correspondientes reduplicaciones. ¿No ves cuánto te pueden servir las isotopías semánticas y la iteración de los rasgos sémicos? Si el juez se llegara a dar cuenta del peso que tienen en la vida común los temas genéricos inherentes o aferentes, las normas dialectales y sociolectales, no sólo evitarás pagar esa suma sideral sino que vas apoder pedir resarcimiento. Si los semas los asociás con los lexemas y los vehiculizás por una figura actancial que forme parte de las isotopías, no habrá sintagma que aguante. Mirá, Ricardo, si algo te puedo decir, es que las diégesis épicas rompen con todos los actos miméticos y con todos los elementos axiológicos altamente reaccionarios. Qué querés que te diga... si encarás por este lado, la platita con la que se quedará tu Blanca Rosa Galeano, será toda platita quemada, je, je.”
El lector no puede imaginar cuánto había cambiado el clima en aquella mesita del café de Flores. Graciela estaba cruzada de brazos y miraba como una esfinge. Piglia tenía el mentón apoyado sobre sus manos juntas y Aira hablaba recostado sobre el respaldo de la silla. Pero, aunque parezca una broma, para Graciela ya había una esperanza, y una realidad. Un encuentro histórico. El autor del continuo, del procedimiento, de lo informe, aquel Aira del que ella hablaba en sus reseñas como poseedor de un saber de orígenes variados que buscan la heterología mediante la conversión de los saberes monológicos en futilidad... “Pero César... ¡lo que acabás de decir es mejor que Cage y Duchamp! ¡Es un ready made de lujos”
Aira sonrió, pero no con la sonrisa seria sino con la otra, a la que todavía no pudo ponerle nombre. Se despidió porque tenía que ir al gimnasio.
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