LIBROS DE PELíCULA
En breve cárcel
Al calor de Mar adentro, la película de Amenábar, se reeditan las Cartas desde el infierno de Ramón Sampedro, donde explica su búsqueda de la libertad a través de la muerte.
› Por Federico Kukso
”El día 23 de agosto de 1968 me fracturé el cuello al zambullirme en una playa y tocar con la cabeza la arena del fondo. Desde ese día soy una cabeza viva y un cuerpo muerto. Se podría decir que soy el espíritu parlante de un muerto.” El comienzo de un testimonio no podía ser más directo: una descripción certera y tortuosa de lo que vendría a llamarse el “momento bisagra” de una vida, el punto neurálgico de cualquier tragedia. En el caso del mecánico de barcos gallego Ramón Sampedro, aquel instante lo disparó –según sus palabras– hacia el infierno, al mundo de la quietud flagelante y del pensamiento sagaz como su único espacio abstracto e infinito de movimiento.
Desde entonces, y a lo largo de 28 años, Ramón Sampedro procuró una visa que lo expulsase de la cárcel de su cuerpo, del sinsentido de la inmovilidad; lo único que quería Ramón Sampedro era morir. “La vida es sólo vida racional mientras sea placentero y voluntario el hecho de vivirla. No hay acto más cruel que el de prohibirle a una persona el derecho a liberarse de sus sufrimientos, aunque lleve consigo ayudarle a morir”, decía.
En el calvario cotidiano que les toca vivir a los tetrapléjicos, hay quienes pasan el rato rezando, leyendo, pintando o mirando el techo. Ramón Sampedro, en cambio, se dedicó a escribir cartas. Y muchas, cada una cuidadosamente redactada a punta de varilla.
De una manera pletórica (pidió primero; exigió, después, su derecho a morir, pero sus familiares nunca lo complacieron), Ramón Sampedro terminó por convertirse en un cruzado del individualismo. Sin Tierra Santa que conquistar ni Papa al que responder, exigió la vigencia plena del ideal del hombre libre, como modelo ético a seguir: fue el primer español en pedir oficialmente la eutanasia (“buena muerte”) y encaró de frente al Estado (y a su parafernalia corporativa: iglesia, tribunales, medios) poniendo en ridículo “un inmaduro paternalismo protector de la vida”.
Su única defensa fue un libro-bayoneta, Cartas desde el infierno, publicado en 1996 y ahora reeditado al calor de la película ganadora del Oscar, Mar adentro, del director Alejandro Amenábar (que justamente prologa el libro), munido de cartas, poemas, cuentos y pensamientos sueltos que lo vuelven un reclamo sórdido del que se vale para explicar metódicamente en qué consiste “ser libre a través de la muerte” o “recuperar el equilibrio perdido”.
Ocurre que, en realidad, el libro es un gran razonamiento lógico en formato epistolar en el que Sampedro expone las proposiciones que sostienen su deseo último y extrae de ellas –sin caer en falacias o contradicciones– una conclusión simple: todo ser humano tiene el derecho a morir dignamente.
No importa tanto el destinatario de las cartas sino el registro escrito de una voz –detrás de una mente agitada y un cuerpo sereno– que ve su voluntad atropellada por los designios de un dios ajeno y las sentencias judiciales que derraman ecos no tan lejanos de autoritarismo e imposición moral (según el dogma católico, sólo Dios puede quitar la vida). Cartas desde el infierno es en ese sentido un emblema de la ruptura con el principio de autoridad y de la suspensión de la conciencia del esclavo, engranaje aceitado del que se aferra cualquier religión para imponer su dogma y doctrina.
Abatido por la indiferencia judicial, el 12 de enero de 1998 Ramón Sampedro murió en Boiro, La Coruña, tras ingerir cianuro facilitado por sus amigos. El cielo estaba despejado y Ramón Sampedro había escapado del infierno.