En materia de reconstrucciones en apariencia imposibles, el género de la novela histórica es pariente de la cirugía plástica: sin hilos pero con palabras y diálogos íntimos, cierra los vacíos dejados al paso por los hechos de la historia y devuelve la cuota de humanidad perdida a los protagonistas de sucesos cuyo destino fatal sería aterrizar en efemérides y almanaques perdidos. Algo así ocurre con las cruzadas y su época, muchas veces recordadas (erróneamente) más como episodios de liberación que como hitos de barbarie y muerte impulsados por el fanatismo religioso. Uno de los autores que a través de sus novelas le puso más ahínco a la desmitificación de este período histórico fue el inglés Alfred Duggan (1903-1964). Escritor interesante si los hay: meticuloso rayando el perfeccionismo en cada investigación histórica emprendida para el libro de turno; arqueólogo amateur durante las excavaciones de Estambul de 1930; escritor tardío pero prolífico (desde los 47 años hasta su muerte escribió 15 novelas históricas, casi una por año); y, además de todo eso, como si fuera poco, argentino de nacimiento gracias al nomadismo de sus padres (un argentino de origen irlandés y madre hija de diplomático estadounidense) que a los tres años lo llevaron de vuelta a tierras británicas.

La mayor crítica que se le hace a Duggan es su monotematismo: si bien sus novelas cubren la brecha histórica que va entre el siglo VII y el año 1280, lo que deslumbraba al inglés eran precisamente las cruzadas, no tanto como las contaban las enciclopedias y libros de historia sino más bien como procesos sin buenos ni malos, consecuencias no de una sino de varias causas, muchas veces contradictorias. De las siete que hubo, le puso más atención a la primera como bien relata en El conde Bohemundo. En él, Duggan (re)construye literalmente un mundo de dudosa heroicidad, plagado por el fanatismo religioso propio de la época medieval.

El protagonista, como el nombre del libro lo indica, es el normando Bohemundo, un gigantesco y rubio fortachón de indefinida sexualidad y comparado por sus súbditos con generales de la talla de Alejandro Magno. La primera parte del libro está dedicada a narrar la meteórica formación militar de este segundón de la nobleza en base a degollamientos, luchas con su hermano, conquistas, saqueos y violaciones varias. Pero lo interesante viene después: cuando la figura del papa Urbano II cobra más fuerza –el año es 1095– e impele al (supuesto) mundo civilizado a “liberar” Tierra Santa de los infieles (léase musulmanes) luego de 400 años de ocupación, con la promesa de lavar los pecados y otorgar tierras a todo aquel que se agregue a la expedición. Ahí Bohemundo se pone a la cabeza de un ejército de cien mil hombres, desafía al milenario imperio bizantino y no descansa hasta conquistar la ciudad siria de Antioquía, punto crucial en el camino hacia Jerusalén.

Si bien El conde Bohemundo no le llega a los talones al Yo, Claudio de Robert Graves, Duggan construye el verosímil aceptablemente y recompone –a partir de pinceladas ficticias– los códigos y modismos casi invisibles del mundo medieval. Más allá de las detalladas descripciones de la vida cotidiana de los cruzados (narra los dolores de estómago, diarreas y vómitos de los soldados, por ejemplo) y tácticas de batalla, lo que sorprende en la última obra de Duggan es la anacrónica actualidad del tamiz ideológico que impulsó tanta locura y muerte (Jerusalén finalmente cayó el 15 de julio de 1099 en manos de los cruzados, quienes masacraron a 80 mil judíos, musulmanes, mujeres y niños): el hipócrita ocultamiento de los verdaderos intereses (en este caso el afán expansionista de la Iglesia Católica y el inicio del ascenso del papado romano como institución de dominio universal) en nombre de la libertad.