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Domingo, 19 de junio de 2005

NOTA DE TAPA

El hombre que hacía llover

Juan José Saer murió la semana pasada dejando una de las obras más consolidadas de la literatura argentina. Escritores y críticos le rinden homenaje con diversos abordajes a un universo narrativo que se expandió por cuentos, novelas, poesías y ensayos y que deslumbró a varias generaciones de lectores.

POR CARLOS GAMERRO

¿Qué se puede decir de Juan José Saer, que era hasta hace unos días el más grande escritor argentino viviente, y ahora está muerto? ¿Pasamos, simplemente, al que sigue? Difícil, porque Saer no era apenas el primero de una lista, cuyo nombre al tacharse deja lugar al siguiente. Era otra cosa: un gran escritor, último representante de un modelo del que tendremos que prescindir, al menos por algún tiempo. Queda la constelación de estrellas de variada intensidad, la hermandad de iguales construyendo entre todos eso que se llama una literatura y que los grandes escritores hacen solitos. Pobre consuelo. La literatura se resigna a la democracia cuando no le queda más remedio, pero lo suyo es el culto del héroe.

Saer no alcanzó ese lugar fácilmente, y su fama de escritor difícil se acrecentó porque quienes lo lanzaron –la academia, inicialmente– promovieron, de entrada, sus textos más inaccesibles. A mí, en la facultad, me enchufaron El limonero real, que me pareció un bodrio insoportable. También me ligué, en el mismo combo, La mayor, otro de sus textos que me hace bostezar hasta la dislocación de mandíbula. Por suerte más adelante un amigo salvador me pasó Glosa, y después yo solito llegué a los sucesivos deslumbramientos de El entenado, Lo imborrable, Palo y hueso y, sobre todo, Cicatrices, la mejor (en mi modesta opinión) novela del autor y una de las mejores –y más conmovedoras– de nuestra literatura.

Poniéndome más objetivo (más en profesor de literatura que en lector apasionado, digamos), dos cosas creo necesario decir sobre Juan José Saer; la primera, que es el escritor argentino que llegó más lejos en eso que antes habían hecho Balzac, Joyce, Faulkner, Onetti: crear un mundo propio, localizado en lo geográfico y móvil en el tiempo, que se continúa de novela en novela, poblado de personajes que volvemos a encontrar, una y otra vez y en distintos momentos de sus vidas, como si las páginas de su obra fueran las calles de la ciudad donde vivimos (una ciudad de provincia, claro, donde uno puede encontrarse con la misma gente a cada rato, pero no un pueblo, en que uno se los encuentra fatalmente todos los días). Y el hecho de que fuera un escritor contemporáneo hacía que ellos crecieran o envejecieran con nosotros, acompañándonos. Ahora, ya está. Queda una novela, la que dejó terminada antes de morir. Y después, otro universo se nos ha cerrado.

La otra es señalar lo peculiar de la matriz de su escritura. A primera vista, combinar la vastedad épica de locaciones, de historias, y de subjetividades plasmadas en sucesivos monólogos interiores o avasallantes narraciones orales, propias de la literatura de Faulkner, con la pulsión de la minucia y el preciosismo artificioso del objetivismo francés, parecía una empresa insensata, por imposible o por inútil. Saer la convirtió en fórmula de su escritura y así recreó la hazaña de Faulkner: la de un escritor de provincias, regionalista por colocación y por su elección de temas y ambiente, que adopta una escritura de vanguardia y crea desde los márgenes una literatura moderna. Un escritor de provincias que logra ocupar el centro de la escena sin pasar (ni él ni su obra) por Buenos Aires ya es toda una revolución en nuestra siempre tan unitaria literatura.

Los escritores pueden proponerse abarcar el universo entero, y aun cuando lo logren, en el recuerdo siempre terminamos asociándolos a alguna de sus provincias: un lugar geográfico, un momento del día o del año, cierta clase de personajes. Haroldo Conti es, sobre todo, una serie de lugares imborrables: el Delta, la Costanera sur y la costa uruguaya; Borges está en Palermo y la hora del ocaso; Quiroga, en la selva misionera. Juan José Saer está asociado, por supuesto, al litoral santafesino, al norte de la provincia, ya más Chaco que Pampa: el río, las islas, las inundaciones y los calores de sus veranos, que provocan menos malestar físico que asombro metafísico. Y sobre todo la lluvia, la lluvia de invierno, que no para de caer, hora tras hora y día tras día, que parece que va a seguir para siempre. En Cicatrices, en El taximetrista, en Palo y hueso, en Lo imborrable, fundamentalmente, llueve. No estoy diciendo que cuando leo a Saer me gustan sus descripciones de la lluvia. (No son, por otra parte, sartas de palabras sobre la lluvia: son palabras convertidas en gotas, que mojan a quien las lee.) Estoy diciendo, más bien, que cada vez que llueve, siento que estoy en una novela de Saer. No puedo ver llover (si estoy adentro de un auto, sobre todo) sin ver, pensar, sentir con sus palabras, sin convertirme, en suma, en uno de sus personajes. Escribiendo con mi amigo Rubén Mira el guión de El taximetrista, que Sergio Renán filmará un día de estos y Saer ya nunca llegará a ver, una vez, tratando de dar el tono justo para una indicación escénica, no supe poner más que “es un saereano día de lluvia”. La frase en sí no es memorable, hasta puede resultar fea –un guión después de todo es una serie de instrucciones, no una pieza literaria–, pero yo sentí que por una vez había alcanzado la precisión absoluta.

Hacer llover, en las novelas de Saer, es también una manera de hacer pasar el tiempo, y ésta es otra de las cosas que el autor, como su maestro Proust, nos enseña: a sentir el tiempo. El ritmo de sus frases, su tempo básico, tiene la paciencia de la lluvia continua y lenta. Uno de los momentos inolvidables, en mi vida de lector, fue aquel en que llegué al final de la primera parte de Cicatrices, el momento en que Angel se encuentra con su doble: “Cualquiera hubiese sido su círculo, el espacio a él destinado a través del cual su conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería tanto del mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no podía alzar a la llovizna de mayo más que una cara empavorecida, llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza”.

Saer fue, entre tantas otras cosas, el escritor capaz de mantener una frase como ésta en el aire hasta dejarnos sin aliento (mientras el suyo sigue fluyendo, seguro y sereno); como esos equilibristas que todo el tiempo nos hacen creer que están a punto de caerse, y que llegan al final de su recorrido con una reverencia tan elegante y canchera que entendemos que los momentos de zozobra fueron apenas actuados, para que no nos perdiéramos, en plena contemplación de la belleza, de la emoción del riesgo. Y fue también, claro, el escritor que sabía hacer llover como nadie en la literatura. Y nada. Es muy triste que se haya muerto.

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Juan José Saer (1937 - 2005)
 
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