Milan Kundera vuelve al ensayo después de un largo camino de novelista célebre y polémico. Mantiene intactas la fe en la novela y la capacidad de irritarse, y aprovecha para dejar sentados algunos principios inamovibles.
› Por Claudio Zeiger
El telón
Ensayo en siete partes
Milan Kundera
Tusquets
202 páginas
La palabra “telón” está asociada a fin. Termina la obra, cae el telón. Luego el telón se levanta y los actores saludan. Y este sentido de final y despedida no debe ser ajeno a las intenciones de Milan Kundera (quien ya había titulado a otras obras La despedida y Los testamentos traicionados). Pero resulta que telón (rideau en francés, lengua en la que desde hace años escribe Kundera) adquiere además la característica de algo que debe o puede ser rasgado. Hay que rasgar el telón como se rasga un velo, una cortina que no permite ver sino parcialmente, como un prejuicio, un preconcepto.
La alusión al telón como fin (toque melodramático que Kundera no está dispuesto a ahorrarnos) viene asociado entonces a una noción de falsa ideología o preinterpretación que debe ser quitada del medio para ver mejor, para hacer más nítida la existencia. ¿Y qué garantiza la mirada más lúcida, cuál es la herramienta propicia para mirar el mundo desde la perspectiva más abarcadora posible, como la que se tendría del paisaje desde un mirador elevado? Los lectores de Kundera podrían contestar a coro ya mismo y sin pestañear: ¡La novela! La que puede llegar al “alma de las cosas”, la que no debe rendirle cuentas a ninguna otra disciplina o discurso. En El telón, libro ameno y errático si los hay (ameno por errático, errático por fluido y memorioso) hay una nueva y encendida defensa de la novela por parte de Kundera, y ya se sabe que en su caso se está defendiendo mucho más que un género literario o un asunto literario. Defender la novela, en este contexto, es defender una moral, una filosofía, una estética, una posición ante la historia del mundo.
Uno de los aspectos más interesantes de El telón, precisamente, es la defensa de lo que Kundera llama una moral de lo esencial. Vale la pena citarlo extensamente:
“Cada novelista, empezando por sí mismo, debería eliminar todo lo que es secundario, clamar para sí y para los demás la moral de lo esencial. Pero no sólo los autores, los centenares, miles de autores, están también los investigadores, el ejército de investigadores, quienes, guiados por una moral opuesta, acumulan todo lo que pueden encontrar para abarcar el Todo, objetivo supremo. El Todo, o sea, un montón de borradores, de párrafos tachados, de capítulos rechazados por el autor y publicados por los investigadores en ediciones llamadas ‘críticas’ con el pérfido nombre de ‘variantes’, lo cual quiere decir, si las palabras tienen todavía algún sentido, que todo lo que el autor ha escrito es válido por igual, y por igual ha sido aprobado por él. La moral de lo esencial ha dejado lugar a la moral del archivo”.
Consecuentemente, todos los ensayos de El telón apuntan más a la reivindicación de las obras que a la tarea crítica alrededor de ellas, posición que en Francia ha traído polémica a raíz de la aparición del libro, sobre todo cuando hacia el final Kundera afirma que “la historia del arte es perecedera. La palabrería del arte es eterna” (y teniendo en cuenta que al final del primer ensayo había afirmado que “lo que quedará un día de Europa no es su historia repetitiva, que, en sí misma, no representa valor alguno. Lo único que tiene alguna posibilidad de quedar es la historia de las artes”).
Kundera defiende a los autores (Cervantes, Rabelais, Fielding, Sterne, Flaubert, Kafka, Broch, Musil, en primera línea) y a la novela con vehemencia. Se tira contra lo lírico (expresión de la emoción subjetiva en la obra) y está a favor de la impersonalidad. Cree que el arte de la novela progresa pero que los valores del arte son bastante inconmovibles. Y cree, obviamente, que la palabrería del arte será eterna. Y se defiendea sí mismo a través de la defensa de la novela que contiene y trabaja con ideas (la llama “la novela que piensa”), aunque considera que una novela no piensa de la misma forma que lo hace la filosofía. Y más allá de compartirse o no muchas de las aseveraciones que hace Kundera, no puede sino compartirse su gusto y su pasión por la literatura y su creencia en ella, no como una fe sino en un sentido existencial, absoluto, el de una vida absolutamente atravesada por, envuelta en la pasión literaria. Es la pasión que suele encontrarse en los ensayos de escritores: la pasión de Vargas Llosa por Madame Bovary o la de Octavio Paz por Sor Juana Inés de la Cruz o los poetas románticos.
Hay momentos en que uno puede dejarse arrastrar por las corrientes de este libro sin saber muy bien hacia dónde va Kundera. Finalmente, lo que más interesa y atrapa es seguir el mapa de las lecturas de un escritor que por un lado lee tan libremente como cualquiera pero por otro intenta no perder las líneas de fuerza de la literatura mundial. Así, sorprenden gratamente las referencias contemporáneas a García Márquez, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier o Ernesto Sabato, y también una mirada “checa” sobre el polaco Gombrowicz, que tanto se nos había argentinizado.
El gran novelista checo está de regreso con sus obsesiones, sus rezongos, sus ensayos, sus lecturas, sus manías y sus lecciones. Kundera se plantea en El telón problemas viejos y problemas aún vigentes de la narración, la poesía, el teatro, las adaptaciones de las novelas por el cine. Ha leído mucho y bien y a veces ha cedido a cierta ortodoxia o al mal humor que le genera la modernidad. Mucho de esto palpita en las páginas de El telón, que no cae todavía pero, mientras tanto, ha sufrido algunas rasgaduras en su tela.
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