Domingo, 17 de julio de 2005 | Hoy
Un atractivo ensayo sobre el siempre atractivo Groussac.
Paul Groussac.
Un estratega intelectual
Paula Bruno
Fondo de Cultura Económica
264 páginas
La historia y la literatura han colaborado por igual para que, cuando se habla de la argentinísima Generación del ‘80, nos imaginemos a un conjunto de intelectuales subordinados al campo político: si en éste hubo personalidades sin par que hicieron un trabajo hercúleo, y que por lo tanto merecen ser identificadas individualmente, en el campo intelectual la imagen dominante es la de un colectivo que tan sólo acompañó la acción política “como corresponde”. ¿Hasta dónde esto fue así en la realidad? Esa diferenciación y jerarquización, ¿se corrobora si se analiza el período en cuestión desde la trayectoria de un destacado intelectual? Sobre este planteo, Paula Bruno diseña su opción: colocar en el centro del escenario a Paul Groussac, un francés que llegó a la Argentina en 1866 con apenas 18 años, sin conocer el idioma, sin ningún título universitario bajo el brazo, sin familiares ni amistades en la gran aldea, pero que cinco años después, al publicar su primer artículo literario, dedicado al poeta José de Espronceda, llamó la atención del poder político, que lo vio como la pluma de la modernización, indispensable para un país que empezaba a organizarse como tal y que se autocriticaba por demás su “atraso” respecto de las naciones más importantes de la época. El tucumano Nicolás Avellaneda, ministro de Educación del entonces presidente Sarmiento, quiere conocerlo y de inmediato le ofrece cátedras en el Colegio Nacional de su querida Tucumán. Hagamos memoria: después de Sarmiento, en el sillón de Rivadavia se sienta Avellaneda, entre 1874 y 1880; y otro tucumano, Julio A. Roca, lo hace entre 1880 y 1886... En esos quince años, Groussac no pierde una sola oportunidad y se muestra como un excelente administrador de todas las posibilidades que el poder político pone en sus manos: ejerce la docencia y el periodismo, escribe novelas, participa del Congreso Pedagógico Nacional, regresa con gloria a su querido París para codearse con (entre otros) Victor Hugo, polemiza con todo el que se le pone a tiro y se convierte, en 1885, en director de la Biblioteca Nacional, cargo que conservó por ¡44 años! hasta su muerte en 1929. Convengamos que con ese “prontuario”, ya la elección de Bruno está perfectamente justificada.
Ahora, la pregunta clave es si Groussac representa un proyecto intelectual consensuado y autónomo de la política o sólo sabe cómo aprovechar las situaciones que le depara el destino para sobrevivir cada vez mejor. La documentación analizada y la reconstrucción de época que realiza la investigadora le sirven como argumentos para sostener que “ciertas ideas y acciones del personaje permiten tipificarlo como un estratega intelectual, en la medida en que sistemáticamente diseñó y ejecutó diversas operaciones destinadas a modificar la dinámica de la esfera cultural en la que estuvo inmerso”.
Pero como algunas de esas operaciones no tienen otro objetivo que mejorar su posicionamiento y su fama –la creación, administración y cierre de la revista La Biblioteca sería un buen ejemplo–, Bruno no puede ser tajante a la hora de responder los interrogantes que dieron origen a su trabajo. Y aquí, aunque suene paradójico, es probable que germine la mayor virtud de este libro si, tiempo mediante, reabre discusiones y alienta a pensar investigaciones semejantes sobre intelectuales argentinos. Porque el natural acento francés de Groussac fue determinante de su autonomía respecto de nuestros políticos, al mismo tiempo que los seducía.
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