Domingo, 17 de julio de 2005 | Hoy
Teorías de la cultura en un mapa conocido.
Por Norberto Cambiasso
Teoría de la cultura.
Un mapa de la cuestión.
Gerhart Schröder, Helga Breuninger (compiladores)
Fondo de Cultura Económica.
192 páginas.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el concepto de cultura pareció detentar una evidencia tal que se plantaba orgulloso desde el título mismo de aquellos textos que aspiraban a dilucidarlo. Baste pensar –en una selección incompleta pero no del todo azarosa– en las Notas hacia una definición de la cultura de T. S. Eliot, en Sobre el carácter afirmativo de la cultura de Herbert Marcuse, en Cultura y Sociedad de Raymond Williams o en el clásico de Clement Greenberg Arte y Cultura que guió a varias generaciones de críticos y artistas por las proezas laberínticas del modernismo. No es el caso de esta serie de conferencias sobre tan huidiza noción que organizó la Universidad de Stuttgart en el lustro que va de 1996 al 2001. La similitud es engañosa porque la traducción castellana oculta un dato fundamental: que el título alemán está en plural y reza Teorías de la cultura contemporáneas.
Plural que delata cierta perplejidad que rápidamente se vuelve incomodidad. Por un lado, la conciencia ineluctable de que debemos abandonar cualquier concepción universal de la cultura, a riesgo de recaer en un eurocentrismo ligado a cierta voluntad imperial. Un punto que hace explícito Edward Said en su contribución a este volumen. Por el otro, la asunción demasiado apresurada de este nuevo relativismo que elude las definiciones tajantes para refugiarse en los lugares comunes.
El tono general del libro lo da la conferencia introductoria de Gadamer, una comparación poco convincente entre conversación y música que concluye con la admonición –no por meritoria menos perogrullesca– de que aprendamos a convivir más allá de nuestras diferencias culturales. La conversación se convierte en monólogo con el correr de los artículos, incapaces de cualquier generalización que arranque a los conferencistas de los límites estrechos de sus respectivas disciplinas.
La repugnancia visceral de Stephen Greenblatt ante los “males” complementarios del cientificismo y el historicismo lo lleva a postular que “la historia no existe en algún lugar fuera de la mente y sus fantasmas”. A partir del análisis de un film de Kieslowski, el omnipresente Zizek asume sin ruborizarse la función que cumple la producción de fantasmas, en el sentido psicoanalítico del término, como escudo protector del personaje ante la realidad. Lorraine Daston la emprende contra la comunidad científica y cuestiona la objetividad basada en conceptos y razones. Esta retirada hacia la noche de la intuición donde todos los gatos son pardos se completa con la desconfianza radical de Norbert Bolz por la gran teoría y su reemplazo por las más remunerables tareas de asesoramiento y legitimación de las decisiones de políticos y empresarios.
A excepción del interesante texto del egiptólogo Jan Assman y del ya mencionado de Said, el resto naufraga en el elenco estable de la posmodernidad: el fin de la historia, la crisis de los grandes relatos, el relativismo a ultranza, la pérdida de toda objetividad y la extinción de la idea de progreso.
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