RAMíREZ
Revolucionario devenido escritor, Sergio Ramírez aborda la ficción sin olvidarse de la política, ni de su conflictuado país ni del vate Rubén Darío, en una novela donde las imágenes (de cadáveres) valen tanto como las palabras.
POR JUAN PABLO BERTAZZA
Mil y una muertes
Sergio Ramírez
Alfaguara
351 páginas
En la Argentina, a partir de las primeras décadas del siglo XX, el escritor empezó a tener la posibilidad de ser un profesional de la literatura. Así, el campo literario argentino comenzó a cobrar autonomía con respecto a otras dimensiones como la política, el derecho y la medicina. Las diferencias saltaban a la vista. La generación del 900 (Roberto Payró es un claro ejemplo) aspiraba a profesionalizarse (gracias a los diarios, la universidad, los teatros) mientras que los miembros de la generación del ’80 escribían durante el tiempo libre que les dejaban sus cargos políticos. Las influencias de un proceso tal, que pautó el surgimiento de escritores que querían escribir con exclusividad, genera –aún hoy– que la figura del nicaragüense Sergio Ramírez se tiña de cierta extrañeza, además de resultar muy difícil buscar paralelismos con algún representante contemporáneo del ambiente literario en nuestro país.
Efectivamente, la trayectoria de Sergio Ramírez no hace sino desbaratar la oposición que se da en la Argentina entre funcionario político con aficiones literarias y escritor profesional: sus intensas participaciones políticas y una nutrida serie de reconocimientos literarios se fueron encajando a la manera de un rompecabezas. Graduado en Derecho y miembro de la llamada “generación de la autonomía” (que formó a varios de los líderes fundadores del frente sandinista), ganador de una beca como escritor residente en Berlín; elegido en 1984 vicepresidente del gobierno nicaragüense por el Frente Sandinista de Liberación, cargo al que renunció posteriormente, y autor de la novela Castigo divino, merecedora del premio internacional Dashiell Hammett, y de Margarita, está linda la mar, con la que se adjudicó el premio Alfaguara 1998, este hombre bidimensional vuelve con Mil y una muertes.
Y, qué coincidencia, la nueva novela de Sergio Ramírez se adecua perfectamente a lo que es su autor. En sus páginas, la política y la literatura están en continua tensión, no hay ningún tipo de relación jerárquica: no se puede decir que se trata de una novela histórica, pero –por otro lado– resulta absolutamente inútil leerla sin tener en cuenta el contexto social y político al que se hace referencia. La novela, siguiendo este eje en el que se entrecruzan política y ficción, está dividida también por dos partes: Camera obscura y Camera lúcida. Los títulos son bastante elocuentes porque en la primera parte del libro se ingresa a un mundo polifónico, repleto de títulos, subtítulos, epígrafes como el de Chopin asegurando que lo peor es nacer, y fotografías. Y es en la segunda parte cuando se entiende que esa aparente polifonía es un engaño: son las tretas de un narrador que toma prestadas voces a su antojo. El primer préstamo que adeuda es el del estilo ampuloso de Rubén Darío. Ramírez pone en práctica, a partir de una supuesta crónica firmada por el autor de Azul, lo que se conoce como pastiche, es decir, una forma elaborada a imagen y semejanza de otro escritor. En esa crónica, titulada El príncipe nómada, se menciona a quien será –al mismo tiempo, en uno de los interesantísimos juegos que propone la novela– objeto de búsqueda de Ramírez y protagonista de la historia: un misterioso fotógrafo que forma parte del séquito del archiduque Luis Salvador y que, como sabremos después, llega a Francia para vivir los avatares de la Europa decimonónica bajo la línea del emperador Napoleón III. Es autor además de fotografías de cadáveres (su obra maestra es la de Turgueniev), y se emborracha y enfiesta con el gran poeta Rubén Darío. Por su parte, el mismo personaje de Castellón funciona como excusa para que Sergio Ramírez (el político y el escritor) analice a sus anchas el intrincado mapa de la historia nicaragüense: las hondísimas contradicciones sobre las que se fundó su Estado nacional, las luchas políticas y pugnas internas entre liberales y conservadores, la promesa nunca cumplida de un canal interoceánico que soñara Napoleón III, la dicotomía sociocultural entre la Costa Caribe y el Pacífico de Nicaragua y los atrasos de un sistema criollista que aún tiene vigencia.
Así como en las mil y una noches de Scherazade la vida le ganaba tiempo a la muerte a partir de la seducción narrativa, Mil y una muertes pone en relieve el valor de las imágenes (aun la escritura de Ramírez parece tomar recursos fotográficos) para retratar las defunciones de un país castigado. En esas fotografías, tomadas por un hombre que es capaz de capturar, sin mosquearse, el retrato de su familia durante una tortura, parece haber encontrado Ramírez esa imposible neutralidad artística que soñaba Flaubert. Y lo hace anclado justo ahí, en los intersticios entre la política y la ficción.
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