MI PERSONAJE FAVORITO
Un escritor elige el personaje de la literatura que más le gusta
Por Anna Kazumi Stahl
Uno abre El sonido y la furia de William Faulkner y reabre el colapso estruendoso del Viejo Sur. La novela se hace eco de los gemidos de muerte y en esa sinfonía encarna la única redención en la figura más opuesta a la cultura moribunda: es opuesta, porque es mujer, y porque es negra; la sirvienta Dilsey. Pero de ella, hoy, no hablaré como “personaje favorito”. La que me interesa hoy es una figura más pequeña –también alegórica y redentora– pero de manera oblicua.
El capítulo, narrado desde la conciencia de Quentin –uno de los hermanos de la familia Compson de Mississippi–, muestra al joven que busca realizar un acto máximo que le permitiría escapar de las estructuras de su tiempo. Para eso, dedica un día completo, controlado en cada detalle, a aquella meta sola. Sin embargo, en el medio surge una anomalía. Aparece una pequeña excepción (o apertura) que le lleva a Quentin a cambiar el rumbo, a perderse y a perder el tiempo (aunque sólo temporariamente). Es durante ese episodio breve que se deja de escuchar el tic tac implacable del reloj. Es cierto que luego, a Quentin le vuelven a capturar las estructuras de norma, las fatales. Pero está la excepción: la niña italiana. Quentin la encuentra en la panadería. Le da comida y busca su hogar (la niña podría llamarse entonces Nostalgia, pero no tiene nombre en el texto). El joven con intenciones de ser el salvador termina siendo arrestado por el hermano de la chiquita (que sí tiene nombre, y es uno muy romano, muy cesariano: Julio) por haberla “robado”, como si una hermana fuere una pertenencia, una propiedad privada.
El episodio con la niña objeto –calificada así por el hermano y los hombres de la ley– parece ser un intento fallido de parte de Quentin de rehacer el “salvataje” que no pudo lograr para su propia hermana, Caddy, que cayó en desgracia al “perderse” en la promiscuidad. (Es cuestión aparte si Caddy realmente “necesitaba” aquella ayuda fraternal, pues cayó pero cayó también sobre sus propios pies, siguió para adelante, y de manera capaz, como cualquier héroe común.)
La voz del padre y de la hermana resuenan en la cabeza del joven Quentin a lo largo del día narrado en el capítulo: el honor femenino (la virginidad, el buen nombre, la estabilidad en el hogar) es algo que inventó el hombre. No tiene importancia, salvo por lo que quiere el hombre hacer con ella. Quentin encuentra por accidente a la niña italiana, solitaria, pobre, “negra, amistosa, e inescrutable”. Le da comida, quiere dar con su casa, y enfrenta al final un hermano que la reclama como propia. En todos estos movimientos reconocemos la lógica del señor Compson padre, que la mente de Quentin repite como una letanía. Eso está claro. Entonces la pregunta interesante es otra: ¿qué con la niña? ¿La niña que supuestamente no es más que propiedad del otro, qué hace por su cuenta? Veamos: es una chiquita perdida, aparentemente sin lengua (eso luego se revela como una decisión propia, verdaderamente propia, de ella), es pobre y desplazada, fuera de su casa y lejos de su entorno. Es lo que es. Pero, como en el caso de Caddy –que es promiscua y queda sin casa, sin nombre, y sin “honor”– la pregunta más interesante o la que llevaría a algún descubrimiento nuevo, no es ¿qué es? sino, ¿qué hace?
La niña mira. Y no sólo mira, elige. Espera y elige. Tiene la moneda húmeda y sucia en la mano, y es suya la moneda, la entrega para comprar el pan elegido. La niña observa (con su mirada “negra e inescrutable y amistosa”) el accionar de los otros, y guarda su verdad para una ocasión que aun está por darse. ¿Víctima? Al contrario. Porque no se trata ni de víctima ni de lo opuesto, el victimario. Sino que –como la taza inclinada de Hume, como Saturno que esconde su luna fecunda, como el mago detrás de la cortina– la niña es un guiño: se la ve como ceguera, como incapacidad, como pérdida. Pero ella hace, cuando no la ves. O, a ver, fíjese de nuevo, a ver: ¿qué hace la niña?
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