Domingo, 20 de noviembre de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
Mujer romántica: dícese de una mujer que en el siglo XIX era ilustrada y estaba destinada al secreto (si quería escribir) y a leer a los hombres (si quería ser lectora). La mujer romántica no tiene mucho que ver con los boleros pero tampoco le es ajena una nueva sensibilidad. La mujer romántica, finalmente, es el título del ensayo de Graciela Batticuore, donde se reconstruye el fino universo de escritoras como Juana Manuela Gorriti, Juana Manso, Eduarda Mansilla y Mariquita Sánchez, en un mundo literario muy diferente al nuestro pero necesitado aún de ser explorado.
Por Gabriel D. Lerman
Que Graciela Batticuore haya investigado y escrito La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870 (Edhasa) evidencia un punto de llegada y a la vez de vista claramente distintos de la materia de su libro. Un proceso por el cual la literatura, la crítica y la historia cultural han complejizado un tiempo en que la mujer era puesta en un plano discreto, moderno y avanzado para la época, pero muy menor si lo vemos desde el siglo XXI. El punto de llegada es el lugar de esta autora contemporánea: Batticuore, como contrapunto de las mujeres que analiza, es doctora en Letras por la UBA, investigadora del Conicet y docente universitaria, y el libro que ahora publica mereció el primer premio en ensayo (2004) del Fondo Nacional de las Artes. Su punto de vista, las lentes con que aborda su tema, da cuenta de una inmersión lúcida en una amalgama donde historia, literatura y cultura abren el juego hasta desentrañar circuitos de lectura, sociabilidad y circulación del libro, el crucial y delicado pasaje de la lectura a la autoría femenina como experiencia problemática, la vigencia de antiguos prejuicios sobre el pudor y el honor de las mujeres, y el surgimiento de la escritora profesional. Una máxima de Juana Manuela Gorriti escrita en su diario íntimo podría ser reveladora, la llave de ingreso a ese clima de mediados del siglo XIX: “El honor de una escritora es doble, el honor de su conducta y el honor de su pluma”.
En La mujer romántica, Batticuore recorre el período 1830-1870 mientras revisa las primeras publicaciones destinadas y/o escritas por mujeres (La aljaba, La Argentina, El álbum de señoritas), donde la condena moral, la indiferencia o la injuria tildan a las escritoras alternativamente de “ignorantes”, “ambiciosas” y hasta de “machas”. La propia Gorriti, Mariquita Sánchez de Thompson, Eduarda Mansilla y Juana Manso son pensadas en relación con la mujer imaginada por los hombres y la mujer realmente existente, el anonimato, la seudonimia, los públicos restringidos, la reescritura permanente de las obras y la búsqueda de reconocimiento internacional como forma de legitimación.
Paradójicamente, en el primer capítulo Batticuore entra al siglo XIX por los hombres: acerca el plano a los jóvenes de la generación del ‘37 y a su ideal de mujer lectora, aliada y compañera romántica del hombre en el hogar y en la lucha política por las ideas republicanas. Un hogar cuya domesticidad expresa un refinamiento iluminista algo diferente, incluso contrapuesto a la mera división subalterna de tareas, y una escena pública de compromiso indestructible, trágico, en las batallas de la política facciosa. Ese ideal puede verse en Amalia, de José Mármol, donde el autor plasma el esplendor y el fracaso, el cielo despejado y los nubarrones de esa generación y ese matrimonio arquetípico deseado.
Tu libro toma elementos de crítica literaria pero se compone como una historia cultural. ¿Cómo lo caracterizás?
–Yo vengo de la literatura y tengo las herramientas, creo, de la crítica literaria, pero en los años de la investigación, y por procesos de investigación previos, como que fui pisando más, sin darme cuenta al comienzo, dentro de lo que es el terreno de la historia. Me interesa pensar la literatura dentro de un entramado, con lo cual no desdeño en absoluto los elementos que me ofrece la crítica literaria. Sí me parece que hoy los trabajos que sólo piensan un objeto literario o el que fuere de una manera absoluta, sólo desde la literatura, me resultan un poco insuficientes. Lo que me interesaba a mí era ver los diálogos y los cruces entre las representaciones que pueden aportar las obras, esos imaginarios de época, y las prácticas, es decir, qué pasaba efectivamente, cuáles eran los intereses que hacían desatar esos imaginarios, cuáles eran las preocupaciones sociales.
Empezás el libro por los hombres de la generación del ‘37, y cómo son ellos los que dibujan o prescriben el lugar de la mujer.
–Bueno, está la mujer lectora imaginada y la real, y a veces concuerdan esas dos figuras, a veces quizá no tanto. Yo empiezo pensando, viendo cómo imaginan estos hombres, estos intelectuales, una mujer lectora, algo que aparece muchísimo en la narrativa. Ya sea en las novelas como en Amalia, en las ficciones como en los ensayos. O sea, es algo recurrente el tratar de imaginar a la lectora, a la lectora romántica como una aliada posible dentro del escenario político. Resultaba recurrente la preocupación acerca de si había que ilustrar o no a las mujeres, hasta dónde y cómo se enganchaba esto con el proyecto de nación, con las expectativas acerca de esa nación en formación y aun con las dificultades para llevarla a cabo. Y la piensan como una aliada casi insoslayable, la piensan como una interlocutora. Esa lectora que estos hombres se imaginan, es una lectora romántica, no una mujer sentimental sino una ilustrada, que puede dialogar con ellos de igual a igual en términos estéticos, literarios y también políticos. Una mujer que se representa casi de manera ideal en Amalia pero que también aparece en muchos de los discursos, de los ensayos que circulan en la prensa del exilio.
Es interesante cuando recurrís a investigaciones bibliotecológicas sobre estudios de mercado y localización de librerías, catálogos, títulos que circulan...
–Sí, los trabajos de Alejandro Parada la verdad que para mí fueron muy iluminadores. Hay varios investigadores hasta donde yo conozco, que hacen historia del libro, de la bibliotecología. Para mí fueron salvadores en un punto, porque la verdad es que él hace un trabajo de archivo fuerte, y a mí me simplificaba el acceso a una cantidad de materiales.
Hay un rastreo anterior a la emblemática librería de Marcos Sastre, que siempre aparece como una de las primeras librerías.
–Sí, a mí me interesó ver qué pasaba en los años ‘20. Parada tiene trabajos muy buenos sobre cuáles son las lecturas de los intelectuales, lo lee a través de la Gazeta de Buenos Aires, donde estudia y cataloga cuáles son los libros que se compran y se venden en el Buenos Aires de esa época, cuál es el circuito comercial, los sistemas de préstamos, y lo puse en comparación con otros escenarios culturales como Santiago de Chile, Montevideo. Cuando uno piensa en Argentina en el siglo XIX y en movimientos comerciales de libros y en la profesionalización del escritor, obviamente va a la década del ‘80. Ahora, la verdad que lo que no encontraba en esta época, que es posterior a la Revolución de Mayo, es justamente todo lo que abre la revolución y la sociabilidad estudiantil, los salones, los bares alrededor de la Universidad. Hay un trabajo de Pilar González donde ella hace hincapié en esa sociabilidad.
¿Cómo es el pasaje de la lectura a la autoría?
–Estos hombres que tanto piensan en la ilustración femenina, hasta dónde ilustrar a las mujeres, lo que piensa Alberdi o lo que piensa Sarmiento, casi nunca están pensando en una mujer escritora, en una mujer letrada. Sí intelectualmente formada para compartir esos ámbitos con los hombres, pero no escritora. Las escritoras van a venir de todos modos y de distintos modos a lo largo del siglo. Si pensamos en distintos modelos de escritora desde Mariquita Sánchez, que es una escritora bastante particular porque no es una autora en el sentido moderno del término, porque escribe pero no publica.
¿Y su libro sobre la Buenos Aires virreinal?
–Son unas memorias que ella escribe específicamente para una persona que es Santiago Estrada. Quizás uno podría pensar que es la excusa para poder escribir las memorias, legarle esa escritura a alguien, la idea de la escritura como legado y de que ella es una gran memorialista posible, porque sabe mucho y porque ha atravesado distintas etapas y ha convivido con distintos círculos intelectuales. Pero se publica recién en el siglo XX. En ningún momento ni lugar encontré la referencia de cuándo lo escribe, yo presumo que lo escribe más o menos para los años ‘60, cuando vuelve a Buenos Aires. El de Mariquita Sánchez es un modelo que a primera vista podría pensarla no como una escritora sino como un aspecto de lo que ella efectivamente fue: una gran anfitriona, una mujer de salón.
¿Cómo diferenciás entre autora y escritora?
–La noción de autoría es un concepto más moderno ligado a la publicación, que podríamos circunscribir desde fines del XVII, y que se afianza aún más en el marco del romanticismo, incluso en la Argentina, de donde surgen las primeras reivindicaciones de aspectos como el derecho de propiedad sobre una obra, que está muy relacionado con toda la cuestión del genio creador, la individualidad, el estilo del artista, y esa creencia de que un escritor tiene que tener originalidad, e incluso el derecho de poder tener ganancias. Miguel Cané, por ejemplo, en Juvenilia, dice “escribí este libro porque me lo pidieron mis amigos y me dijeron que estaba bien, y porque soy un hombre de letras. Publiqué este libro, no hubiera pensado en escribirlo sin publicarlo...” En cambio, la figura del escritor es la de alguien que escribe y no necesariamente publica, no necesariamente tiene un afán de ser leído por muchos. En el caso de Mariquita Sánchez, ella imagina un público acotado, un público recoleto para la lectura de sus textos: los amigos, los allegados a su casa, que por supuesto no es una casa cualquiera, de vida puramente doméstica, sino abierta a una elite.
¿Y los casos de Gorriti y Eduarda Mansilla?
–Gorriti, Mansilla y Manso son escritoras más enraizadas en el siglo XIX, que buscan escenarios diferentes y prueban diferentes tácticas para ser incorporadas a la escena cultural. A veces lo logran, otras no.
¿Por ejemplo?
–El caso de Juana Manso es bastante desolador en un punto, porque es alguien que no sabe tender buenas redes o no logra hacer buenas alianzas. Hace una pero con un tipo complicado o difícil para lograr la aceptación de todos que es Sarmiento, que es el único que la apoya con vehemencia. Manso es demasiado frontal para la época. Gorriti es todo lo contrario, es sutil, cuidadosa, evita las confrontaciones y si quiere defender, por ejemplo, la incorporación de las mujeres a la comunidad literaria no va a escribir un artículo diciéndolo sino que va a escribir una historia como Peregrinaciones de un alma triste, donde muestra cómo una mujer enferma se sana escapando a los cuidados intensivos y asfixiantes de la familia y recorriendo América latina. Y allí asocia la idea de la mujer con la patria. Es mucho más sagaz en el modo de hacer la apología de ciertas cosas en las que confía y de establecer alianzas.
¿Y el caso de Eduarda Mansilla?
–Con ella propongo esta idea de la escritora como intérprete cultural. Ella es una gran viajera, lo mismo que Gorriti, pero Gorriti es un viaje interior, es el viaje por América latina, mientras que Eduarda Mansilla es la viajera por Europa, Estados Unidos, interlocutora de los hombres del ‘80, y su estrategia tiene que ver con eso, es una escritora que busca ciertos padrinazgos internacionales o prestigiosos para validarse, por una parte, y por la otra apuesta también a un éxito hacia afuera, un éxito internacional. Creo que Eduarda Mansilla piensa mucho en Sarmiento cuando escribe. No es que compita, pero le resulta como muy desafiante poder desafiar a Sarmiento. Sarmiento escribe el Facundo, donde hace básicamente la crítica a la barbarie rosista, y ella se va a encargar en Pablo o la vida en las pampas de demostrar que del lado letrado, del lado de la civilización también hay mucha barbarie y que también la corrupción está instalada en ese ámbito y en la generación del ‘37.
Haciendo un balance del período, ¿te parece que llegamos al siglo XX con los mismos problemas?
–Me parece que los problemas no son los mismos. El otro día estaba leyendo las memorias de Manuel Gálvez, y hay un capítulo en el que habla de Delfina Bunge, que era su novia, su mujer, y contaba las vicisitudes en cuanto a las primeras cosas que ella quiere publicar y el premio que gana y él mismo decía lo raro que resultaba todo para una mujer. Bueno, él lo escribe a mediados del siglo XX pero está recordando las décadas del ‘10 y del ‘20. Ahora, ¿son los mismos problemas que tenía Mariquita Sánchez? Entre 1870 y 1900 se publican una cantidad importante de semanarios para mujeres donde escriben mujeres y hombres. Sin embargo, algunas tensiones se prolongan en el siglo XX. Virginia Woolf, cuando escribe Un cuarto propio, hace una reflexión acerca de cuáles son los condicionamientos de una mujer como Emily Dickinson cuando se ponía a escribir, y se pregunta de qué hablan las mujeres en sus novelas, en sus ensayos. Y entonces ella dice que hablan de problemáticas del siglo XIX, la problemática femenina, de la domesticidad, de los hijos, de la mujer que no puede o no debería escribir o no debería tener una pretensión literaria. Entonces imagina qué hubiera pasado si Shakespeare hubiera tenido una hermana. Virginia Woolf dice qué hubiera pasado. No la hubieran mandado a estudiar porque tenía que ir su hermano. Y ella dice que lo mejor que les puede pasar a las mujeres en el futuro, es que puedan escribir sobre asuntos que no tengan que ver con las mujeres.
En pleno siglo XX aparecen autoras legitimadas.
–En los últimos treinta, cuarenta, me parece que, en términos generales y sin hilar fino, efectivamente las mujeres no necesariamente tienen que escribir sobre asuntos de mujeres o no tienen que resignarse a prescripciones, como aquello que decía Gorriti: “no escribamos naturalismo, escribamos romanticismo”, o qué géneros son aceptables o no. En el siglo XIX no hay mujeres críticas. Es cierto que es un siglo en que la crítica se está perfilando, pero no hay. Si lo pensamos desde hoy podemos encontrar en la Argentina figuras fuertes como Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer y me olvido de otras. Y también historiadoras como Hilda Sábato.
¿A qué edad leíste Mujercitas?
–(Se ríe) ¿Por qué me preguntás eso? En mi primer libro le dediqué en los agradecimientos una paginita. Mujercitas para mí fue fundamental. Me encantaba, lo releí siete, ocho, nueve veces, y lo debo de haber leído cuando tenía alrededor de diez, doce años. Fue la lectura más entrañable de mi vida.
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