por Guillermo Saccomanno
Puede ser revelador considerar a un narrador también por la actividad periodística que desarrolla al margen de sus ficciones. En particular, cuando esta escritura al costado postula la relación entre sus objetivos teóricos y su práctica en la narrativa. En el caso de Claudio Zeiger (1964), sus intereses personales están, desde el vamos, planteados en la narrativa como programa. La preocupación de Zeiger por la ficción de los sesenta y setenta, los alcances y límites de realismo y compromiso, se refleja en la prolífica serie de artículos literarios y entrevistas a escritores publicados habitualmente en este suplemento. No hace mucho, a propósito de Conti, Zeiger señalaba que la literatura de ese tiempo “siempre estaba caliente, apurada”. Y también que “la necesidad de echar raíces y de aferrarse a la zona más personal e íntima de la experiencia fue la gran apuesta narrativa” de Haroldo Conti.
A propósito de su último libro, Tres deseos, Zeiger reflexionaba en Radarlibros sobre los riesgos de emplear la propia experiencia personal, qué hacer con la literatura y para qué sirve. En este punto, el libro “usado”, talismán devenido fetiche, tiene toda una trascendencia subterránea en Tres deseos. Carla, la protagonista del primer relato, en un puesto de Parque Centenario, vende una edición de Pessoa (la que aporta el epígrafe de Tres deseos) que, más tarde, en la historia de Julián, el universitario homosexual cerrará el circuito del libro y su historia. El periplo del libro “usado” puede, pues, ser leído en relación con un circuito de transferencia que trasciende el valor legal. En ese valor clandestino se cifra una confianza en el objeto literario que va más allá de lo inmediato, su prestigio coyuntural. A la vez, esa historia anterior, secreta, que contiene oculta el libro “usado”, metaforiza una experiencia de lectura anterior. Alrededor del circuito de lo ya “usado” (los sesenta, los setenta, sus ideas) se reformulan las preguntas sobre qué es y para qué sirve la lectura en contraposición a lo novedoso (la posmodernidad, los tics de vanguardia).
Chicas psicobolches, lúmpenes, homosexuales, la avenida Corrientes y sus boliches. Los personajes y los territorios de Zeiger, enteramente identificables, son, sin demagogia, los mismos que puede frecuentar ahora mismo el lector de este diario. No obstante, cero especulación. En todo caso, sinceridad brutal. Las sombras venerables de Arlt, Kordon y los narradores del sesenta y el setenta resignificados, sus lecciones puestas en escena hoy, proyectándose en el armado de estas historias que, con la mirada impiadosa de alguien más preocupado por sus personajes que por los tics retóricos de moda, constituye el deseo en sujeto y en historia.
Todo esto alcanza ya para recomendar la lectura de Tres deseos. Pero hay más. Nombre de guerra (1999), la ópera prima de Zeiger, reflexionaba sobre el dinero como cubierta de una elección sexual (y viceversa): una trama canallesca, en el sentido arltiano, sobre el funcionamiento de la ecuación sexo-dinero-poder que develaba, sin golpes bajos, comportamientos clandestinos del deseo y sus contradicciones de clase. Aquello que en Nombre de guerra era furia callejera, un tránsito sin sosiego por la ciudad, se proyecta ahora en Tres deseos con el pulso sereno y firme de una narración proveniente ya no de la desesperación sino de una convicción sobre el oficio de contar. Como tríptico, Tres deseos avanza más que en el tejido de tres historias, en la configuración de tres retratos. Carla, la joven que, al buscarse, encuentra su deseo; Julián, el estudiante homosexual que se desgarra entre el goce y la vergüenza (de clase); Alicia, la veterana que acoraza su deseo entre las coartadas de una izquierda vencida y la new age. Cada historia se conecta tangencial con otra y así, cada una, en un trayecto que replica la circulación de lo “usado”, completa a la anterior. Este tramado, se dirá, es una fórmula que se ha visto, últimamente, en mucho cine y también en la televisión. Agudo comentarista de televisión, Zeiger pareciera preguntarse, en Tres deseos, cuál es el equivalente literario de esa estructura tópica del relato audiovisual. Zeiger no ignora que la exasperación del costumbrismo televisivo pone en tensión hoy toda polémica sobre el realismo en literatura y por eso su obsesión lo lleva mucho más allá del costumbrismo. Tres deseos presenta una lectura pormenorizada de intimidades, un detallismo que enfrenta el lugar común para sostener las contradicciones de una clase que todavía se supone “media”.
Así, Zeiger se presenta ahora con una escritura que acentúa lo narrativo, “caliente, apurada”, que no suele abundar en un tiempo donde muchos narradores coquetean vacilantes entre la morosidad individualista y la experimentación de guiño académico.