Domingo, 11 de diciembre de 2005 | Hoy
MAURICE BéJART: "CARTAS A UN JOVEN BAILARíN"
La edición en español de las Cartas a un joven bailarín trae al centro de la pista la capacidad poética y la rica experiencia de uno de los coreógrafos más destacados del mundo.
Por Juan Pablo Bertazza
Cartas a un joven bailarín
Maurice Béjart
Libros del Zorzal
64 páginas
Además de confesar que solamente podría creer en un dios que supiera bailar, en La gaya ciencia Nietzsche ubicaba a la danza en un lugar muy particular: “Entre los santos y las prostitutas, entre Dios y el mundo, está la danza”. En definitiva, lo que le estaba atribuyendo a la capacidad de bailar era la ruptura de la dicotomía occidental entre cuerpo y alma. Lo cual sólo puede ser comprendido por aquellos que en las fiestas no calientan las sillas ni permanecen estáticos con la mirada perdida y una copa en la mano. Sólo quienes son capaces de hacer propio el vértigo del baile, entienden que en la pista se confunden tanto el cielo y la tierra como la carne y el espíritu.
La edición en español de las Cartas a un joven bailarín es una buena ocasión para reflexionar sobre estas virtudes de la danza y prestar nuestra sensibilidad a un artista ecléctico por naturaleza que, con la excusa de facilitarle las cosas a un discípulo, logró configurar una obra de gran calidad poética en la que vuelca, además, la rica experiencia de sus viajes, sus múltiples lecturas y los vastos conocimientos sobre la filosofía y las religiones orientales.
Las siete cartas que conforman el librito tienen un tono tan dulce como burlón, entre el Sócrates pedagógico y el paradójico Oscar Wilde, ya que Béjart además de su infatigable trabajo como bailarín y coreógrafo (fundó el Ballet de l’Etoile, el Ballet du XX siècle, que actualmente está celebrando sus cincuenta años de existencia y el Béjart Ballet Lausanne, uno de los más famosos del mundo), tuvo desde siempre la actitud de aquellos docentes que enseñan desde la marcha y con más preguntas que respuestas. Así lo expresa el mismo Béjart, nombrado Comandante de las Artes y las Letras por la embajada de Suiza, en la primera carta: “La danza cada mañana me hace preguntas y cuanto más avanzo menos sé”. La misma idea aparece en otra de sus cartas cuando cuenta la experiencia del encuentro con un maestro en la India (la región donde se encuentran todos los climas, todas las razas, todas las religiones, todas las culturas), quien le enseñó que su yoga era hacer la barra: “Haga entonces lo que llama barra por la belleza de la barra, sin pensar en la idea de progreso, pues sólo se progresa abandonando la idea de progreso”. La enseñanza entonces es un constante devenir. Justamente como la danza. Es que el bailarín es como Orfeo y su baile es como Eurídice. No se puede mirar para atrás. El que baila es un creador sin espejos retrovisores: si camina, su obra sigue en pie. Pero si se da vuelta para controlar algo, su baile (como Eurídice) finalmente se desvanece.
Así las cosas, Maurice le advierte a su alumno que, en la danza, hay que aprender a ser egoísta, ya que cada ser humano es el centro del mundo, y con más razón lo es el bailarín, quien, dondequiera que esté, siempre se encontrará en el centro del escenario. En una postura muy
nietzscheana también le habla de la verdadera libertad, que no consiste en esquivar las limitaciones sino en aprender a convivir con ellas, así como lo confirman las grandes obras de arte que fueron realizadas por encargo, tales como el techo de la Capilla Sixtina y las misas de Bach: “La disciplina resulta indispensable para encontrar al cabo de un camino de ascesis la verdadera libertad”.
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