Domingo, 26 de febrero de 2006 | Hoy
CLAUDIA PIñEIRO
El country empieza a ser uno de los nuevos escenarios del crimen: de los reales y los imaginarios.
Por Antonio Dal Masetto
Las viudas de los jueves
Claudia Piñeiro
Alfaguara
320 páginas
Un alambrado atado (valga la redundancia) con alambre. Más allá –fuera de foco–, el verde y los árboles de un parque. Esa es la imagen que ilustra la cubierta de la segunda novela de Claudia Piñeiro. En letras blancas, verticales, leemos: Premio Clarín de Novela 2005 (su primera novela, Tuya, llegó a ser finalista del Premio Planeta 2003). De algún modo, Las viudas de los jueves cuenta la historia de ese alambrado de la cubierta: estar adentro o afuera (del country), ésa es la cuestión.
La novela comienza con la voz de Virginia Guevara, contando qué fue lo que pasó en la noche del último jueves de septiembre del 2001. Su marido, Ronie, volvió, mucho más temprano de lo habitual, de su cena de los jueves con amigos del country donde viven. En una escena confusa (para Virginia), Ronie cae por una escalera: “Salí corriendo y me encontré con mi marido caído, con un hueso de la pierna saliendo a través de la carne, envuelto en sangre”. En casa de los Scaglia, donde se había celebrado aquella cena, tres hombres sin vida son hallados en el fondo de la pileta. Estas caídas (la de Ronie y los tres hundidos) no pueden ser explicadas sin narrar otro derrumbe: el del country (el del país), que no casualmente lleva en su nombre esta misma historia de caídas, Altos de la Cascada.
La descripción de la vida cotidiana dentro de La Cascada es tan minuciosa que amenaza con hacerse insoportable. Pero cuando la obsesión es también amena, la lectura se convierte en un morboso hacer correr las páginas. Cambiando de narrador en cada capítulo, la voz que narra no se deja odiar del todo, a pesar de lo que dice (una y otra vez: las miserias de la ostentación). Y las que narran son, casi siempre, mujeres. Mujeres de hombres con una misma y única obsesión: mejorar o mantener el nivel de vida, cueste lo que cueste. Y es la misma Virginia la encargada de mostrarnos La Cascada por dentro, puesto que es la agente inmobiliaria del country. Es, a la vez, una suerte de escritora falaz (lleva siempre una libretita roja, donde anota cada detalle de Los Altos, desde las virtudes de un terreno hasta las infidelidades de sus vecinos, con el fin de optimizar sus ventas al máximo). Sin embargo, Virginia resulta uno de los personajes más simpáticos (con Carla, una mujer golpeada). También hay mujeres que se preguntan cómo es posible que sigan ingresando judíos al country. Mujeres dispuestas a cambiar el nombre de sus hijos adoptados, por considerar que el que figura en el DNI es propio de gente pobre (cambia Ramona por Romina). La fiebre de la convertibilidad avanza en cada capítulo, y con cada nueva adquisición de algún vecino (un piso nuevo, un Alfa Romeo, un home theatre) se mencionan –como al pasar– distintos acontecimientos que van configurando una historia paralela. La Argentina de los ‘90: desde la asunción de un nuevo presidente a fines del ‘89 hasta los días de septiembre del 2001, donde (según Virginia) “abríamos las cartas con guantes de goma por temor a encontrarnos con un polvo blanco”. Y entre esas dos fechas aparecen (para desaparecer inmediatamente) las más recordadas vergüenzas y canalladas que hicieron del menemismo un icono de la hipocresía, el desenfreno y la estupidez.
Es que la verdadera caída de Las viudas de los jueves es la del menemismo. Y la verdadera muerte está siempre del otro lado del alambrado de La Cascada, donde se extiende una villa que los vecinos del country evitan mirar, aun cuando esté sólo a unos metros de sus casas. Pero, como en una película de suspenso (y el suspense cargado de humor es lo mejor de Piñeiro), la muerte entra al country. Y cuando la muerte está del lado deadentro, no importa quién sea el muerto (incluso puede tratarse del hijo del presidente); lo único que importa es el negocio. La transa. El dinero.
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