Dom 09.04.2006
libros

NOTA DE TAPA

Lilly & Dottie

Cuando se conocieron, Lillian Hellman y Dorothy Parker se detestaron inmediatamente. Pero, poco tiempo después, las dos escritoras entablaron una extrañísima amistad que las unió más allá de la muerte. Marion Meade, autora de What Fresh Hell Is This?, una biografía de Parker, reconstruye el tenso entramado emocional, legal y etílico que mantuvo unidas a ambas y a las cenizas de Dottie lejos de su tumba durante más de una década.

› Por Marion Meade

Durante un cóctel en Manhattan en 1931, a Dorothy Parker le encantó conocer en persona a un escritor cuya última novela había bombardeado de elogios. Era Dashiell Hammett. Según había dicho en una reseña de La llave de cristal publicada en el New Yorker, Hammett era tan norteamericano como “una escopeta de caño recortado”. Los cumplidos extáticos raras veces aparecían en su columna de crítica de libros. Parker había celebrado Cosecha roja y El halcón maltés, y al encontrarse inusitadamente con “mi héroe” en carne y hueso, le rindió homenaje poniéndose de rodillas ante él. Hammett respondió a este gesto de teatralidad wagneriana con una reacción muy adecuada: largó una carcajada. Todo esto le cayó pésimo a la novia de Dash. Y luego se quejó a los gritos porque él había permitido que una simple crítica literaria se arrodillara de un modo tan decadente (como si fuera posible detener a la Sra. Parker, que habitualmente no se arrodillaba ante nadie).

Es muy poco probable que Parker haya siquiera reparado en la amiga de Hammett, Lil Kober, ahora casada con Arthur Kober, guionista y alguna vez agente de prensa, una muchacha ambiciosa de 25 años sin ningún logro en su haber y que habitualmente vivía a la sombra de los hombres. A pesar de este comienzo tan poco auspicioso, Parker y Lillian Hellman se hicieron excelentes amigas. Su relación terminó siendo muy poco comparable a otras porque ocurrieron cosas más allá de la muerte que ni siquiera el guionista más descabellado del planeta podría haber imaginado. Cuando se vieron de nuevo, cuatro años después, todo había cambiado: la noviecita se había convertido en una entidad por derecho propio. Mujer sin ninguna prosapia, Lillian se divorció de Kober y recuperó su nombre de soltera después del éxito en Broadway con La hora de los niños, una pieza moralista acerca de dos maestras acusadas de emprender una relación lésbica. Aunque en ciertos ámbitos Lillian era más conocida como el modelo de la modernita Nora Charles, el personaje de la popular novela de Hammett, El hombre delgado. Es decir, Lillian se había convertido en el tipo de mujer que Dottie apreciaba, ya que ella era una persona con agallas que se había endurecido por las suyas.

Durante las siguientes tres décadas, Parker y Hellman disfrutaron muchísimo de su mutua compañía. Los doce años de diferencia que las separaba parecían no importar porque las dos, invariablemente, se divertían de lo mismo o encontraban ridículas las mismas cosas, aunque Parker era graciosa y Hellman no estaba a la altura de su ingenio filoso. Como dijo Hellman, fue “una muy buena relación. Creo que ella era tan entregada a mí como yo a ella”. Y así Parker expresó sus sentimientos en un ejemplar autografiado de The Portable Dorothy Parker (ahora propiedad del director Mike Nichols): “Para Miss Hellman - La más linda, la más rica, la más chic, la más atrevida, la más misteriosa, la de mejor cuna, la más sargentona, la más críptica, la más sorprendente, la más gloriosa, la más adorable, en resumen, para Miss Hellman (de Miss Parker)”.

Los años pasaban y Hellman y Parker se iban convirtiendo en leyendas. Hellman, que era una talentosa escritora de obras bien hechas, alcanzó dramas de primera línea con The Little Foxes (Parker le regaló el título), Watch on the Rhine, y, luego, The Autumn Garden y Toys in the Attic. Para algunos era el verdadero Ibsen norteamericano. Parker, por su parte, era querida por todos, su reputación de ser una de las personas más inteligentes del país descansaba en montañas de poesía, relatos, crítica de libros, guiones, a lo que se sumaban sus famosas salidas en la mesa del Hotel Algonquin de Nueva York, donde se reunía con sus amigos, citas citables que después todos repetían. Ambas fueron invitadas a trabajar en Hollywood, y ganaban veinticinco dólares por semana, un salario de lujo en los años de la Depresión. Fueron años dulces en las mansiones de Beverly Hills, de las quintas en las colinas de Pennsylvania, brillantes convertibles Packard y Picassos y Utrillos, el período en que Parker y Alan Campbell, su segundo esposo, recibieron junto a Robert Carson una nominación al Oscar de la Academia por el guión de Nace una estrella.

Resulta aún más interesante que la conexión entre estas dos divas literarias fuera más allá del afecto personal y los beneficios de una vida privilegida, ya que también compartían ideas de izquierda. Durante la década del ’30, por ejemplo, colaboraron en la organización del Screen Writers Guild, se unieron al Partido Comunista, y protestaron contra el fascismo apoyando a los republicanos en la Guerra Civil Española, todo a través de compromisos y mitines peligrosos que eventualmente condujeron a que integraran listas negras y en la década del ’50 tuvieran que enfrentar al Comité de Actividades Antinorteamericanas del senador McCarthy.

Lo que no compartieron fue el gusto por los hombres. Parker admiraba a Hammett como escritor, pero también le gustaba la persona de carne y hueso. Campbell, en cambio, siempre molestaba a Hellman. En público, Hellman decía que era “un hombre difícil de aguantar”, y en privado, que era “un maricón de mierda”, y lo evitaba toda vez que podía. (Hellman nunca volvió a casarse; la relación Parker-Campbell, con todas sus rarezas, pasó por todo, ida y vuelta desde el matrimonio al divorcio, y la separación y una vida, finalmente, de compañeros de cuarto.)

Campbell murió en 1963, a los cincuenta y nueve años, de una sobredosis de barbitúricos en la casa de West Hollywood que compartía con Parker. Aunque su muerte fue probablemente accidental, el informe del forense anotó que pudo haber sido suicidio. Fue un gran lío que Parker tomó con humor negro. Uno de sus vecinos, el escritor Peter Feibleman, escuchó cuando ella hablaba con una vecina que le preguntaba qué podía hacer por ella: “Conseguirme un nuevo marido”, dijo Parker con voz ronca. “¡Qué comentario desubicado!”, respondió su vecina. “Tenés razón, disculpame. ¿No irías hasta la esquina y me traés un sandwich de jamón y queso y pan de centeno? Y que no se olviden de ponerle mayonesa.”

Parker, automedicada con whisky escocés por casi un año, se mudó a Nueva York a comienzos de 1964 y vivió, por segunda vez, en el Hotel Volney, en la calle 74 East. Con el tiempo, su vida social empezó a recuperarse. Celebró sobria su cumpleaños número 73 en lo de Sid y Laura Perelman: levantó su copa para brindar con un invitado, el escritor y conductor radiotelevisivo Heywood Hale Broun. “¿Sabés qué es esto? Ginger ale. ¿No es un horror?”

Aunque su obra continuaba generando modestas regalías y ocasionales oportunidades para dramatizarlas, Parker no ganó mucho durante esos años. Como tantos otros escritores que luchan contra la edad y sus achaques (en su caso, problemas en la vista, artritis, el corazón), ella dependía de la Seguridad Social y de ocasionales contribuciones.

Extrañamente, una de las amigas que vio menos desde su regreso a la ciudad fue Hellman. La que no se daba por aludida, a pesar de que supiera que Parker vivía a pocas cuadras de su casa. Hellman era ahora una escritora célebre, dueña de una casa (y una casa en una ciudad de departamentos) en la calle 82 Este y de una magnífica residencia veraniega en la isla de Martha’s Vineyard. No siempre fue tan fiel como amiga, reconoció más tarde. Sus circunstancias, alguna vez más o menos equivalentes –dos escritoras de raza–, eran ahora distintas. La graciosa y adorable Dottie ahora era una molestia, transformada por la edad y la enfermedad, y porque le seguía gustando el alcohol. Parker seguía bebiendo “duro y parejo”, advertía Feibleman, el amigo de Hellman. “Lillian no lo aguantaba.”

Parker debía ordenar su vida. En febrero de 1965, Parker se encontró con Oscar Bernstien en el Volney para redactar su testamento. Que también fuera uno de los abogados de Hellman pudo haber sido una coincidencia; Parker conocía a su esposa, Rebecca, desde hacía años, y se sentía bien con él. El encuentro fue breve. El estado civil de Parker –viuda sin hijos– resultaba típico, pero esto no implicaba la ausencia absoluta de parientes. Y a ella le importaban mucho los hijos y nietos de su adorada hermana Helen. Sin embargo, parece que cambió de ideas, porque ninguno de estos parientes fue mencionado en su testamento de cuatro páginas. Bernstien le confió a su esposa que el legado extraordinario no le sorprendió; de hecho, dijo que “entendió todo completamente”.

* * *

Poco más de dos años después encontraron muerta a Parker en su departamento: un ataque al corazón. Lillian regresaba de la Unión Soviética, e inmediatamente se puso al mando de la situación, arreglando las cosas con la funeraria Campbell’s y el Crematorio de Ferncliff, en Hartsdale, Nueva York. Sorprendió a algunos amigos de Parker la noticia en la tapa del New York Times. Al día siguiente, a pesar del deseo expreso de Parker de que no se hiciera “ningún servicio funerario, formal o informal”, se hizo un velorio en Campbell’s.

El oficio de difuntos duró lo que le lleva a un automovilista pasar por una máquina lavaautos. Primero, un solo de violín de Bach. Luego vino la debida reverencia de Hellman a Parker como “una gran Lady” bien conocida por su “independencia de mente y espíritu”. Zero Mostel hizo algunos comentarios agrios acerca de cómo Parker no estaría allí si ella hubiera hecho las cosas a su modo. Luego, otra selección de violín, y eso fue todo. Hubo críticas. Sid Perelman se quejó de que el programa durara mucho. Si Dottie hubiera estado allí, se la habría pasado tamborileando los pies en un gesto de impaciencia. Otra de los presentes, Beatrice Ames, estaba segura de que Parker habría reaccionado “aullando” de haber visto el modo en que se portó Lilly.

Después se leyó el testamento de Parker. No sorprendió que dejara a Hellman como ejecutora literaria. Una astuta y enérgica mujer de negocios parecía la elección obvia para supervisar las cuentas. Quizá bajo la sospecha de que a Hellman no le hacía falta el dinero, aunque aún más porque creyera apasionadamente en la igualdad racial, Parker había decidido ubicar su nido, del tamaño de un gorrión, donde pudiera dar fruto. Toda su herencia, incluyendo derechos de autor y regalías, fue dejada al reverendo Martin Luther King Jr, hombre a quien no había conocido, pero al que admiraba locamente. Si King eventualmente moría, todo iría para la Naacp, el movimiento por los derechos civiles y la igualdad racial al frente del cual estaba el pastor afroamericano.

Hellman entró en el juego que más le gustaba. Hasta su muerte, fue la omnímoda albacea y ejecutora de los derechos de Parker. No le faltaron requerimientos. La Biblioteca del Congreso norteamericano en Washington, que es la biblioteca más grande del mundo, y la de la Universidad de Syracuse en el estado de Nueva York, pidieron la donación de los papeles póstumos de Parker. Algunas de las principales editoriales neoyorquinas, G.P. Putnam’s Sons, Charles Scribner’s Sons, Random House, Harper & Row, y Viking, querían encargar una biografía de Parker.

La correspondencia entre Hellman y sus abogados demuestra cuán rígidamente usó sus derechos sobre la obra de Parker. De hecho, su respuesta a prácticamente todos los pedidos fue “No”. Negó el derecho para que se estrenara una producción de Broadway con la actuación de Julie Harris y canciones de Cole Porter, aunque resulta difícil entender cuáles podrían haber sido sus razones. En el caso de los posibles biógrafos, alegó siempre que Parker se oponía a empresas de este tipo.

Con el tiempo, se hicieron más claras cuáles eran las verdaderas objeciones de Hellman a una biografía. Temía que un biógrafo intrépido, excavando en el pasado de Parker, descubriera las mentiras de Hellman acerca de su pasado, y eso era algo a lo que ella no quería arriesgarse para nada. Por un tiempo, triunfó gracias a esta estrategia, que hasta ahora siempre le había funcionado. Finalmente, las fabulaciones fueron descubiertas por los propios biógrafos de Hellman. Entre tanto, su autobiografía An Unfinished Woman fue un gran éxito, y en 1970 ganó el National Book Award, con lo que reparó en que las memorias eran lo suyo.

Técnicamente, el cargo de albacea finalizaba para Hellman cuando King murió y la Naacp se convirtió en propietaria de la herencia. Pero Hellman no quiso saber nada de tecnicismos, y empezó una batalla legal que acabó sólo en 1972 con un fallo de los tribunales contra Hellman. En una entrevista con el New York Times Book Review, Hellman todavía seguía con su latiguillo: “Una cosa es tener un sentimiento real a favor de los negros, pero esa sentimentalidad ciega por la Naacp, un grupo tan conservador que hasta muchos negros no le tienen el menor respeto, es otra. Seguro que estaba borracha cuando hizo eso”.

* * *

En el invierno de 1987, después de completar una biografía de Parker, yo estaba preparándome para entregar el manuscrito a mi editor, cuando hice un curioso descubrimiento. Fue una tarde, mientras conversaba por teléfono con O’Dwyer, el abogado de Hellman, que estaba sentado en su oficina en Wall Street. Le mencioné una cuenta pendiente: visitar la tumba de Parker en el cementerio de Ferncliff, en Hartsdale.

“Oh, no, ella no está allí”, me interrumpió O’Dwyer. “Obvio que está ahí”, me defendí. “No, no. Ahora mismo la estoy viendo.” Ocurrió algo cómico con las cenizas de Parker, me explicó. “Nadie las reclamó.” “¿Perdón?”, dije. “¿Nunca fue enterrada?”

Finalmente, los periódicos recordatorios que Ferncliff dirigía a Hellman acerca de los impuestos impagos fueron desoídos. A principios de los ’70, ya ningún albacea testamentario creía que ése fuera un problema suyo, y Hellman no tenía intención de cubrir los gastos por un lugar para una urna en Ferncliff. Por otra parte, temía un escándalo si el crematorio realmente cumplía con su amenaza de dispersar las cenizas. Por lo que se resolvió a aconsejarle al cementerio que embalara las cenizas, y se las enviara a sus abogados. Los que archivaron las cenizas con los demás papeles de Parker, y esperaron instrucciones. Nunca llegaron. Hellman murió en 1984.

Así que cuando O’Dwyer decía que estaba viendo en ese mismo momento a Parker, tenía razón. La caja que contenía las cenizas de Parker estaba en su oficina, a pocos metros de su escritorio. Cuando hablamos por teléfono, las cenizas ya habían estado allí por quince años, lo que no es tan raro como puede parecer. En un bufete con mucho trabajo, un paquete puede pasar mucho tiempo sin que nadie se ocupe de él. La caja y su inusual contenido habían sido olvidados, aunque no completamente, porque O’Dwyer se la habría mostrado una vez a su amigo, el escritor Malachy McCourt.

Hasta donde es posible saber, McCourt fue la única persona que ofreció su pésame a Parker durante el período que pasó archivada. Por supuesto, algo había que hacer. Cuando colgué, pensé en preguntarle a O’Dwyer por las cenizas y arreglar que Parker fuera enterrada junto a sus padres en el Cementerio Woodlawn, en el Bronx. Era un tema inusual para una biógrafa, pero las circunstancias eran inusuales. Antes de que pudiera proponerle el plan, O’Dwyer sin embargo organizó un encuentro en Algonquin para decidir el destino final de las cenizas. Vino gente de todas partes del país con todo tipo de sugerencias: arrojar las cenizas desde un aeroplano, mezclarlas con aceite y hacer con eso un cuadro, dejarlas en uno de los bares del Algonquin. Finalmente, fue el Dr. Benjamin Hooks, entonces director ejecutivo de la Naacp, quien insistió en que no se trivializara la vida de la escritora. Anunció que la Naacp construiría un parque de la memoria en su sede central de Baltimore. Como señaló Hooks: “Que una mujer blanca deje toda su herencia a la causa negra fue un gesto sin parangón. Puedo imaginar que muchos blancos alzaron sus cejas ante este gesto”.

* * *

El 20 de octubre de 1988 era un martes soleado y ventoso. Por la tarde, Hooks and Kurt Schmoke, el intendente de la ciudad, bajaron la urna hasta un compartimiento de ladrillos. El valor del jardín circular de pinos, diseñado por el decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Howard, alcanzó los 10 mil dólares.

Parker descansó finalmente luego de veintiún años, siete meses y trece días después de su muerte. Sus amigos no pudieron asistir, porque casi todos estaban muertos. Colectivamente, todos los que querían proteger la reputación de Parker –una familia numerosa de editores, parientes y abogados, así como un puñado de amigos devotos y admiradores (algunos extraordinariamente ricos)– fracasaron. Por displicencia, incomprensión, rencor, o lo que fuera, nadie asumió la responsibilidad de proveer uno de los elementos esenciales de la existencia: la tumba.

Existe la tentación de juzgar a Hellman como una pésima amiga, o algo peor que eso. Su conducta no fue accidental: siempre actuó en provecho propio, nunca en el de Parker, como tampoco en el de Hammett. Codiciosa y controladora, siempre quiso sacar provecho de las regalías de Parker, aunque ella tuviera mucho dinero propio y, cuando se descubrieron sus fraudes, le echó la culpa a Dottie. Retrospectivamente, la insensibilidad con la que dispuso de lo que pertenecía a su amiga resulta brutal. Pero, lo que es todavía más importante, al rehusarse a cooperar con los biógrafos logró, aunque sólo por un tiempo, desviar la atención de los críticos de la obra de Parker.

Algunas de las acciones de Hellman parecen indefendibles, pero puede haber una razón muy simple por detrás de ellas. Una vez que perdió su influencia sobre el destino de la herencia que dejó Parker, una vez que terminaron sus obligaciones legales, simplemente se lavó las manos, y pasó a otra cosa. ¿Quién puede censurarla? Los muertos, si exceptuamos a nuestra familia más cercana, son fáciles de olvidar, mucho más de lo que pensamos. La saga de Dottie y Lilly puede ser triste, pero también resulta cómica, o casi. Probablemente, la primera en reírse hubiera sido la misma Parker. Siempre se imaginó la vida ultraterrena como un paraíso bajo la forma de un hotel de lujo. Jamás se imaginó que ubicarse permanentemente le llevaría un viaje homérico de 21 años. Tampoco que tuviera que pasar quince años archivada en una oficina de Wall Street, el símbolo de todo lo que ella odiaba, para recién alcanzar el descanso eterno en Baltimore, otro lugar que no le gustaba, a poca distancia de una playa de estacionamiento (Parker no sabía manejar). Uno de sus poemas al estilo “Oh, matémonos de una buena vez”, terminaba con la bien educada exhortación: “Por favor, destínenme al infierno”.

Tendría que haber sido menos descuidada sobre lo que pedía.

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