Domingo, 16 de julio de 2006 | Hoy
DECLAN KIBERD: LA INVENCIóN DE IRLANDA
Un excelente ensayo explica cómo y por qué la cultura y la literatura irlandesas ocupan un lugar tan singular, con Joyce a la cabeza, con Yeats y Samuel Beckett entre sus figuras estelares. Un viaje a un universo mucho más cercano a América latina de lo que puede suponerse.
Por Carlos Gamerro
La invención de Irlanda
Declan Kiberd
Adriana Hidalgo
832 páginas
Entre fines del siglo XIX y principios del XX, y en el lapso de tres generaciones sucesivas, un pequeño país situado en las márgenes de Europa fue la cuna de uno de los mejores poetas del siglo (W. B. Yeats), de uno de los más grandes novelistas (James Joyce) y de su más genial dramaturgo (Samuel Beckett). Ni Inglaterra ni los Estados Unidos produjeron en ese lapso un novelista comparable a Joyce, un autor teatral parangonable con Beckett, y apenas en el campo de la poesía lograron crear a T. S. Eliot y superar a Irlanda: un país empobrecido, atrasado, cuya población había disminuido de ocho a cuatro millones en el lapso de cincuenta años, y que recién en 1920 pudo alcanzar la independencia.
Uno de los méritos del monumental La invención de Irlanda de Declan Kiberd es lograr explicar cómo todo esto pudo darse no a pesar de estas condiciones, sino justamente a causa de ellas: cómo el país colonizado que tenía cerradas todas las vías de acción política volcó sus energías al campo de la cultura; cómo pudo dotarse de una conciencia increada (como Joyce quería) mezclando y combinando lo católico y lo protestante; lo celta y lo anglosajón, la lengua nativa muerta y la lengua imperial impuesta, el presente intolerable, el pasado imaginado y el futuro inimaginable; para terminar, en el campo de la literatura al menos, invirtiendo la relación colonial, convirtiéndose en maestro de sus amos.
La lectura de Kiberd es minuciosa, omniabarcadora e intransigente, porque el imperio es hábil: enfrentado a la evidencia de que los menospreciados Paddys los habían aventajado, eligió borrar la diferencia, y absorber la cultura irlandesa como cultura inglesa. Un peligro siempre presente en todos los estudios sobre los autores irlandeses es la anglización (a manos de Inglaterra) o la universalización (a manos de críticos de Estados Unidos u otros países europeos). Kiberd, en cambio, re-irlandiza a los autores irlandeses, demuestra de qué manera sólo Irlanda pudo haberlos producido. Y, a la vez, Kiberd ve la relación colonial como productiva, tanto para Irlanda como para Inglaterra; a la vez, le reconoce en el nacionalismo intransigente muchos elementos que contribuyeron a este florecimiento cultural: una dialéctica ejercida y activa (en lugar de meramente declarada o cacareada) que reemplaza al habitual dualismo y aun maniqueísmo de muchos críticos de orientación similar. Porque la matriz teórica de Kiberd es clara: los estudios poscoloniales en primer lugar, la crítica feminista, y los estudios culturales y la literatura comparada como marco ampliado. Pero a diferencia de lo que sucede en la mayoría de los casos, en que el lector sabe de antemano a qué conclusión se llegará (la crítica poscolonial, tras hurgar un poco apenas, descubrirá la “mirada imperial” en Conrad o Forster; la feminista, las “estructuras patriarcales” en Melville o Faulkner, así como años ha uno sabía, al leer crítica marxista, que tarde o temprano se iba a llegar al descubrimiento de que Thomas Mann era burgués), el uso que hace Kiberd de sus herramientas teóricas da siempre resultados nuevos, sorprendentes y convincentes: cuando uno creía que ya lo sabía todo sobre Wilde, Shaw o Joyce, se encuentra con página tras página de reflexiones brillantes, de inesperadas relaciones con la historia de Irlanda, de nuevas figuras tejidas con los hilos ya sea católico, protestante o celta en la trama múltiple de esta compleja cultura que parece reunir en su breve espacio la de toda Europa occidental: así, la relación entre feminización e irlandesismo en Wilde (uno siempre había sospechado que los ingleses se la dieron no sólo por gay sino por irlandés, pero no había entendido los mecanismos de este engranaje), la brillante y aun conmovedora lectura de “Pascua de 1916”, el poema que Yeats dedicó al alzamiento antiimperial; la justificación irlandesa de la relación entre La Odisea y el Ulises de Joyce, y la lectura en clave religiosa de la prosa de Beckett, en la cual fulgurantemente se revela como uno de los últimos grandes autores, después de Milton, en la tradición del protestantismo en inglés. Por todo esto, el libro de Kiberd es uno de los mentís más contundentes dados en los últimos años a las diatribas de Harold Bloom, quien sostiene que la adopción de cualquiera de estas posturas críticas empobrece los estudios literarios y contribuye a la degradación del canon.
Y como si todo esto fuera poco, el libro está escrito en un lenguaje accesible a cualquier lector culto (que no ha tenido que hacer cursos especiales para descifrar el lacaniano, deleuziano o derrideano) sin dejar de incorporar y citar, cada vez que venga al caso, todo lo utilizable del posestructuralismo francés –así como del marxismo y las otras ramas del psicoanálisis–. Y es, además, entretenidísimo: este lector al menos terminó dejando de lado la lectura de obras de ficción por lanzarse noche tras noche con voracidad sobre las páginas de un libro de estudios literarios. Otro rasgo de especial interés es que Kiberd sistemáticamente pone a Irlanda en relación no tanto con la literatura europea sino con la literatura de Latinoamérica, Asia y Africa (Borges, García Márquez, Rushdie, Achebe y Fanon son los autores más citados). Y esto es algo especialmente interesante para nosotros, porque el diálogo entre la cultura argentina y la irlandesa ha sido uno de los más fecundos, y fundamentales en la constitución de nuestra literatura moderna, opacado durante mucho tiempo por la falsa conciencia de que se trataba de una relación subordinada entre una cultura nacional débil o amenazada –la argentina– y una triunfante y dominante –la inglesa–. Y en realidad se trató siempre de un diálogo de hermanos entre dos culturas a la vez periféricas y cosmopolitas, que engendraron los dos autores de mayor incidencia local y mayor universalidad –por la variedad de sus apropiaciones y lecturas– de todo el siglo XX: Joyce y Borges, cada uno renovando la lengua de su tradición literaria como no pudieron hacerlo ni españoles ni ingleses.
Y la pregunta del millón, entonces, es ¿por qué, si la literatura argentina ha dado autores como Borges, Cortázar, Puig y Saer, la crítica argentina no ha sido capaz de darnos un libro ni siquiera remotamente comparable a La invención de Irlanda? ¿Qué estamos esperando?
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