Domingo, 26 de noviembre de 2006 | Hoy
TOIBIN
El sida y los lazos de parentesco en una novela con estructura teatral.
Por Claudio Zeiger
El faro de Blackwater
Colm Tóibín
Edhasa
282 páginas
Una compleja red de relaciones personales –compleja a pesar de la simpleza de esos lazos, familiares al fin y al cabo– se arma en una casa en la playa alrededor de alguien que agoniza. La enfermedad es el sida, estamos a comienzos de los ’90 (aun en la era pre cocktail de medicinas) y el lugar es un pueblo costero a las afueras de Dublín, Irlanda. El paciente, en sus últimos días o meses, es un joven llamado Declan que apenas alcanza la treintena y quien al final del camino decide reunir a las mujeres de su familia –su hermana, su madre, su abuela– en una danza del adiós. Y sin embargo, su presencia se volverá la de un ángel fantasmal, mientras paradójicamente, su aparente conflicto se desplaza a la figura rica y enigmática de su hermana Helen, quien al verse (contra su voluntad) reunida con su madre y su abuela, “se dio cuenta de que, por primera vez en muchos años, volvía como miembro de esta familia de la que con tanto empeño se había intentado apartar”. Con estos personajes y unos parcos elementos (es notable cómo se roza y se elude al mismo tiempo el melodrama en esta novela) el irlandés Colm Tóibín (reciente autor de la premiada biografía novelada de Henry James, Retrato del artista adulto) armó una teatral puesta en escena del sida en familia, una familia que a contrapelo de la de otros relatos tópicos del tema, no rechaza al hijo, cuya historia, por otra parte, tiene más de libertad de opción que de discriminación.
La homosexualidad de Declan lo había llevado a alejarse de la familia, a mantener a rajatabla su privacidad, a cultivar el secreto, pero sin la carga de resentimiento que el distanciamiento parece haber puesto sobre los hombros de Helen. Ha logrado reconstruir con sus amigos los afectos necesarios para transitar por la vida. Parece vivir bien, y, en todo caso, el sida es una circunstancia en su vida, no una fatalidad. Pero el peso del secreto, de lo que no se dice o no se revela del todo, anida en los lazos de familia. Todos tienen algo que demandar a los demás: la abuela a su hija; Helen a su madre; la madre a su hija y a su madre... Declan, con su angelical presencia/ausencia (por momentos, El faro de Blackwater parece una reescritura en negativo de Teorema) es el catalizador de esa dramaturgia familiar que alcanza un calado notable en varias partes del texto (aunque también hay que señalar que se abusa del monólogo cuando los personajes “cuentan” sus vidas en voz alta durante varias páginas).
¿De qué trata finalmente esta novela? ¿De amor, de valor, de compasión? En gran medida, sí. Más, cabe decir, que de fatalidad y muerte (de hecho, Declan no muere en el transcurso del libro). Pero la enfermedad, el sida, no es aquí una mera excusa para el drama. Tiene su “especificidad”, con observaciones rayanas en el naturalismo, pero lejos de cualquier posible morbosidad. A través de los amigos de Declan, el autor logra una cercanía y una familiaridad con el tema que trasunta honestidad y sentimientos, a pesar de que su prosa sea seca y distanciada. Y a través de la figura de Helen, auténtica heroína de El faro de Blackwater, Tóibín logra plasmar la puesta en escena de un enigma que nunca terminará de resolverse: el fascinante y paradójico enigma de los lazos familiares que por enfermedad, muerte, o el mero paso del tiempo, empiezan a revertirse. El enigma de lo que sucede cuando los padres mueren demasiado pronto, cuando los padres entierran a sus hijos o cuando los hijos, de tanto querer independizarse, terminan pidiendo un regreso a las suaves caricias de la infancia.
Logrando un delicado equilibrio entre vida, enfermedad y muerte, este libro plasma una familia tan expulsiva como inclusiva, donde los amigos también tienen su sitio y se llevan sus laureles.
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