RESCATES
› Por Martín Pérez
Apenas dieciséis páginas. Y bien finitas, como de papel de arroz. Cada mítico ejemplar de aquel Hora Cero Semanal hoy apenas si se lo puede llamar revista. En estos días tal vez calificaría como un suplemento apaisado de otra cosa más grande. Un peso con 50 era el precio, semanal, que había que pagar por aquella docena y media de páginas, entre las que en cada número había apenas cuatro, cinco o seis de esa historieta hoy mítica e inmortal –como su protagonista– llamada El Eternauta. Hace ya medio siglo, durante unos dos años, los lectores de historietas supieron seguir fielmente la aventura de una invasión que sucedía frente a sus casas, en su ciudad. Eran otros tiempos, se suele decir. No había televisión, el cine se veía en el cine y la radio traía los melodramas. Lo más parecido a semejante fascinación y fidelidad en dibujos y palabras escritas, en aventuras escritas que avanzan a paso más lento cuando más rápido late el corazón de su relato, son las tiras diarias, un género que también ha sido abandonado. Y como éstos también son otros tiempos, en vez de fascinantes aventuras a la vuelta de la esquina, habría que quejarse porque lo que ahora se sigue con fruición, semana a semana, son los imposibles taconeos de aún más imposibles bailarines por un sueño. Al lado de semejante perversión en vivo y en directo, pura realidad y al mismo tiempo siempre ajena, cómo imaginarse mirando esas cuatro, cinco o seis páginas durante una semana, una y otra vez, cuadrito a cuadrito, de una ficción que recién tendría su continuación una semana más tarde. La respuesta, sin embargo, está en novelas como Resistiré, o Montecristo. O en los devaneos internéticos luego de cada capítulo de series como Lost. Así es como habría que imaginarse la no-tan-anacrónica pasión de los lectores de aquella Hora Cero Semanal, medio siglo atrás. Lectores de una aventura que, desde su primera reedición masiva en forma completa, ha aparecido en mil formatos. En formato de libro, a comienzos de los ochenta. En fascículos semanales, pero de más páginas que los originales y con sus cuadritos burdamente coloreados. Como un libro, y no uno cualquiera, sino cerrando a todo trapo una colección de literatura argentina dirigida por Ricardo Piglia y Osvaldo Tcherkaski. Y luego otra edición, esta vez vergonzosamente recortada para que encaje en las estandarizadas páginas de una colección sólo de historietas (y debió haber sido por eso, lamentablemente, que se permitieron recortarlas). Muchas son las ediciones de El Eternauta: las hay con otro dibujante, continuaciones con otros guionistas, e incluso con su dibujante original, pero ya sin su guionista inicial, Hector Germán Oesterheld, transformado por la historia –y la historieta– en apenas un personaje. Incluso hay quienes no dejan de soñar con llevarlo al cine, entre ellos Adolfo Aristarain. Pero el verdadero Eternauta siempre será en cuadritos y en blanco y negro, de formato apaisado y dibujado por Francisco Solano López durante unas 350 páginas hasta esa conclusión que deja las puertas abiertas a esas eternas continuaciones. Ese es el que se acaba de reeditar, en una flamante edición autorizada por autores y herederos, a cargo de Doedytores. Un ejemplar que ahora puede llegar a todas las librerías, ya que hoy sólo se puede conseguir El Eternauta en ediciones piratas, o en rezagos de ediciones anteriores, que pululan de kiosco en kiosco. A 50 años de su edición original y 30 de la desaparición por parte de la dictadura militar del guionista más importante de la historieta argentina, el año que viene será decididamente un año Oesterheld. Un año que se puede comenzar leyendo, otra vez, El Eternauta. Pasando sus hojas en grupos de a cuatro, cinco o seis páginas. Un gesto que parece anacrónico, pero cuando la aventura comienza, apenas si es irresistible.
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