Domingo, 24 de diciembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
En la biblioteca y el colectivo. En el subte y la sala de espera. En el barcito de la vuelta y la librería con bar. En el baño o en la cama. ¿En qué sitios leer cuando ya el virus de la lectura ha entrado en el cuerpo y no se puede hacer otra cosa? Sylvia Iparraguirre, Martín Prieto, Vlady Kociancich, Sergio Chejfec, Horacio Tarcus y otros lectores anónimos reflexionan sobre la importancia del lugar donde se lee.
Por Verónica Bondorevsky
¿Es posible hacer un catálogo de los lugares donde los lectores suelen leer? En principio sí, si tenemos en cuenta que es factible reconocer que existe una serie de espacios habituales en los que la gente lee: desde la cama, antes de dormir, hasta un bar o una biblioteca, pasando por el subte o la sala de espera en un aeropuerto; todos podemos acordar que son ámbitos recurrentes o, por lo menos, en los que hemos visto lectores o nos recordamos leyendo.
Y a la vez no: no es posible hacer un catálogo de lugares frecuentes de lectura porque, en realidad, los ámbitos en los cuales se lee muchas veces son antojadizos, es decir, responden a un deseo inexplicable y tal vez urgente que no siempre tiene en cuenta las coordenadas espaciales. Por lo tanto, los espacios de lectura muchas veces son insólitos y no tienen más que una explicación visceral: el deseo de leer.
En este sentido, querer establecer un muestrario de lugares, como es el objetivo de esta nota, se convierte en un punto de partida que pretende, en el mismo movimiento, no dejar pasar por alto que existen aficiones inmanejables que nos llevan a leer en donde sea y como sea.
Italo Calvino en El barón rampante, muestra al protagonista, Cósimo Piovasco, como a un lector voraz, que leerá novelas, historia, filosofía y hasta la monumental enciclopedia de Diderot (autor al que incluso enviará un resumen de un proyecto de su libro Constitución de un Estado ideal fundado en los árboles) desde un árbol, un acebo, en el gran parque de su casa familiar.
Y por las ramas de la ficción nos podemos trasladar a lectores de carne y hueso. Ricardo Piglia en El último lector evoca también otros lectores arbóreos, pero, en este caso, de nuestra historia: Lucio V. Mansilla sentado bajo un árbol, en el campo argentino, leyendo El contrato social o, en el siglo XX, el Che Guevara leyendo un libro subido a un árbol en Bolivia.
Domingo Faustino Sarmiento, en Recuerdos de provincia, pretende dejar bien en claro que leía todo el tiempo y en cualquier lugar: “Por las mañanas, después de barrida la tienda, yo estaba leyendo, y una señora Laora pasaba por la iglesia y volvía de ella, y sus ojos tropezaban siempre, día a día, mes a mes, con este niño inmóvil, insensible a toda perturbación, sus ojos fijos sobre un libro”.
Y cómo no incluir aquí a otro lector fundamental como Borges: escritor que nos remite directamente a la idea de la biblioteca; es decir, al lugar del silencio, al templo de la lectura (a propósito, ¿quién no ha visto a gente dormida sobre un libro en una biblioteca?).
Y, en las antípodas, aquel lector anónimo que lee en la calle o en donde puede, debido a algo concreto: las condiciones materiales de existencia (y subsistencia). Es decir, construye su lugar, se atrinchera en la lectura, en los espacios que puede robar al trabajo.
El crítico Martín Prieto explica: “Pienso, parafraseando e interpolando a Arlt, que cuando se tiene algo que leer, se lee en cualquier parte, sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal, y que Dios y el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras. Y, también, que leer, como escribir, constituye un lujo. En el prólogo a la obra poética de Francisco Gandolfo, Versos para despejar la mente, Daniel García Helder destaca la imagen del poeta imprentero y padre de seis hijos, alienado, que encuentra que la poesía vale más que todo el trabajo, pero que hay que trabajar para comer y que, entonces, lee de noche, cuando la familia duerme, caminando para no dormirse él”.
Espacios habituales y no habituales para una práctica ancestral y personal, la de la lectura. Quizás, en realidad, hablar de lugares de lectura es hablar del ámbito que cada uno, en tanto lector, crea con el libro, como si ese territorio –afectivo, singular– fuera, en realidad, el perímetro real de la lectura.
“Existe una relación entre tiempo de espera y lectura, y no siempre es una relación pacífica porque no es uno el que regula el tiempo y las condiciones. Sin embargo, a veces esa relación produce sorpresas inesperadas. Hay ritmos y pausas que se amoldan al objeto y así crean un registro particular”, dice Sergio Chejfec.
¿Cuál será esta “especificidad” de la lectura en situaciones concretas de espera...? ¿La ansiedad por terminar la idea antes de que nos llamen –sea en un consultorio, en la peluquería o antes de embarcar–, y así no perder el hilo de lo que estamos leyendo? ¿Una marcada tendencia a leer cierto tipo de material más pasatista, ya que nuestra atención está al servicio de que nos llegue “el” turno, “el” momento? ¿La compulsión a comprar, a último momento, libros o publicaciones en los kioscos o librerías de las estaciones o aeropuertos para después arrepentirnos durante el viaje?
Aparentemente, en este tipo de situaciones, la lectura está relegada a otra instancia, la de la espera. Pero, como explica Chejfec, muchas veces la lectura puede sorprendernos y cambiar la relación jerárquica, y “eso” que leemos puede resultar más importante y revelador que “eso” que aguardamos.
La lectura como manera de contrarrestar la espera es un elemento fundacional de la naturaleza de esta actividad, y de la literatura en general. Se espera con un libro en la mano, se dilata una resolución con literatura: basta sólo pensar en la función de los relatos de Sherezade, como una manera de postergar el encuentro, en este caso, con la muerte.
Convengamos: esperar es una de las situaciones que mayor aburrimiento y ansiedad pueden suscitar en cualquier persona; la lectura en salas de espera parecería funcionar como una manera fructífera de no perder el tiempo.
“En casa leo en todas partes. Puede ser en la cocina, a la mañana, durante el desayuno; esta lectura es más errática y voluble (el diario, revistas, catálogos de editoriales, lo que sea); en el sillón del living, con la luz de la ventana; en el sillón de mi escritorio, que es muy cómodo y está pegado a la biblioteca; ésta es una lectura más sistemática, cuando leo con método. Pero, sobre todo, leo en la cama; a la noche, cuando hay silencio. Es un hábito que se formó en la infancia. Leo en la cama un promedio de dos horas por noche. Si llueve y tengo un buen libro, esta escena es para mí uno de los más sencillos y perfectos placeres de la vida”, dice Sylvia Iparraguirre.
La cama es un espacio privilegiado para la lectura –que siempre es un placer absolutamente sensual–. De alguna manera, este mueble venerado por la mayoría de los mortales funciona como una bisagra entre el trajín de las obligaciones del día y el reparo y la comodidad que provee la posición horizontal. La relación que la lectura acostada mantiene con el sueño es contradictoria. El “leer hasta dormirse” o “se durmió con el libro entre las manos” forma parte del repertorio usual de expresiones sobre este tipo de práctica. Y, otras veces, el acto de leer desvela al lector: ¿o quién, por lo menos alguna vez, no se ha quedado leyendo hipnotizado, durante toda una noche, un libro del que no podía desprenderse?
Un rasgo propio de la modernidad que afecta hoy en día la lectura en la cama es la omnipresencia de otra narrativa magnánima, la del televisor. Claudia, lectora, explica: “Por la noche, necesito leer cosas ágiles, que sé que no son las grandes obras de la literatura, pero que no me significan demasiado esfuerzo luego de todo el día de trabajo. Si no, prefiero ver un buen programa o una película en el cable”.
Así, en ocasiones, leer en la cama parecería competir con algo tan recurrente y concreto como el zapping y el encendido nuestro de todas las noches.
El bar es para la mística urbana “el” espacio de la lectura. Ir allí a leer es una imagen emblemática de la bohemia y, en cualquier ciudad del mundo, podría hasta hacerse un listado de sus bares legendarios.
En la ciudad de Buenos Aires, el bar El Taller, en Plaza Serrano, es uno de ellos. Mucha gente va a leer, fundamentalmente los diarios, los propios y los del bar, a toda hora. También hay un segundo tipo de lectura que es la de material de estudio (generalmente fotocopias), la de libros y, por último, los cibernautas, que leen en sus laptops. A su vez, se leen las publicaciones gratuitas, como las barriales, que abundan en una estantería especialmente dedicada.
Como explican sus dueños, los lectores más frecuentes de diarios y libros están en la franja de los 30 a los 50 o más; los de material de estudio, entre los 20 y los 30. Y el tiempo de lectura oscila en un mínimo de media y un máximo de dos horas.
¿Preferencias? Mucha literatura new age, con Osho a la cabeza, I Ching, libros de astrología. Hay un segmento maduro que lee sobre política. Los lectores solitarios, que leen durante todo su almuerzo, prefieren los policiales y las novelas históricas. Por último, en el ambiente psi, Lacan le gana por muerte a Freud.
Paralelamente, en los últimos años, las grandes cadenas de librerías también ofrecen espacios para los lectores. Cúspide y Yenny El Ateneo coinciden bastante en su propuesta. En los pequeños cafés, la gente puede hojear y leer los libros mientras toma algo. Pero también hay pequeños espacios –sillones y una mesa ratona en general– para que la gente también los vea.
Susana Fernández, encargada de marketing y prensa de librerías Cúspide, explica: “Si no toman notas del libro o lo maltratan, nosotros dejamos que lean. En general, los lectores que acuden son gente relativamente grande a quienes les interesa leer pero su poder adquisitivo es bajo, o no justifican gastar dinero en ello”.
“Mi padre me enseñó que hay una literatura liviana y una literatura de peso (...) De lunes a viernes, cuando iba al trabajo, se llevaba un libro y leía en el camino. Esa costumbre no me hubiera llamado la atención si el medio de transporte hubiera sido el tren o el ómnibus, pero mi padre andaba en bicicleta. (...) Nunca pude leer en bicicleta pero me jacto de haberlo hecho en el colectivo 39 de las ocho de la mañana y quien tome el 39 a esa hora sabrá cuánta concentración y tono muscular se necesitan para sostener el libro y dar vueltas las páginas entre frenadas en la curvas y aceleradas ante semáforos en rojo. Todavía hoy, en otros colectivos o en el subte, cargo ‘literatura liviana’ (...) Llevo un libro de poco tamaño, jamás una novela (las buenas matan la noción de distancia y uno se baja en otro barrio), muchas veces poesía que repito en voz alta con la ilusión de corregir una memoria rebelde a los versos, o ensayos, que recomiendo por su agradable ubicuidad en la histeria del tránsito porteño”, escribe Vlady Kociancich en La raza de los nerviosos (Seix Barral, 2006).
En posiciones más o menos cómodas, sentados o parados, viajando “como ganado” o “como personas”, con calor, chirridos y detenciones arbitrarias, el subterráneo y el tren son espacios frecuentes de lectura.
Si, dentro de la literatura, el tren es un lugar privilegiado y hasta romántico –en este punto, Ana Karenina parecería ser una de las grandes heroínas ferroviarias–, hoy en día, en la vida real, el tren compite con el subte en cuanto a transporte paradigmático para la lectura.
¿Qué lee la gente allí? Nuevamente las respuestas son variadas. Hay quienes piensan, por ejemplo, que el subterráneo es el único lugar en el cual se lee durante el día y, por eso, eligen el libro que realmente desean, como Marcos, que explica: “Este es el momento en donde leo porque después no tengo tiempo. Ahora estoy leyendo La naranja mecánica y no me molesta leer parado ni escuchar las conversaciones de la gente”. Por otro lado, Diana comenta: “Aquí sólo leo revistas: me gusta mucho la Reader’s Digest porque tiene artículos interesantes o leo fascículos coleccionables sobre tejido, que es una actividad que me entretiene”.
Las estaciones son contrarrestadas con material de lectura; entre los entrevistados, no es claro el nivel de concentración que se logra en los medios de transporte. Pero aunque se reconozca una atención flotante, esto no parecería ser un problema frente a otros más contundentes: la ausencia de palabras escritas entre manos o el sucumbir, por no tener otra cosa que hacer, a mirar y escrutar a quien se sienta enfrente.
“Los lectores de la Biblioteca Nacional son jóvenes, sobre todo estudiantes de Derecho y Medicina. También hay muchos lectores del barrio. Los lectores investigadores se vienen reorientando a otras bibliotecas más especializadas, pero en este momento estamos implementando políticas para recuperar ese lector, que requiere una atención especializada”, explica Horacio Tarcus, subdirector de la Biblioteca Nacional.
Por su parte, en las bibliotecas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires el lector más frecuente es el estudiante de escuela primaria y secundaria y, en este sentido, el primer puesto de material consultado está vinculado con necesidades educativas. Le siguen, en orden de importancia, los lectores de lectura no constreñida, es decir, aquella que es demandada por una “práctica cultural propia”.
Según sus informes, el lector de obras de ficción es más reducido y está concentrado entre los 25 y los 35 años sin diferencias significativas entre sexos. Pero una observación: en esta franja de edad, la mayoría de los lectores son socios de las bibliotecas municipales y leen el material por fuera de los establecimientos.
Por último: la Biblioteca Nacional creó hace un tiempo, y con buenos resultados, la “Plaza del Lector”: un espacio verde, ubicado enfrente del edificio, que tiene como objetivo fomentar la lectura. El procedimiento es sencillo: en un pequeño kiosco de la plaza pueden solicitarse libros para leer en los bancos del lugar, para después devolverlos al retirarse. Todos son libros que la Biblioteca Nacional tiene duplicados: por lo tanto, no se corren grandes pérdidas si al lector se le pega uno en la mano y se escapa sin devolverlo.
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