Domingo, 14 de enero de 2007 | Hoy
YAKI SETTON
Un poemario que interroga los diversos sentidos del nombre, desde el propio hasta el nombre de Dios.
Por Juan Fernando García
La apariencia de lo espléndido
Yaki Setton
Bajo la luna
75 páginas
Toda pregunta por el nombre –el propio, de las cosas, del mundo– lleva implícita una pregunta sobre Dios. El nuevo libro de poemas de Yaki Setton, La apariencia de lo espléndido, extiende la interrogación al universo personal, particular y, entonces, de la mística judía a la lectura del Cratilo de Platón, a la esencia de la poesía: ¿por qué cierto nombre a determinada cosa?, ¿por qué cierta expresión y no otra elegimos para decir lo que el poema sostiene? “... ¿no habrá otro modo de nombrar/ de llamar a las cosas por su nombre?”, inquiere hacia la mitad del libro el poeta y allí la atención sobre la que discurren estas breves piezas y también: “¿No será volver a las antiguas/ oraciones adonai eloeinu adonai/ ejad dios nuestro dios es uno?”
Breves, concisos, de arriesgado ritmo; tensión lírica, agudeza e ingenio de ciertas imágenes; los poemas de La apariencia de lo espléndido se leen en un paulatino devenir de lo general a lo particular, comenzando por un epígrafe inaugural de Aníbal Troilo: “Perdón, por decir yo”. Metafísica de lo cotidiano, pero lejos de rumores tangueros, dice: “¿Y si el nombre es sólo un nombre que carece de sentido?”. Lo sabemos, lo sabe Setton: los nombres para la literatura no son tema menor. Y una sucesión de preguntas sobre el cuerpo, la naturaleza, un esplendor escondido en las palabras: “El mundo se presenta como es/ mientras voy por la marea/ de personas y acontecimientos/ veo la apariencia de lo espléndido”.
Los poemas de este nuevo libro permiten ser leídos también como una especie de diario íntimo (algo que en sus anteriores poemarios aparecía distanciado, entrevisto). O un cuaderno de notas que indaga con atención casi obsesiva lo que de incierto tiene la escritura poética y es allí donde el poeta dice: “No puedo/ encontrar las palabras justas”. Pero como es la palabra del poeta, la mirada se posa en los otros, en el mundo, en la amada, en los hijos que al costado de la ruta “a campo abierto” se detienen a mear y hay, por supuesto, otro esplendor: “Junto a mis hijos y a mí que no dejamos de oír/ nuestros chorros haciendo pocitos en el barro”.
También es lícito preguntarse por lo que encierra un nombre, alguien que guarda otros nombres posibles en el propio: “Yaki”, porque como en el “Arlt” de la aguafuerte “Yo no tengo la culpa”, algo hay en esas cuatro letras. Volviendo a los poemas, dos escenas pueden llevarnos a esa incertidumbre: una vecina que lo persigue a escobazos “no sabe cómo llamarme y yo/ tampoco se lo puedo decir” y con cierta distancia irónica: “Nuevamente me encierro en el armario del baño/ para tirar los papelitos al aire y poder encontrar/ mi nombre: Aquiles Débora Salomón o Demián/ ¡Cualquiera, cualquiera será bien recibido!”. Pero bien sabido es que el que dice “yo” en el poema es siempre otro, perseguido el poeta moderno por la frase de Rimbaud; o es una amplificación de voces que, como en el ajustado epígrafe de Troilo, pide perdón por el yo, y la poesía reinstala “una máquina cruel de palabras”, un decir en lugar del hacer y el “yo” se repliega en las cosas, en la sucesión de objetos del mundo, en la mirada. “La repetición es infinita/ y así el mundo parece ordenado/ la apariencia de lo espléndido dijimos/ aunque no hay mal que dure cien años”.
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