Dom 08.04.2007
libros

CUNNINGHAM

Poeta en Nueva York

En su esperada nueva novela, Michael Cunningham se apartó de la temática de nuevas familias para explorar temerariamente los orígenes del bien y del mal en los Estados Unidos a través de los géneros literarios más populares.

› Por Mariana Enriquez


Días cruciales
Michael Cunningham

Norma
388 páginas

En 1882, Walt Whitman publicó Specimen Days, un texto biográfico donde describía sus experiencias como enfermero durante la guerra civil norteamericana, las agonías de los soldados, el asesinato de Abraham Lincoln. El mismo título eligió Michael Cunningham para su nueva novela, traducido como Días cruciales. Y como en su anterior libro, Las horas, consta de tres partes amalgamadas no sólo por personajes que resuenan y se reflejan –un joven, una mujer, un niño– sino por la figura del Whitman, tal como antes había conjurado a Virginia Woolf en su relectura de La señora Dalloway.

Pero Días cruciales es una novela muy distinta, a pesar de que repite la operación. Cunningham se distancia radicalmente de las más recientes evocaciones de sus contemporáneos: no hace una biografía novelada del poeta (camino que eligió Colm Toibín con El maestro, sobre Henry James) ni una relectura moderna de un clásico, como Zadie Smith en Sobre la belleza, novela inspirada en Howard’s End de E. M. Forster. Por algún motivo, las referencias a escritores canónicos (y más específicamente, de lo que podríamos llamar el canon gay) están a la orden del día, y en este sentido Cunningham cumple con lo que parece un mandato del mercado editorial (también, en este sentido, se podría mencionar La línea de la belleza del inglés Allan Hollinghurst, nuevamente citando la figura de Henry James). Pero hace algo tan distinto a lo esperable que sólo queda admirar su valentía y su gesto: de alguna manera, con Días cruciales parece negarse rotundamente a seguir explotando su nicho de temática gay más nuevos vínculos para explorar otros terrenos que, a primera vista, pueden parecer hasta estrafalarios.

La primera parte de Días cruciales se llama “En la máquina” y es una mezcla casi perfecta de cuentos de fantasmas místicos del siglo XIX con novela histórica. Lucas, un enfermizo y deformado chico de trece años, mantiene a sus padres después de que su hermano Simon muere en un espantoso accidente cuando la máquina con la que trabaja en la fábrica lo atrapa y lo destroza. Es Nueva York, plena revolución industrial, y Lucas, en la miseria, sólo encuentra refugio en la lectura de Hojas de hierba; es más, parece estar poseído por los poemas, tanto que cita versos involuntariamente durante las conversaciones, como si sufriera un peculiar caso de síndrome de Tourette. Todo el clima de “En la máquina” es siniestro: la brutal fábrica, que Cunningham describe con maestría, los padres que no salen del departamento –ella siempre en cama, él atado a un tubo de oxígeno–, las fotos sepia de los parientes muertos en la pared y, finalmente, la voz de Simon, el hermano muerto, que empieza a comunicarse vía la cajita de música, el pulmotor, la propia máquina que le quitó la vida. Lucas, que lo escucha, intenta entonces proteger a Catherine, la novia de su hermano, que trabaja como costurera. Ella le corresponde con un cariño que roza la obsesión. Y en un pasmoso final, mujeres envueltas en llamas saltan desde las ventanas de una fábrica incendiada, en una imagen que profetiza a quienes saltaban al vacío desde las Torres Gemelas. Anticipación del siguiente relato, “La cruzada de los niños”, ambientado en la aterrorizada Nueva York post-11/9. Una psicóloga forense de la policía recibe llamados de niños-bomba, que dicen pertencer a “la familia”; se abrazan a transeúntes y los hacen volar. Cat, la psicóloga, que es negra y tiene un novio rico y blanco, Simon, reconoce en las frases que los chicos le dicen por teléfono cuando anuncian sus atentados versos de Whitman. Poco después, atrapará a una anciana que se hace llamar Whitman: ella recluta niños abandonados y abusados, los cría con una dosis de Hojas de hierba y luego los manda a la muerte, para acabar con Estados Unidos y la civilización occidental. El relato está escrito como un thriller de suspenso bien best-seller, tan hollywoodense que parece saltar de la página a la pantalla, con dirección de David Fincher, el de Seven.

Ese futuro temible se realiza por fin en “Como la belleza”. Nueva York es ahora un parque temático visitado por turistas, donde vagan los nadianos (inmigrantes del planeta Nadia, con aspecto de lagartos, que sólo consiguen trabajo como sirvientes) y los androides, perseguidos por un estado algo vago (hay rumores de un presidente cristiano, de otro asesinado). Un androide, Simon, programado para repetir poemas de Whitman, huye de la ciudad junto a una nadiana, Catareen; por el camino (en una persecución bien sci-fi por la América profunda) encuentran a un niño, Luke, que se les une. Finalmente, a todos se les propone partir hace otro planeta, Paumanok, en la nave del creador de Simon, un científico retirado. Y así comienza otro futuro incierto luego de la destrucción, donde aquel canto al cuerpo eléctrico de Whitman encarna, precisamente, en un humanoide.

Hay muchas más resonancias. Los caballos que aparecen aquí y allá y terminan sirviéndole al humanoide, el nuevo “pionero”. Un cuenco blanco que pasa de mano en mano, como las almas de los tres personajes, recordando la idea de existencia cíclica whitmaniana. También la ambigüedad: Whitman, en su celebración de la exuberancia de Estados Unidos, no sólo puede ser leído como un poeta de la democracia sino también, parece decir Cunningham, como un totalitario. El peligro en Estados Unidos, entonces, parecería estar dentro, en su propia esencia. Quizá la referencia Paumanok sea una clave: en Starting to Paumanok, el poema, Whitman escribía: “También escribo el poema del mal/ también conmemoro esa parte/ Soy el bien y el mal, como mi nación”.

Pero quizá el verdadero hallazgo de Días cruciales no pase por la referencia a Whitman. De hecho, la presencia del poeta, aunque no llega a ser pretensiosa, suele resultar innecesaria. Mucho más importante es el juego con los géneros del que hace gala Cunningham: para la industrialización, el cuento de fantasmas; para el terrorismo, el thriller; para la devastación, la ciencia ficción. Géneros despreciados que el escritor utiliza, según declaró en entrevistas, porque si quería escribir un libro sobre Estados Unidos, tenía que poder escribir lo que leen los norteamericanos. Géneros que apartan a Cunningham de su confortable y bien ganado lugar en la literatura contemporánea y que lo revelan como un escritor completo, arriesgado y conmovedor.

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