Dom 01.09.2002
libros

RESEñAS

Alegoría rota

El maleficio

Hermann Broch

Adriana Hidalgo


trad. Claudia Baricco

Buenos Aires, 2002

422 págs.

Por Alejandro Palermo

En el momento de su muerte, causada por un ataque cardíaco a los 65 años, Hermann Broch (1886-1951) estaba reescribiendo, por tercera vez, El maleficio. Había iniciado su carrera como escritor a los 45 años, con la trilogía Los sonámbulos (1931-1932) y, luego de escapar de la Austria natal (gracias a la ayuda de James Joyce y otros escritores), tomada por los nazis en 1938, había concluido, en Estados Unidos, la que llegaría a ser su obra más conocida: La muerte de Virgilio (1945).
Dos fantasmas parecieron inquietarlo a lo largo de su vida. Uno fue la representación de la totalidad como meta de la obra de arte (“La obra literaria debe aprehender en su unidad el mundo entero”, “La escritura es siempre una impaciencia del conocimiento”, escribió alguna vez). El otro, determinado por dos guerras y el dolor del exilio, fue el totalitarismo como posibilidad horrible en la historia de los pueblos. Ambos fantasmas aportan los materiales con los que está hecho El maleficio.
La novela es, en principio, el campo de exploración, el diseño de un modelo a escala para tratar de descifrar el surgimiento del nazismo. A una pequeña aldea rural del Tirol, al pie de una montaña donde alguna vez funcionó una mina, llega un vagabundo que paso a paso va desatando las fuerzas de la psicosis colectiva. ¿Cuáles son los mecanismos del proceso? ¿Qué miedos y qué deseos se ponen en juego? ¿Por qué esos miedos y esos deseos cobran sentido en el discurso de un loco? El maleficio es, en cierto modo, esta maqueta, y, si fuera sólo eso, uno sentiría que pisa el terreno trillado de la alegoría y sentiría pena. Porque la alegoría no goza de buena prensa en estos tiempos –seguramente con justicia–, porque lo que generalmente se logra a través de ella son subproductos nutridos de pretensión pedagógica.
Hermann Broch supera largamente el riesgo. En esta superación, El maleficio es comparable a otra impresionante alegoría de mediados del siglo XX: Bajo el volcán de Malcolm Lowry. Y el secreto probablemente resida en el hecho de que estas novelas, en realidad, no intentan explicar nada.
Enmarcado en el ámbito reducido de un pueblo y en el lapso exacto de un año, el relato recorre el proceso de ampliación del conocimiento de su narrador, un viejo médico que hace años ha dejado la ciudad, escéptico frente a las conquistas de la civilización y herido por la pérdida del amor. La voz de ese narrador, que registra minuciosamente no sólo los indicios de la amenaza que se cierne sobre la gente, sino también su propio desconcierto de intelectual frente a esos indicios, es también el espacio donde se desarrollan extensas reflexiones y descripciones que marcan los pasos de un aprendizaje. En esos trechos reflexivos y descriptivos, El maleficio eleva el mecanismo de la alegoría hacia el lugar de productora de significados que no se agotan en un simple paralelismo. El relato está sembrado de pacientes y bellos análisis de la disolución (de los objetos en la luz, del presente en la eternidad y el olvido, de las psicologías de los personajes en la oscuridad del miedo y el deseo arcaicos, de la vigilia en el sueño, del microcosmos en el macrocosmos, del saber científico en el saber tradicional, de lo masculinoen lo femenino), que se condensan en piezas poéticas integradas en la trama y marcan los desacomodamientos que impone lo siniestro o lo extraño a la conciencia del narrador.
Fue una editorial argentina, Peuser, la que publicó la primera traducción al español de La muerte de Virgilio en 1946, un año después de la aparición del original en alemán. Esa editorial, como tantas otras que marcaron una época de oro en la industria del libro de nuestro país, hace años que no existe. La primera edición en nuestra lengua de El maleficio por Adriana Hidalgo trae la angustiosa nostalgia de esas épocas y es, tal vez, una apuesta al futuro que ojalá también pueda conquistarse con gestos como éste. Sea o no sea así, es una dicha poder descubrir esta novela en la excelente traducción de Claudia Baricco, acostumbrados, como estamos, a esa horrenda lengua que nos vemos obligados a deglutir en la mayoría de las traducciones, impuesta por la lógica de las multinacionales.

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