Domingo, 29 de abril de 2007 | Hoy
EN LAS NUBES, DE IAN MCEWAN
Una novela de McEwan del ’92, en la que captura los últimos trucos de magia de un chico antes de convertirse en adulto.
Por Rodrigo Fresán
En las nubes
Ian McEwan
Traducción de Juan Gabriel López Cuix
Anagrama, 2007
147 páginas
Curioso caso el de Ian McEwan. Quien en su infancia literaria debutó como autor freak y risqué (ver los relatos de Primer amor, últimos ritos y Entre las sábanas o las novelas El jardín de cemento y El placer del viajero) se ha convertido, con el correr de los años y de los libros (leer la brillante Expiación –donde este autor se autoinscribe dentro de la tradición del mejor modernismo inglés à la Ford Madox Ford–, o la muy bellowiana Sábado y, ahora, la demasiado philiprothiana y elegíaca –así como exquisita y literalmente inocurrente– On Chesil Beach) en algo así como el autor más satisfactoriamente conservador de su camada.
Resulta pertinente apuntar esto a la hora de meterse con En las nubes –divertimento tan sólo en apariencia, originalmente titulado The Daydreamer– que McEwan (Aldershot, 1948) publicó en el 2000 pero escrito al costado de Los perros negros (1992), su mejor novela, y que ahora traduce Anagrama en una encarnación donde se extrañan las hermosas ilustraciones de Anthony Browne para la edición original inglesa.
Porque En las nubes (novela episódica supuestamente dedicada a un público juvenil, McEwan declaró que “está pensada para adultos pero con un lenguaje infantil” y que su intención era que cada capítulo/aventura tuviese la longitud ideal para una lectura que ayudara a cerrar los ojos y soñar toda la noche) va de mutaciones y de esos cambios misteriosos que tienen lugar durante los años transformadores y transformantes del fin de la infancia y el principio de otra cosa donde todos nos hemos sentido, en mayor o menor sentido, un poco Gregorio Samsa y bastante cucarachas.
Así, Peter Fortune es un niño propenso a ensoñaciones, que todos los días se despierta preguntándose “¿Quién soy?” y que prefiere responder a semejante duda existencial de muchas y diferentes maneras que lo llevan a enfrentarse a muñecas diabólicas, experimentar los efectos de una crema disolvente que lo vuelve invisible para los demás o “vestirse” de gato consciente de que los días de milagros están contados y que más temprano que tarde iniciará el viaje de la transformación definitiva en adulto. “¿Cómo podía ser feliz ante la perspectiva de una vida gastada en estar sentado y hablar? O haciendo recados y yendo a trabajar. Y sin jugar nunca, sin divertirse nunca de verdad. Un día sería un persona completamente diferente. Ocurriría tan despacio que ni siquiera se daría cuenta, y cuando lo hiciera, su espléndido y juguetón yo de los once años estaría bastante lejos, sería tan peculiar y difícil de comprender como le parecían a él todos los adultos en ese momento”, se angustia Peter a la altura de las últimas páginas. Pero McEwan le ofrece el consuelo –en una última peripecia donde Peter anticipa lo que vendrá– de una profesión interesante (inventa una máquina que anula la fuerza de gravedad) y de placeres exóticos como poder acostarse tarde y besar a una chica.
En cualquier caso –se nos informa casi de entrada, en la página 12– muchos años después Peter acaba convertido en un metamorfoseador profesional y satisfecho practicante de un oficio donde se aprende a descifrar el lenguaje secreto de las nubes y el idioma íntimo del soñar despierto: “Cuando se hizo adulto se convirtió en inventor, escritor de cuentos y llevó una vida feliz”.
Buena parte de esa felicidad adulta y futura con raíces en el más aventurero de los pasados se experimenta –se recuerda, se juega– flotando junto a Peter Fortune en este afortunado y pequeño gran libro.
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