Primer
tiempo, 1850
Todas las traducciones que he hecho tienen por objeto dotar a la instrucción
primaria de tratados útiles, escribió Sarmiento en Recuerdos
de provincia. Está presentando los credenciales con las que aspira a
la presidencia de la Argentina y ocupa las últimas páginas de
ese libro con sus traducciones, sus obras para la educación pública
y la mención de las escuelas que dice haber fundado, y a las que recuerda
con una insistencia romántica que hoy suena inadecuada, porque no se
recuerdan escuelas con la nostalgia del amor: ¡Oh, mi colegio, cuánto
te quería! ¡Hubiera muerto a tus puertas por guardar tu entrada!
¡Hubiera renunciado a toda otra afición por prolongar más
años tu existencia!
¿Qué es esto? ¿Qué son estos desbordes sentimentales
y estas exageraciones de amante apasionado? Sarmiento, que está bien
lejos de desear su propia muerte, no cree que sea inverosímil afirmar,
con seriedad, que hubiera dado su vida ante las puertas de una escuela de niñas
que había fundado en la provincia de San Juan en 1839. Tampoco le parece
un artificio poco creíble afirmar que él, que escribe Recuerdos
de provincia para presentarse ante sus contemporáneos como futuro presidente,
hubiera renunciado a todo, es decir a la política, al periodismo, a la
literatura, si tal cosa hubiera asegurado la continuidad de aquella escuela,
cerrada a los dos años, porque su fundador debió cruzar la cordillera
y huir a Chile como perseguido político.
Hubiera dado la vida por seguir con la escuelita, que debía ser un experimento
extrañamente sofisticado en San Juan, una aldea criolla atravesada por
los huracanes del conflicto. No sólo sofisticado sino casi irreverente
respecto de los usos de la época, ya que se trataba de una escuela para
niñas a las que Sarmiento imaginaba, después de algunos años,
convertidas, por el estudio y las ideas (no por las labores manuales ni simplemente
por el catecismo), en matronas romanas. Otra exageración,
por supuesto: matronas romanas en San Juan, donde hasta la pirámide con
la que se recordaba la Revolución de Mayo estaba en ruinas. Como sea,
Sarmiento quería matronas romanas, que educaran a sus hijos
en las virtudes cívicas, es decir que produjeran el tipo adecuado a las
instituciones que deberían implantarse cuando cayera Juan Manuel de Rosas.
Pero, convengamos, la elipsis que va de una escuela primaria en San Juan a la
producción familiar de hombres con virtudes políticas une puntos
lejanos, excéntricos y, en los años anteriores a 1850, completamente
improbables.
La excentricidad y la improbabilidad justifican tanto el sentimentalismo como
la nostalgia de Sarmiento. En efecto: él podría haber continuado
en San Juan, dirigiendo amorosamente la escuelita de niñas fundada en
1839, si la Argentina de esos años hubiera sido otra (y Sarmiento también
otro hombre).
Las provincias miserables y turbulentas cuyas guerras llevaron a Sarmiento hacia
el exilio no querían ni podían saber nada de una escuelita de
niñas. Simplemente no eran el lugar apropiado, y el momento tampoco parecía
serlo. Visionario (como todo reformador), sentimental (como todo romántico),
Sarmiento llora lo que no tuvo aunque, cuando escribe esas frases impregnadas
por el clisé, esté mirando de reojo no la oficina de un director
de escuela sino el despacho de presidente de la República.
Como sea, el que se emociona no es un hipócrita sino un hombre sensible
que echa mano a las expansiones del alma para indicarles a sus lectores que
esa escuelita o cualquiera otra fundan condiciones culturales que harán
posible una República en las provincias argentinas.
Siempre que se lee a Sarmiento se tiene la impresión de que la exageración
da el tono base: no avanza hacia la exageración, sino queparte de ella
para modularla, porque es el registro que mejor conoce. La exageración
es el tono base de la diatriba, de la denuncia, del ensueño, de la desesperanza
y de la indignación, el orgullo y la jactancia. Estos sentimientos están
presentes en las exclamaciones con las que Sarmiento evoca su escuelita. Ella
fue la maqueta de las escuelas futuras, el ensayo hecho antes de los treinta
años, interrumpido, añorado, a la vez una cuenta pendiente y una
promesa. Sobre todo: la añoranza de esa escuela efímera (seguramente
casi tan pobre como una escuela-rancho) se convierte en el programa que une
progreso, educación, inmigración y república.
Segundo
tiempo, 1914
En 1914 ese programa parecía realizado y era posible someterlo a juicio.
Un escritor exitosísimo de esos años, Manuel Gálvez, publicó
La maestra normal con la aspiración de hacer no sólo una (imposible)
Madame Bovary criolla, sino también una crítica a lo que la escuela
pública había producido como cultura e ideología. Gálvez
no pensaba que de allí salían matronas virtuosas (como en la fantasía
latina de Sarmiento) sino mujeres a quienes el positivismo y la ciencia moderna
habían trastornado y, más que trastornado, corrompido.
La maestra normal es una denuncia de la escuela moderna, neutral en lo religioso
y, por lo tanto, peligrosa en términos morales ya que prescinde de los
fundamentos trascendentes que sólo la religión puede dar a los
valores.
La batalla por la educación había tomado varias décadas.
Comenzó con una derrota de los católicos y la aprobación
de la Ley de Educación Pública, Gratuita y Obligatoria, conocida
hasta hoy como Ley 1420. Pero, más de treinta años después,
las consecuencias sociales e ideológicas de esa victoria institucional
permiten que un novelista católico como Manuel Gálvez enjuicie
los resultados de esa ley y de las políticas educacionales con las que
ya se habían formado varias promociones de maestras.
Raselda, protagonista de La maestra normal, es la prueba de que la escuela había
sido completamente eficaz en su programa liberal, antirreligioso, modernizante
y científico. Esa mujer fue raptada por la escuela, que capturó
su conciencia, borró de ella los principios naturales de
la moral, y la integró a un dispositivo poderoso e impersonal. En suma,
la escuela normal destruyó sus creencias y sus apoyos tradicionales,
sin darle otros principios éticos. Hasta aquí, el personaje de
Gálvez.
La novela (imposible de leer hoy) fue un best-seller escandaloso cuando se publicó.
Tenía un poco de todo: seducción de una muchacha, embarazo, aborto,
mediocridad del ambiente pueblerino de La Rioja, crisis de valores, cinismo,
hipocresía, sensualidad criolla, costumbrismo, romanticismo de literatura
sentimental. Los católicos que se escandalizaron por su tema pasaron
por alto que Gálvez había escrito para que lo leyeran las
mismas maestras normales (esas mujeres que formaban parte del nuevo público)
una condena de la filosofía educativa que había definido su formación:
En la escuela nunca le hablaron de Dios, y algunos profesores hasta le
enseñaron a despreciar la religión. Ahora creía que esa
enseñanza, en vez de darle fuerzas para vencer los instintos, habíala
predispuesto para el mal, al quitarle el apoyo de las eficaces defensas que
tiene la religión contra el pecado.
Una escuela sin Dios, cuya neutralidad religiosa encubre la impiedad de los
principios de esa razón y esa ciencia que distribuye entre mujeres que,
tanto por su sexo como por su origen, no están en condiciones de juzgar
aquello que reciben. Pero también, una escuela tan eficaz como máquina
ideológica que tiene el poder de impulsar al Mal y secar las fuentes
religiosas de la moral cristiana. En consecuencia, una escuela que, aunque equivocada,
cumple con todos los objetivos que se ha propuesto. En suma, una institución
que les da forma a las conciencias.
Ciegos y escépticos ante los principios morales, los pedagogos de la
escuela pública también desconocen las fuentes nacionales de nuestracultura.
Su inclinación cientificista tiene el vicio del europeísmo que
los lleva a despreciar los orígenes de la literatura argentina y los
grandes poetas, como Lugones, que supieron leer esos orígenes. Una desopilante
discusión sobre el Martín Fierro prueba que la culpa de la desnacionalización
está en las escuelas normales, cuyas profesoras, de una pedantería
sólo comparable con su ignorancia, prefieren a Espronceda antes que a
José Hernández. Esta negación de los orígenes fortalece
la hipótesis de que la escuela predica no sólo la impiedad sino
también gustos antinacionales.
Lo que de todos modos queda bien claro es su eficacia para dar forma a quienes
pasan por las aulas. Para Gálvez, la escuela debe reformarse no porque
no funcione sino porque funciona demasiado bien. Sarmiento, entonces, puede
descansar en paz, por lo menos hasta que no se impongan los revisionistas de
su programa cultural.
Tercer
tiempo, 1971 (1997)
La ilustración de tapa de El Carapálida de Luis Chitarroni es
una fotografía escolar. Mejor dicho, un fragmento de esas típicas
fotos de fin de curso, tomadas con los alumnos organizados en pirámide,
junto a su maestra, y en la que uno de ellos sostiene el cartelito donde se
inscribe, para el recuerdo y la nostalgia, el grado y año. En esta foto,
el nombre de la escuela ha sido suprimido: sólo se lee escuela,
en un genérico que tiene un alto grado de representatividad. El año
es 1971, y el grado, el séptimo. Esos chicos (se trata de una escuela
sólo de varones) se han sacado la última foto de la primaria.
Aunque todavía no está próximo el fin de año, el
director de la escuela ha comenzado a preparar, conscientemente, el souvenir
de infancia.
Chitarroni escribe modulando los diferentes sonidos de la escuela: la fonética
de los chicos en proceso de transformación (colmillo ya es,
en 1971, colmisho), el cuidadoso repertorio auditivo de apellidos
y sobrenombres, las frases hechas del catecismo patriótico que no conservan
ningún vestigio de sentido, el doble y triple discurso de las maestras
y maestros, que oscilan entre las hablas del barrio y las aprendidas en la institución
que los formó en un ya remoto ideal de lengua, los insultos en sus diferentes
niveles permitidos y prohibidos. En paralelo con estos sonidos, una banda de
ruidos: empujones, golpes, resoplidos y eructos. Chitarroni escribe, en el borde
de lo cómico, la oralidad de ese mundo preadolescente.
Pero El Carapálida, quizás sin proponérselo, con ese saber
que tienen las ficciones cuando son buenas, muestra una escuela de barrio donde
ya han empezado a operar fuerzas que no estaban ni en el programa del siglo
XIX, ni en la crítica nacionalista y católica de comienzos del
siglo XX.
La escuela de El Carapálida está atravesada por la industria cultural,
la televisión, la música pop, el grafitti. Vio en el pizarrón
escolar un dibujo del submarino amarillo con las inscripciones: La imaginación
al poder, arriba, y abajo: Queda decretado el estado de dicha permanente.
Avanzó unos pasos, guiado por el desconcierto, y vio murales estrafalarios
con letras, los modelos de letra que hacía tres o cuatro años
había impuesto Peter Max: letras gordas y coloridas, arabescos y anamorfosis
psicodélicos... El retrato del prócer de turno no desentonaba;
al contrario, parecía adecuarse perfectamente.
La cultura de la sociedad, y especialmente la cultura de las medios, ha entrado
en esa escuela, como en todas las otras. La novela escolar se convierte en novela
de la cultura preadolescente y de los malosentendidos radicales entre ese mundo
sordamente conflictivo y algo gótico (hay un muerto que reaparece, por
ejemplo) y un mundo pasado, el de la institución que ha comenzado a perder
sus sentidos. En 1914, la escuela era un espacio poderoso; en el recuerdo que
Chitarroni trae desde 1971, la escuela es un espacio presionado desde fuera,
resquebrajado y dudoso por dentro. El Carapálida es nuestro Grand Meaulnes
de la última parte del siglo XX. Si en la novela, de 1913, de Alain Fournier,
el padre era también maestro y recibía por esa doble autoridad
el respeto de todos los chicos, comenzandopor su hijo; si en Le Grand Meaulnes
la escuela podía continuarse naturalmente en la dimensión romántica
de la aventura, en El Carapálida ya se muestra la fisura que ha separado
(¿para siempre?) a la escuela de la vida de quienes están en ella.
Sin mediaciones entre la cultura de los chicos y la cultura de la escuela, los
maestros hacen esfuerzos imposibles, como la cómica visita al Gran Escritor,
donde la crítica cae más sobre su ridícula solemnidad que
sobre la maestra que no logra entenderlo ni darse cuenta de que hay muy poco
para entender allí. Mientras tanto, los chicos, completamente en otra
cosa, deambulan por el barrio interesados sólo en lo suyo. La escuela
ha perdido la autoridad laica (o cualquier otra) que criticaba Manuel Gálvez.
Lejos de ser eficaz, no puede transmitir casi nada.
Cuarto
tiempo, 2002
¿Y ahora qué? Lo que Chitarroni trabajó como materia de
su novela se ha realizado por completo en una realidad local que, con otros
países del mundo, comparte la crisis de la cultura escolar. Si sólo
fuera eso, quizás otras políticas podrían proponer otras
soluciones que encaren el problema de una escuela infinitamente menos atractiva
que los medios audiovisuales, y también de una escuela que sufrió
tanto como cualquier otra institución el quiebre de todos los criterios
de autoridad (los autoritarios y los democráticos), oscilando entre el
seguidismo benevolente y atolondrado de la cultura juvenil o su crítica
bienpensante y, en ocasiones, hipócrita. Pero no se trata sólo
de eso, sino de la escuela en la Argentina actual.
Sobre este país azotado, ni una palabra más que las que decimos
todos los días. O quizás sólo unas pocas frases: la pobreza
ha tocado ahora a las capas medias, esa columna que parecía inconmovible
y que se apoyaba (y sostenía) la escuela, porque la historia de su ascenso
se enlazó con cada capítulo de la historia educativa. Y también,
la consecuencia de lo recién escrito: por primera vez en 150 años,
los hijos podrían tener menos educación que sus padres.
Pero hay más en la crisis. Por un lado, las dictaduras militares impusieron
su marca de autoritarismo en una escuela que vivió la transición
democrática como la oportunidad de una revancha democratista, alineada
en el seguidismo de la cultura juvenil, más que como la ocasión
de ponerse en el filo de lo que estaba ocurriendo con la cultura de la escuela
y la cultura de sus alumnos. Por otro lado, la situación económica
coloca al sindicalismo docente en una posición defensiva tanto de sus
salarios como de condiciones de trabajo que debieran ser rediscutidas por completo
si la discusión fuera posible en las condiciones injustas que crean esos
mismos salarios. Además, el país ha delegado totalmente la educación
en las provincias y municipios que, con frecuencia, no cumplen con los pactos
y, en varios casos, han producido verdaderas emergencias por ineptitud, malversación
o despilfarro. Finalmente, la universidad pública se conduce como si
no formara parte del sistema educativo y piensa sus problemas como si la autonomía
fuera un derecho de extraterritorialdad.
La escuela es un lugar de pobreza simbólica, al que los alumnos de capas
medias van porque no hay más remedio y los alumnos populares van porque
allí se reparte algo de comida o de asistencia y es un lugar más
seguro que las calles de los barrios periféricos. Cada uno se arregla
como puede, aprendiendo y enseñando lo que puede. En estas condiciones,
y sobre todo en las escuelas destinadas a los más pobres, la enseñanza
pasa a un segundo plano porque hay que resolver otras urgencias y porque las
familias de esos chicos tienen pocas posibilidades de presión cultural
sobre el sistema.
La justicia y la equidad de una nación se miden por aquello que piden
de sus habitantes y aquello que les devuelven, a quiénes piden y a quiénes
devuelven, y qué es lo que toma para distribuir. Todo eso está
grotescamente distorsionado en Argentina, y la escuela ha perdido tantocomo
otras áreas. Sólo que esa pérdida tiene consecuencias que
se prolongarán incluso cuando se encuentren soluciones y alguien esté
dispuesto a tomarlas pese a las resistencias corporativas o las limitaciones
impuestas. Destruida por la ausencia de políticas que la devuelvan a
un lugar de irradiación de saberes, hoy la escuela no garantiza la igualdad
de oportunidades. Y esto quiere decir que, sin que nadie se lo propusiera expresamente
pero con la contribución culpable de muchos, la escuela ha dejado de
cumplir su promesa democrática.
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