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Domingo, 8 de septiembre de 2002

Escuelas

por Beatriz Sarlo

Primer tiempo, 1850
“Todas las traducciones que he hecho tienen por objeto dotar a la instrucción primaria de tratados útiles”, escribió Sarmiento en Recuerdos de provincia. Está presentando los credenciales con las que aspira a la presidencia de la Argentina y ocupa las últimas páginas de ese libro con sus traducciones, sus obras para la educación pública y la mención de las escuelas que dice haber fundado, y a las que recuerda con una insistencia romántica que hoy suena inadecuada, porque no se recuerdan escuelas con la nostalgia del amor: “¡Oh, mi colegio, cuánto te quería! ¡Hubiera muerto a tus puertas por guardar tu entrada! ¡Hubiera renunciado a toda otra afición por prolongar más años tu existencia!”
¿Qué es esto? ¿Qué son estos desbordes sentimentales y estas exageraciones de amante apasionado? Sarmiento, que está bien lejos de desear su propia muerte, no cree que sea inverosímil afirmar, con seriedad, que hubiera dado su vida ante las puertas de una escuela de niñas que había fundado en la provincia de San Juan en 1839. Tampoco le parece un artificio poco creíble afirmar que él, que escribe Recuerdos de provincia para presentarse ante sus contemporáneos como futuro presidente, hubiera renunciado a todo, es decir a la política, al periodismo, a la literatura, si tal cosa hubiera asegurado la continuidad de aquella escuela, cerrada a los dos años, porque su fundador debió cruzar la cordillera y huir a Chile como perseguido político.
Hubiera dado la vida por seguir con la escuelita, que debía ser un experimento extrañamente sofisticado en San Juan, una aldea criolla atravesada por los huracanes del conflicto. No sólo sofisticado sino casi irreverente respecto de los usos de la época, ya que se trataba de una escuela para niñas a las que Sarmiento imaginaba, después de algunos años, convertidas, por el estudio y las ideas (no por las labores manuales ni simplemente por el catecismo), en “matronas romanas”. Otra exageración, por supuesto: matronas romanas en San Juan, donde hasta la pirámide con la que se recordaba la Revolución de Mayo estaba en ruinas. Como sea, Sarmiento quería “matronas romanas”, que educaran a sus hijos en las virtudes cívicas, es decir que produjeran el tipo adecuado a las instituciones que deberían implantarse cuando cayera Juan Manuel de Rosas. Pero, convengamos, la elipsis que va de una escuela primaria en San Juan a la producción familiar de hombres con virtudes políticas une puntos lejanos, excéntricos y, en los años anteriores a 1850, completamente improbables.
La excentricidad y la improbabilidad justifican tanto el sentimentalismo como la nostalgia de Sarmiento. En efecto: él podría haber continuado en San Juan, dirigiendo amorosamente la escuelita de niñas fundada en 1839, si la Argentina de esos años hubiera sido otra (y Sarmiento también otro hombre).
Las provincias miserables y turbulentas cuyas guerras llevaron a Sarmiento hacia el exilio no querían ni podían saber nada de una escuelita de niñas. Simplemente no eran el lugar apropiado, y el momento tampoco parecía serlo. Visionario (como todo reformador), sentimental (como todo romántico), Sarmiento llora lo que no tuvo aunque, cuando escribe esas frases impregnadas por el clisé, esté mirando de reojo no la oficina de un director de escuela sino el despacho de presidente de la República.
Como sea, el que se emociona no es un hipócrita sino un hombre “sensible” que echa mano a las expansiones del alma para indicarles a sus lectores que esa escuelita o cualquiera otra fundan condiciones culturales que harán posible una República en las provincias argentinas.
Siempre que se lee a Sarmiento se tiene la impresión de que la exageración da el tono base: no avanza hacia la exageración, sino queparte de ella para modularla, porque es el registro que mejor conoce. La exageración es el tono base de la diatriba, de la denuncia, del ensueño, de la desesperanza y de la indignación, el orgullo y la jactancia. Estos sentimientos están presentes en las exclamaciones con las que Sarmiento evoca su escuelita. Ella fue la maqueta de las escuelas futuras, el ensayo hecho antes de los treinta años, interrumpido, añorado, a la vez una cuenta pendiente y una promesa. Sobre todo: la añoranza de esa escuela efímera (seguramente casi tan pobre como una escuela-rancho) se convierte en el programa que une progreso, educación, inmigración y república.

Segundo tiempo, 1914
En 1914 ese programa parecía realizado y era posible someterlo a juicio. Un escritor exitosísimo de esos años, Manuel Gálvez, publicó La maestra normal con la aspiración de hacer no sólo una (imposible) Madame Bovary criolla, sino también una crítica a lo que la escuela pública había producido como cultura e ideología. Gálvez no pensaba que de allí salían matronas virtuosas (como en la fantasía latina de Sarmiento) sino mujeres a quienes el positivismo y la ciencia moderna habían trastornado y, más que trastornado, corrompido.
La maestra normal es una denuncia de la escuela moderna, neutral en lo religioso y, por lo tanto, peligrosa en términos morales ya que prescinde de los fundamentos trascendentes que sólo la religión puede dar a los valores.
La batalla por la educación había tomado varias décadas. Comenzó con una derrota de los católicos y la aprobación de la Ley de Educación Pública, Gratuita y Obligatoria, conocida hasta hoy como Ley 1420. Pero, más de treinta años después, las consecuencias sociales e ideológicas de esa victoria institucional permiten que un novelista católico como Manuel Gálvez enjuicie los resultados de esa ley y de las políticas educacionales con las que ya se habían formado varias promociones de maestras.
Raselda, protagonista de La maestra normal, es la prueba de que la escuela había sido completamente eficaz en su programa liberal, antirreligioso, modernizante y científico. Esa mujer fue raptada por la escuela, que capturó su conciencia, borró de ella los principios “naturales” de la moral, y la integró a un dispositivo poderoso e impersonal. En suma, la escuela normal destruyó sus creencias y sus apoyos tradicionales, sin darle otros principios éticos. Hasta aquí, el personaje de Gálvez.
La novela (imposible de leer hoy) fue un best-seller escandaloso cuando se publicó. Tenía un poco de todo: seducción de una muchacha, embarazo, aborto, mediocridad del ambiente pueblerino de La Rioja, crisis de valores, cinismo, hipocresía, sensualidad criolla, costumbrismo, romanticismo de literatura sentimental. Los católicos que se escandalizaron por su tema pasaron por alto que Gálvez había escrito –para que lo leyeran las mismas maestras normales (esas mujeres que formaban parte del nuevo público)– una condena de la filosofía educativa que había definido su formación: “En la escuela nunca le hablaron de Dios, y algunos profesores hasta le enseñaron a despreciar la religión. Ahora creía que esa enseñanza, en vez de darle fuerzas para vencer los instintos, habíala predispuesto para el mal, al quitarle el apoyo de las eficaces defensas que tiene la religión contra el pecado”.
Una escuela sin Dios, cuya neutralidad religiosa encubre la impiedad de los principios de esa razón y esa ciencia que distribuye entre mujeres que, tanto por su sexo como por su origen, no están en condiciones de juzgar aquello que reciben. Pero también, una escuela tan eficaz como máquina ideológica que tiene el poder de impulsar al Mal y secar las fuentes religiosas de la moral cristiana. En consecuencia, una escuela que, aunque equivocada, cumple con todos los objetivos que se ha propuesto. En suma, una institución que les da forma a las conciencias.
Ciegos y escépticos ante los principios morales, los pedagogos de la escuela pública también desconocen las fuentes nacionales de nuestracultura. Su inclinación cientificista tiene el vicio del europeísmo que los lleva a despreciar los orígenes de la literatura argentina y los grandes poetas, como Lugones, que supieron leer esos orígenes. Una desopilante discusión sobre el Martín Fierro prueba que la culpa de la desnacionalización está en las escuelas normales, cuyas profesoras, de una pedantería sólo comparable con su ignorancia, prefieren a Espronceda antes que a José Hernández. Esta negación de los orígenes fortalece la hipótesis de que la escuela predica no sólo la impiedad sino también gustos antinacionales.
Lo que de todos modos queda bien claro es su eficacia para dar forma a quienes pasan por las aulas. Para Gálvez, la escuela debe reformarse no porque no funcione sino porque funciona demasiado bien. Sarmiento, entonces, puede descansar en paz, por lo menos hasta que no se impongan los revisionistas de su programa cultural.

Tercer tiempo, 1971 (1997)
La ilustración de tapa de El Carapálida de Luis Chitarroni es una fotografía escolar. Mejor dicho, un fragmento de esas típicas fotos de fin de curso, tomadas con los alumnos organizados en pirámide, junto a su maestra, y en la que uno de ellos sostiene el cartelito donde se inscribe, para el recuerdo y la nostalgia, el grado y año. En esta foto, el nombre de la escuela ha sido suprimido: sólo se lee “escuela”, en un genérico que tiene un alto grado de representatividad. El año es 1971, y el grado, el séptimo. Esos chicos (se trata de una escuela sólo de varones) se han sacado la última foto de la primaria. Aunque todavía no está próximo el fin de año, el director de la escuela ha comenzado a preparar, conscientemente, el souvenir de infancia.
Chitarroni escribe modulando los diferentes sonidos de la escuela: la fonética de los chicos en proceso de transformación (“colmillo” ya es, en 1971, “colmisho”), el cuidadoso repertorio auditivo de apellidos y sobrenombres, las frases hechas del catecismo patriótico que no conservan ningún vestigio de sentido, el doble y triple discurso de las maestras y maestros, que oscilan entre las hablas del barrio y las aprendidas en la institución que los formó en un ya remoto ideal de lengua, los insultos en sus diferentes niveles permitidos y prohibidos. En paralelo con estos sonidos, una banda de ruidos: empujones, golpes, resoplidos y eructos. Chitarroni escribe, en el borde de lo cómico, la oralidad de ese mundo preadolescente.
Pero El Carapálida, quizás sin proponérselo, con ese saber que tienen las ficciones cuando son buenas, muestra una escuela de barrio donde ya han empezado a operar fuerzas que no estaban ni en el programa del siglo XIX, ni en la crítica nacionalista y católica de comienzos del siglo XX.
La escuela de El Carapálida está atravesada por la industria cultural, la televisión, la música pop, el grafitti. “Vio en el pizarrón escolar un dibujo del submarino amarillo con las inscripciones: ‘La imaginación al poder’, arriba, y abajo: ‘Queda decretado el estado de dicha permanente’. Avanzó unos pasos, guiado por el desconcierto, y vio murales estrafalarios con letras, los modelos de letra que hacía tres o cuatro años había impuesto Peter Max: letras gordas y coloridas, arabescos y anamorfosis psicodélicos... El retrato del prócer de turno no desentonaba; al contrario, parecía adecuarse perfectamente.”
La cultura de la sociedad, y especialmente la cultura de las medios, ha entrado en esa escuela, como en todas las otras. La novela escolar se convierte en novela de la cultura preadolescente y de los malosentendidos radicales entre ese mundo sordamente conflictivo y algo gótico (hay un muerto que reaparece, por ejemplo) y un mundo pasado, el de la institución que ha comenzado a perder sus sentidos. En 1914, la escuela era un espacio poderoso; en el recuerdo que Chitarroni trae desde 1971, la escuela es un espacio presionado desde fuera, resquebrajado y dudoso por dentro. El Carapálida es nuestro Grand Meaulnes de la última parte del siglo XX. Si en la novela, de 1913, de Alain Fournier, el padre era también maestro y recibía por esa doble autoridad el respeto de todos los chicos, comenzandopor su hijo; si en Le Grand Meaulnes la escuela podía continuarse naturalmente en la dimensión romántica de la aventura, en El Carapálida ya se muestra la fisura que ha separado (¿para siempre?) a la escuela de la vida de quienes están en ella.
Sin mediaciones entre la cultura de los chicos y la cultura de la escuela, los maestros hacen esfuerzos imposibles, como la cómica visita al Gran Escritor, donde la crítica cae más sobre su ridícula solemnidad que sobre la maestra que no logra entenderlo ni darse cuenta de que hay muy poco para entender allí. Mientras tanto, los chicos, completamente en otra cosa, deambulan por el barrio interesados sólo en lo suyo. La escuela ha perdido la autoridad laica (o cualquier otra) que criticaba Manuel Gálvez. Lejos de ser eficaz, no puede transmitir casi nada.

Cuarto tiempo, 2002
¿Y ahora qué? Lo que Chitarroni trabajó como materia de su novela se ha realizado por completo en una realidad local que, con otros países del mundo, comparte la crisis de la cultura escolar. Si sólo fuera eso, quizás otras políticas podrían proponer otras soluciones que encaren el problema de una escuela infinitamente menos atractiva que los medios audiovisuales, y también de una escuela que sufrió tanto como cualquier otra institución el quiebre de todos los criterios de autoridad (los autoritarios y los democráticos), oscilando entre el seguidismo benevolente y atolondrado de la cultura juvenil o su crítica bienpensante y, en ocasiones, hipócrita. Pero no se trata sólo de eso, sino de la escuela en la Argentina actual.
Sobre este país azotado, ni una palabra más que las que decimos todos los días. O quizás sólo unas pocas frases: la pobreza ha tocado ahora a las capas medias, esa columna que parecía inconmovible y que se apoyaba (y sostenía) la escuela, porque la historia de su ascenso se enlazó con cada capítulo de la historia educativa. Y también, la consecuencia de lo recién escrito: por primera vez en 150 años, los hijos podrían tener menos educación que sus padres.
Pero hay más en la crisis. Por un lado, las dictaduras militares impusieron su marca de autoritarismo en una escuela que vivió la transición democrática como la oportunidad de una revancha democratista, alineada en el seguidismo de la cultura juvenil, más que como la ocasión de ponerse en el filo de lo que estaba ocurriendo con la cultura de la escuela y la cultura de sus alumnos. Por otro lado, la situación económica coloca al sindicalismo docente en una posición defensiva tanto de sus salarios como de condiciones de trabajo que debieran ser rediscutidas por completo si la discusión fuera posible en las condiciones injustas que crean esos mismos salarios. Además, el país ha delegado totalmente la educación en las provincias y municipios que, con frecuencia, no cumplen con los pactos y, en varios casos, han producido verdaderas emergencias por ineptitud, malversación o despilfarro. Finalmente, la universidad pública se conduce como si no formara parte del sistema educativo y piensa sus problemas como si la autonomía fuera un derecho de extraterritorialdad.
La escuela es un lugar de pobreza simbólica, al que los alumnos de capas medias van porque no hay más remedio y los alumnos populares van porque allí se reparte algo de comida o de asistencia y es un lugar más seguro que las calles de los barrios periféricos. Cada uno se arregla como puede, aprendiendo y enseñando lo que puede. En estas condiciones, y sobre todo en las escuelas destinadas a los más pobres, la enseñanza pasa a un segundo plano porque hay que resolver otras urgencias y porque las familias de esos chicos tienen pocas posibilidades de presión cultural sobre el sistema.
La justicia y la equidad de una nación se miden por aquello que piden de sus habitantes y aquello que les devuelven, a quiénes piden y a quiénes devuelven, y qué es lo que toma para distribuir. Todo eso está grotescamente distorsionado en Argentina, y la escuela ha perdido tantocomo otras áreas. Sólo que esa pérdida tiene consecuencias que se prolongarán incluso cuando se encuentren soluciones y alguien esté dispuesto a tomarlas pese a las resistencias corporativas o las limitaciones impuestas. Destruida por la ausencia de políticas que la devuelvan a un lugar de irradiación de saberes, hoy la escuela no garantiza la igualdad de oportunidades. Y esto quiere decir que, sin que nadie se lo propusiera expresamente pero con la contribución culpable de muchos, la escuela ha dejado de cumplir su promesa democrática.

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