Domingo, 8 de julio de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Cuando C. E. Feiling murió, en 1997, dejó una brillante obra literaria que, además, tenía la peculiaridad de abordar un género diferente en cada libro: El agua electrizada (el policial), Un poeta nacional (el relato de aventuras) y El mal menor (el terror) —a la que se sumaba Amor a Roma, un singular libro de poesía—. A diez años de su muerte, editorial Norma edita en un solo volumen sus tres novelas y el capítulo terminado de La tierra esmeralda, la novela inconclusa en la que pensaba abordar el fantasy. Su amigo Luis Chitarroni y su última mujer, Gabriela Esquivada, están a cargo del prólogo y postfacio que acá reproducimos a manera de anticipo.
Por Luis Chitarroni
Desde que se publicó, en 1997, releo El mal menor cada dos años. No es un rito sentimental sino una contumacia de placer y aprendizaje. Entre las cosas que la crítica literaria se acostumbró a omitir, una constante es el progreso —en el sentido lato— de un escritor, la lenta asimilación —Charlie se ufanaba de ser lento— de un arte que es también un oficio. La temprana maestría de El agua electrizada parece ensombrecer la madurez genial de El mal menor.
Por otro lado, El agua electrizada implicaba la conquista de un género —el policial— para el que C. E. Feiling se había entrenado con fruición. Lo permitía cierta disponibilidad natural de la voz narrativa —esa golden voice que no se deja separar bien de la otra, la de la oralidad— y la aptitud para invadir el género sin demasiados artificios porque la historia entera, excepto la anécdota principal —leída, creo, en el diario—, entraba perfectamente dentro del campo de su pasado, de su experiencia. Las decisiones quedaban, así, reducidas. Uno de los ejercicios de modestia con que el autor solía castigarse consistía en el latiguillo: “La imaginación al poder, el slogan del Mayo Francés, conmigo está frito”. Hasta llegó a escribirlo. Creía que la imaginación no era su fuerte o, más rigurosamente, que le había sido negada. Podía tratarse de la imaginación entendida como ese escrúpulo pueril, pedagógico, exigido sólo por maestras primarias, que consiste en agregar un fondo floral al cuadrúpedo prosaico dibujado en la hoja canson, pero también de algo más, algo de lo que le gustaba jactarse de carecer porque le repelía. C. E. Feiling no tenía la menor consideración por los programas asociativos de tipo surrealista ni por las canciones de Luis Alberto Spinetta. Los años de la Escuela del Sol tal vez hayan sido tan terribles como los del Liceo Naval.
Sin embargo, y a causa de ese rigor característico, no conozco en la literatura argentina imaginación más encendida que la de C. E. Feiling. Un consejo de William Golding pareció autorizar el uso de las imágenes personales cuando las observaciones y apuntes se agotaban. En Un poeta nacional, la novela que escribía cuando entrevistó a Golding, es perceptible en grado sumo, en escenas como la del zorro. En El mal menor —novela de terror— el desmantelamiento de la realidad lo produce una fantasía montada sobre perfectos y perplejos jirones y ráfagas de detalles —aquello que Lin Carter llama “el negocio” de los mejores escritores de fantasy (Lovecraft, Dunsany, Eddison)— que no son meramente rasgos circunstanciales. Así, el registro de los itinerarios —en Buenos Aires, en La Habana, en Londres— y las locaciones, verificados por el ojo de experto de C. E. Feiling, son interrumpidos por escenas de sueño y un viaje “real” del todo imaginario: el que hace la protagonista en compañía de Nelson Floreal, desde Deán Funes y Estados Unidos, en pleno barrio San Cristóbal, hasta el centro mismo, donde se ha originado la rotura. Hitchcock solía despreciar la verosimilitud; Graham Greene, no. A C. E. Feiling le gustaban los dos, a su manera, aunque ninguno de ellos se arriesgara en el género que convierte a El mal menor en una singularidad dentro del ámbito de la narrativa latinoamericana, una novela que da miedo de verdad, que pone los pelos de punta por la presencia de lo ominoso, lo siniestro, the uncanny: el mal encarnado. En algún momento, el autor jugó con incorporar como acápite la advertencia que William Gerhardie pone al comienzo de Futility: “el yo de este libro no soy yo”. Después dejó a Leboud, personaje sin comillas culturales, a cargo de la narración y sumó dos acápites distintos, uno de Stephen King.
En las tres novelas publicadas, la voz es una tercera persona (con un doblez final en El mal menor) pero siempre engañosa. La de El agua electrizada se recuerda como una primera a causa de la cercanía que proporcionan las percepciones del protagonista; en Un poeta nacional, al revés, por una lejanía rumbosa, que le da carácter y tono histórico. En El mal menor, porque el doblez final permite esa secuencia propuesta en “El acercamiento a Almotásim” por Mir Bahadur Alí: “Fue como si mediara en el diálogo un interlocutor más complejo”.
Por esos agravios constantes de la simetría en los destinos, a las tres novelas les suceden las tres escenas del primer capítulo de La tierra esmeralda, “El elegido”.
Estas tres escenas están terminadas de acuerdo con los requisitos de corrección obsesiva de Charlie. Hay, además, dos capítulos no revisados y un cuaderno de tapas duras con anotaciones que acompañan —y otras que van mucho más allá— “El elegido”.
En el pórtico del cuaderno, el título inicial Hache minúscula y una aclaración parentética (Apuntes) están tachados sin firmeza, con una línea diagonal. Tachada está también una palabra del siguiente título —La tierra púrpura—, “púrpura” precisamente, y sustituido por “esmeralda”. A continuación, una cronología cuyas fechas corresponden a las cinco partes de la concepción inicial: “1982/1965(¿?)/1955/1991/1915”. Recuerdo que Charlie tenía particular interés en la batalla de Ypres (la primera en la que se usó gas mostaza), pero es difícil deducir qué incidencia iba a tener ésta en el desarrollo del argumento. El 22 de junio de 1996, un apunte es toda una decisión organizativa. Dice: “definitivamente un fantasy”.
El cuaderno es una especie de diario técnico de posibilidades. Orienta y permite gran cantidad de hipótesis. Escrito con la letra de Charlie, alta y ancha, a veces en inglés, no siempre legible. Esto se debe probablemente, aunque no vale la pena agregar dramatismo, a que escribió estos apuntes no siempre sobre superficies planas y estables, sino haciendo equilibrio, en el curso de distintos tratamientos e intervenciones. Las bromas acerca de organizar festivales de cine gore en los entreactos de los congresos hematológicos y conciertos de música contemporánea en los ateneos de dolor surgieron como atenuantes adecuados, como efusiones de supervivencia de un admirable sentido del humor.
El acompañamiento que los apuntes proporcionan no se refiere a la acción sino a proyecciones sobre el pasado o el futuro de lo que “El elegido” narra, que, como suele ocurrir en la economía feiliniana, es mucho. Y, como advertirá el lector, central, decisivo. Presentación y acción desde el vamos.
Sin embargo, me arriesgo a aventurar que en La tierra esmeralda tanto como en El mal menor el tema subyacente, paralelo a la muerte misma (como si compartieran ese raro canal que misteriosamente los comunica), es la imaginación. Al revés de lo que ocurre con los obsesivos de su laya, Charlie se permitía animar las paradojas, no someterse a ellas.
Para un racionalista, para un “ateo de los de antes” —como le gustaba definirse—, para el decidido confidente de Hume, para el defensor a ultranza de la medicina alopática (en beneficio y a costa de su cuerpo), las incursiones en la novela de terror y en la fantasía adulta —hipérbole de la literatura fantástica—-, la admisión y la representación del mal encarnado era sin duda un desafío a su escepticismo de escritor y a su credulidad de lector. El poder persuasivo de las dos novelas es el resultado exitoso de esta tensión entre el racionalista y el inspirado, entre el lector y el que sueña, entre el decidido estratega y el aterrado rehén. Pertenece, asimismo, al dominio de lo indemostrable. Revisemos entonces lo que tiene enlace con la explicación o la conjetura, nada más.
El joven Rubén Arturo Cortellone (Lizardi inicialmente en el cuaderno) avanza por Marcelo T. de Alvear en dirección a Callao con un trofeo conseguido en la librería/papelería Dunken: Red Moon and Black Mountain, de Joy Chant. Este libro, como los otros que se nombran —The Water of Wondrous Isles, de William Morris, y The Lost Continent, de C. J. Cuttliffe Hyne— pertenecen a la serie Original Adult Fantasy; los publicaba entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta Ballantine Books, elegidos por Lin Carter, autor, crítico e historiador del género. (Es una curiosa inmersión en la adolescencia del propio Charlie, quien más o menos a la misma edad que el protagonista solía comprarlos, dos décadas antes, en la librería ABC de la calle Florida.)
Esta colección extraordinaria reunía títulos como The Shaving of Shagpat, de Meredith, y The World’s Desire, de Rider Haggard y Andrew Lang (uno de los favoritos de Feiling), hasta primeras novelas como la de Joy Chant, la compra del día de Rubén, fantasy por antonomasia, con la pugnaz y suntuosa batalla en el mágico mundo de Khendiol con el exiliado hechicero Fendarl de la Montaña Negra. En los tempranos setenta de su publicación, nutridos todavía de estrellas de mar crudas, las tapas de Gervasio Gallardo y las descripciones de una prosa reverente de las sagas, enjoyada por Tennyson y Swinburne, dejaban soñar alternativas reales a esa imaginación un poco alevosa alentada por el Mayo francés, que exigía desabrocharse el cerebro tantas veces como la bragueta. La transición esperanzada entre la era de acuario —vermes cansados de la psicodelia botánica, senectud prematura de los primeros héroes de la progresiva— había sido una dura batalla también, no tan ajena como se cree al fantasy. Rubén —el Rúben— produce ese sueño de evocación sin siquiera comentarlo. Tanto en las novelas anteriores como en este fragmento único de La tierra esmeralda las observaciones sociales y psicológicas que se acumulan permiten determinar algunas de las direcciones en que lo increíble, lo fantástico —lo siempre verosímil en manos de Charlie—, hará su irrupción.
En el cuaderno de tapas duras, unas páginas después de la decisión sobre el género de La tierra esmeralda, aparece otra, no menos reveladora. Dice: “Epígrafe de la novela: obviamente, al menos uno, tendría que ser el de Edmund Wilson: Oh, those awful orcs!”. Se refiere al artículo de Wilson sobre Tolkien incluido en The Bit Between my Teeth con ese título, en el que el gran campeón de la crítica norteamericana se dedica a predicar contra el pudor rítmico, la pereza sintáctica, el interlineado reaccionario, la teratología penosa, la entera pastoral de la hermandad del anillo, a la que antepone el sombrío gótico sudista, de Poe a Poictesme, de las escabrosas alturas almenadas de “Metzengerstein” al erotismo escatológico de Jurgen.
Nuevo juego de fuerzas, entonces. Dos de las tres escenas de La tierra esmeralda transcurren en los ámbitos bien observados —cuidadosamente observados— de la realidad: la calle Marcelo T. de Alvear, el lugar llamado Living, vereda de los pares de la misma, más algunas retrospecciones y sitios mencionados (la galería Bond Street, por ejemplo). Pero una parte, la que corresponde a Sebastián —Sebestiar—, reserva sorpresas inquietantes. El personaje, que no siente ya la molestia de la resaca, “fruto de dormirse noche tras noche a base de diazepam y vodka cuando antes sus mayores vicios habían sido los anabólicos y el jugo de fruta”, parece evocar al trémulo pronombre de ese poema de Betjeman que traduzco (perdón): “ni mi menú vegetariano ni mi batido sin alcohol / hacen creer que el acusado haya nacido pecador”. Puede ir, por lo tanto, de un mundo a otro con la soltura de “quien se adelgaza para pasar entre la pared y la silla de un comensal distraído”, aunque ha sufrido un sacrificio digno de su nombre y se dispone a agregar otro —matar a Nasty, el gato— “de yapa”. Charlie condensa todo el dolor y la violencia del sueño en unas pocas páginas escritas con una especie de fiebre, con la imaginación en llamas. Los datos a mano sólo atenúan esa escena que el lector se debe como un ejercicio de cámara. El hecho de que los personajes con doble párpado acaso sean dérulos (en el cuaderno el autor registra que Rudven explicará que la palabra es derludos y viene de derludo, excremento); el hecho de que La Voz hable arrastrándose, como las voces más vulgares de la Argentina; y acaso, que esa yapa sacrificial remita al servicio teórico que Lin Carter en su libro sobre mundos imaginarios denomina “business”, negocios. “La palabra yapa deriva del quichua”, escribe Kany en Sintaxis hispanoamericana. Y sigue: “Gillet elabora la ingeniosa conjetura de que la palabra yapa, oriunda de los Andes peruanos, se convirtió en ñapa posiblemente bajo la influencia del guaraní, viajó por el sur del continente y, alcanzada la costa oriental de Panamá, cruzó el Caribe, tocó Puerto Rico y el extremo oriental de Cuba, desembarcando con toda felicidad en Nueva Orleáns bajo la forma de lagniappe”. Confrontémoslo con la conclusión de Carter, que salta los rasgos circunstanciales y encuentra en las notas de color restos diurnos púrpuras y esmeraldas, trajín y utilería, tramoya de detalles, la lagniappe que los mejores escritores dejan en el borde del mantel estable y ceñido. “Business, insiste, es casi siempre pura lagniappe.” Pura yapa.
Pero se está haciendo tarde en este prólogo. Y C. E. Feiling —hombre lento, insisto— sabía advertir ese efecto de inmediato, cuando aún era temprano, con su precoz orgullo de adelantado. “¿Por qué, si no, tuvimos apogeo, tenemos decadencia?”, preguntaba con un énfasis retórico encantador. Los otros, los que no contaban en la competencia eran “los que llegan tarde a donde nunca pasa nada”. Y afligido por los halagos, que siempre tardan, cuando se trata de algo verdaderamente único, los comparaba con los besos del poema de Ogden Nash sobre Samuel Timorato, que tradujo genialmente en Amor a Roma: “Ahora llegan los besos / demasiados, demasiado tarde”.
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