TESTIMONIOS
Se reedita un trabajo ya clásico sobre la vida de los onas de la antropóloga Anne Chapman, discípula de Lévi-Strauss.
› Por Sergio Kisielewsky
Los Selk’nam
La vida de los onas en Tierra del Fuego
Anne Chapman
Emecé
270 páginas
“Tengo que plantear que la posibilidad de la etnografía de cazadores y recolectores sea en su mayor parte una documentación de culturas incompletas. Frágiles círculos de rituales e intercambios pueden haber desaparecido sin dejar huellas perdidas en las más tempranas etapas del colonialismo, cuando las relaciones entre los grupos fueron atacadas y embrolladas por éste”. No es fortuita esta expresión de Lévi-Strauss al referirse a las civilizaciones de antaño. En este caso, una discípula de Strauss, la antropóloga Anne Chapman, investigó durante décadas la civilización ona. Generaciones que vivieron en Tierra del Fuego, sitio llamado así pues encendían fogatas para emprender sus tareas, de las que quedaron apenas unos sobrevivientes, con quienes Chapman inició su trabajo de campo a mediados de los años ’60.
Diezmados por las enfermedades, por expediciones de buscadores de oro y asesinos a sueldo, los onas resistieron con todo lo que estuvo a su alcance. Con el arco, las flechas y las mudanzas. En especial apoyados en sus ritos, que no fueron pocos.
Habitaban una región de praderas y fauna marina, aves y un paisaje demoledor en intemperie y belleza. Eran cazadores de guanacos, a los que seguían por su rastro en la nieve, y canoeros. La cultura fueguina es rica y compleja a la vez. Trasladándose de día, haciendo noche donde se pueda, los onas, según las investigaciones de Chapman, eran conscientes de la diversidad y riqueza, y de los peligros del lugar que habitaban: un oasis de lobos marinos y expediciones de barcos balleneros. Con 168 especies de aves y 515 variedades oceánicas y continentales los onas clasificaron 179 tipos de pájaros mientras tenían tiempo de armar y desarmar viviendas, tejer polainas y tatuarse la piel.
Se describe cómo los hombres se pintaban para salir de caza, hacha en mano, con cuchillos y boleadoras.
Chapman, al mejor estilo Margaret Mead, trabaja las claves de una civilización que lo emprendió todo y pudo dejar testimonio pese a las tormentas de nieve y las expediciones militares en busca de ovejas.
Los onas carecían del sentido de la propiedad, basaban muchas de sus relaciones de producción en el trueque. No tenían jefes pero sí chamanes y sabios que interpretaban la mitología que estuvo a su alcance. En particular el vínculo entre los guerreros y sus cautivas.
Los onas se destacaban por su velocidad, exaltaban el individualismo pero respetaban las normas de la vida comunal. Para ellos los seres sobrenaturales se convertían en colinas, acantilados y montañas. Las mujeres, por su parte, eran objeto de galanterías y castigos por igual. No eran esposas sumisas.
En este libro ya clásico –cuya reedición 2007 incluye fotografías no publicadas anteriormente, cuando sólo quedan descendientes de los informantes y amigos de la autora en los ’60, devastados por diversas enfermedades– Chapman logró contar el fluir de la vida ona desde la experiencia misma. Se apoyó en testigos y sobrevivientes, dejando en claro que toda su organización y en particular la tenencia de la tierra contrastan con las formas conocidas del capitalismo, y dejando aparte y a salvo las ceremonias, las fiestas y las palabras, y el héroe que se convierte en ave, la veneración por las máscaras que no buscaban representar ningún espectáculo sino que se identificaban con el espíritu de lo que creían sobrenatural.
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