ECHENOZ
Los diez últimos años de un autor del que casi nada se conoce,
salvo su música, son el pretexto para un conciso estudio sobre la soledad.
› Por Diego Fischerman
Ravel
Jean Echenoz
Anagrama
128 páginas
Si Ravel no hablara de un músico del que casi nada se conoce, salvo su música, es posible que no tuviera mayor interés. Si a partir de allí no construyera un relato autónomo, hasta cierto punto independiente de su posible veracidad, tampoco. Es decir, se lee Ravel porque crea la ilusión de iluminar una vida casi secreta. Porque parece adentrarse en ese personaje donde lo público –reuniones frívolas, amistades de ocasión, prurito en los detalles nimios– nada dice de lo privado: del pensamiento de quien estuvo en la cresta de la modernidad de comienzos del siglo pasado. Y se lee Ravel porque cuando cuenta sus infructuosos ritos para dormirse no está contando una anécdota tan dudosa como cualquier otra sino porque está hablando de la soledad de un hombre que podría no ser Ravel.
Jean Echenoz, autor de alguna novela excelente (Cherokee) y de algún divertimento ingenioso (Rubias peligrosas), transita en esta pequeña aventura semibiográfica por un género nuevo, distinto de la novela, de la biografía y de la biografía novelada, que encuentra sus mejores virtudes precisamente en esa falta de pertenencia. El detalle en la reconstrucción, el afán por enumerar detalles –la marca de los motores del barco donde Ravel viaja a los Estados Unidos, su velocidad, la capacidad de cada cubierta, los modelos de automóviles–, la profusión de nombres propios, que se sentirían como un lastre en una novela, en esta especie de historia cultural fuertemente narrativa no sólo no molestan sino que construyen el marco necesario para la vida de alguien cuya máxima preocupación declarada parece haber tenido que ver con la manera en que las medias debían combinar con el pañuelo.
La muerte de Ravel, en todo caso, fue tan inexplicable como su vida. Sencillamente, su cerebro fue dejando de funcionar. Un día pudo haber olvidado tocar un movimiento de su Sonatina –o tal vez fue el hastío, desliza Echenoz–, otro pudo haber dejado de reconocer su música como propia, de encontrar las palabras necesarias para decir algo o de mover la mano correctamente como para comer sin ayuda. Se sospechó un tumor, se abrió el cráneo sin encontrar nada, se lo cerró y Ravel murió a los diez días, con 62 años y quizá sin saber quién era. Pero ese músico era el mismo que había llegado a extremos de perfección y concentración del material casi insoportables, como en su Sonata para violín y cello, que había reinventado el piano con Gaspard de la nuit y que con Boléro había escrito, sin creer demasiado en ello, la primera obra orquestal absolutamente autorreferente, donde los instrumentos no hablan de otra cosa que de sí mismos. A la prosa de Echenoz hay que disculparle, en este caso, los españolismos de la traducción e incluso alguna frase donde la sospecha de error resulta inevitable, como cuando habla de que “una cantante populista francesa fraterniza con un cuarteto ruso”. Pero ésa no es responsabilidad del escritor que, en cambio, va convirtiendo a Ravel en alguien cada vez más difícil de ser comprendido, va abandonando toda pretensión de explicación –contar a Ravel sería contar la manera en que se resiste a ser contado– y lleva su texto, con ritmo preciso, hacia algo que la literatura siempre agradece: un final realmente triste.
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