Domingo, 15 de septiembre de 2002 | Hoy
Por Juan Forn
El testimonio de Albert Speer en el juicio de Nuremberg es uno de esos momentos
en que la realidad mira de reojo a la literatura como diciéndole: “A
ver qué tenés vos que siquiera se le acerque a esto, en intensidad
dramática, misterio psicológico y resonancia histórica”.
Speer, el hombre que antes de cumplir los treinta años inventó
por sí solo el monumentalismo arquitectónico del Tercer Reich
y que con apenas treinta y cinco se convirtió en la mano derecha de Hitler
y principal factótum de que la Segunda Guerra Mundial se prolongara innecesariamente
dos años (por su asombrosa eficacia como ministro de Armamentos del Reich),
subió a aquel estrado en Nuremberg y asombró al mundo declarando
que ese juicio le parecía tan necesario como decisivo para la humanidad
y que asumía la responsabilidad no sólo de todas las órdenes
de Hitler que él había ejecutado sino también de todas
aquellas otras medidas del Führer, “sin excluir los crímenes,
ejecutadas dondequiera y por quienquiera”.
Asombrosamente, Speer aceptaba esta responsabilidad pese a afirmar que, hasta
Nuremberg, no sabía nada de “la solución final” (el
genocidio de judíos en los territorios ocupados de Polonia y Rusia),
y habiendo él mismo intentado asesinar a Hitler poco antes del fin de
la guerra (“en un acto desesperado por evitar la ruina total de la patria”).
Asombrosamente, el propio Speer dijo desde el estrado que no esperaba que eso
incidiera en el veredicto ni le mereciera clemencia de parte del tribunal aliado.
Asombrosamente, Speer fue condenado no a la horca sino a veinte años
de cárcel en la prisión de Spandau (su crimen: someter a millones
de prisioneros de guerra a trabajo forzado en las fábricas de armamento
nazis). Asombrosamente, después de cumplir su condena completa (lapso
en el cual leyó cinco mil libros, inventó un itinerario en el
pequeño patio de la prisión que le permitió “recorrer”
simbólicamente el mundo a pie, y entabló una intensa relación
espiritual con el capellán de Spandau primero y con un rabino judío
sobreviviente de los campos después), Speer no buscó el anonimato
ni el recogimiento sino que concedió un largo reportaje a Der Spiegel
donde anunciaba el propósito de publicar sus memorias escritas en prisión,
cosa que procedió a hacer en 1969. El libro no sólo se convirtió
en un best-seller mundial sino que generó, desde entonces hasta nuestros
días, toneladas de papel impreso en torno a la sinceridad de su arrepentimiento
y a sus dichos y omisiones. Asombrosamente, esas Memorias (Erinnerungen) recién
ahora se publican en forma completa (932 páginas) en castellano.
Infancia en Berlín
“En el tribunal de Nuremberg dije que, si Hitler hubiese tenido amigos,
yo habría sido uno de ellos. Le debo tanto los entusiasmos y la gloria
de mi juventud como el horror y la culpa que vinieron después. Estas
memorias se proponen mostrar las consecuencias del hecho de que un solo hombre
concentrara en sus manos un poder ilimitado y también aclarar qué
clase de hombre era. Me he esforzado por describir el pasado tal como lo viví
y como lo veo hoy”, dice Speer en el prólogo. Las coordenadas están
fijadas con inquietante precisión y serán obedecidas con el rigor
de un proyectista: Speer despachará en menos de veinte páginas
sus primeros veintiséis años de vida (ancestros, infancia, adolescencia,
estudios, casamiento) hasta llegar al año 1931 y a la Escuela Técnica
Superior de Berlín, donde es ayudante de cátedra de su maestro
Tessenow y donde los estudiantes lo urgen a acudir a un mitin donde verá
a Hitler por primera vez. Ochocientas cincuenta páginas más tarde,
el suicidio del Führer cierra el cuerpo central del libro: la vida de Speer
después de Hitler (la rendición, la captura, los diez meses que
duró el juicio y los veinte años en Spandau, la libertad posterior
y el modo en que Speer cargó con su conciencia frente a sí mismo
y frente al mundo) es un epílogo de menos de cincuenta carillas. De esos
quince años vividos en el corazón de la Historia, Speer ofrece
material suficiente para lo que podría ser un escalofriante análisis
político del carisma, así como del uso terrorista de la técnica
y los técnicos por parte de un poder autoritario que pretende perpetuarse
en el poder (con el ascenso y caída en desgracia de cada uno de los integrantes
de la plana mayor del Tercer Reich). Meticuloso hasta la obsesión, recrea
casi día por día esos quince años, refrendando sus aún
vívidas impresiones personales del círculo íntimo del Reich
con detalles abrumadoramente precisos tomados de las actas oficiales nazis del
gigantesco Archivo Federal de Coblenza. Pero, por encima de todo, el propósito
de Speer con estas memorias (recordemos que empezó a escribirlas en Spandau)
era imposibilitar la formación de un leyenda en torno a Hitler en la
Alemania de posguerra. Un exorcismo público que devendría privado:
ya que, para realizarlo cabalmente, debía ir hasta el fondo de la leyenda
que él mismo había construido en su interior con la figura de
Hitler.
Los sueños de
un arquitecto
Esa construcción íntima, bifronte, fue delineada por los dos momentos
decisivos del increíble vínculo de Speer con Hitler: su primera
faz mostraba el encuentro de un joven arquitecto con el más poderoso
de los mentores, quien pone a su disposición todos los recursos imaginables
para hacer realidad un proyecto arquitectónico imperial que debía
durar mil años (entendiendo mil años como sinónimo de para
siempre); la segunda faz, que completa y redefine la figura, tiene lugar con
el horrorizado descubrimiento (por parte del por entonces casi todopoderoso
arquitecto) de que en la naturaleza de su idolatrado mentor hay un ansia de
destrucción tan poderosa o más intensa aún que su anhelo
constructor.
Uno y otro momento, curiosamente, están documentados por dos decretos
del Reich: la Ley de Ruinas (de fines del 38) y el Decreto de la Tierra Quemada
(de principios del 45). Pero entre esa Ley de Ruinas (el increíble argumento
que usa Speer para fundamentar que aquellas colosales edificaciones debían
ser realizadas no en hormigón sino en piedra pura, y que consiste en
mostrarle a Hitler, para horror de los presentes, una maqueta de cómo
se verán esos edificios no impecables y recién construidos sino
mil años después: incólumes al tiempo, tal como se ven
hoy las pirámides egipcias) y el Decreto de la Tierra Quemada que aterroriza
al arquitecto devenido ministro de Armamento y lo lleva a concebir su desesperado
y patético plan de asesinar a Hitler (en marzo de 1945, cuando éste
anuncia en tono glacial: “Si la guerra se pierde, no es necesario pensar
en lo que precisará el pueblo alemán para sobrevivir. Al contrario,
es mejor destruir incluso eso, porque este pueblo ha demostrado ser débil
y el futuro pertenece a los fuertes”) queda lo que Speer considera retrospectivamente
su obra más bella y la única que cree que sobrevivirá el
paso del tiempo: “la catedral de la luz”.
Mucho se ha hablado de aquellas escenografías para los multitudinarios
mitines nocturnos en el Tempelhof berlinés, donde las gradas estaban
enmarcadas con enormes banderas rojinegras de una altura de diez pisos, y se
coronaba la magnificencia del evento (la marcha de tropas) con la instalación
de cientos y cientos de “columnas” conformadas por reflectores antiaéreos
cuyos haces de luces ascendían varios kilómetros en el cielo nocturno.
Lo sugestivo es que, para la mirada retrospectiva de Speer, su obra mayor sea
aquella en que la materia arquitectónica era más volátil
(cuando el joven arquitecto le llevó imágenes y planos de las
“puestas en escena” del Tempelhof a su maestro Tessenow, éste
se limitó a comentar: “¿Usted cree que ha creado algo? Causa
efecto, eso es todo”). Más sugestivo aún es que la idea se
le haya ocurrido a Speer como el único modo posible de disimular “las
inmensas barrigas, fruto de prebendas” de las legiones de la SA y la Wehrmacht
(“Si marchan en la oscuridad, con ese marco imponente, lograremos que sólo
resalte la perfecta disciplina de su paso”, le dice a uno de sus colaboradores).
El sentido de la vida
“Mientras escribía estas memorias, mi creciente sorpresa llegó
a la consternación cuando comprobé que, hasta 1944, raramente,
por no decir nunca, había encontrado tiempo para reflexionar sobre el
sentido de mi vida y mis actividades”, dice Speer. La gran paradoja es
que esa capacidad panorámica de organizar los elementos (que lo consagró
primero como Arquitecto del Reich, lo llevó después al Ministerio
de Armamentos y luego lo convirtió en el segundo en importancia dentro
de la estructura del Reich, incluso para los servicios de inteligencia aliados)
delata la falencia más imperdonable en un arquitecto: la falta de perspectiva.
El joven arquitecto aficionado al teatro que, en el Berlín de principios
de los 30, admira las puestas en escena de Max Reinhardt y Piscator (y, sugestivamente,
detesta la grandilocuencia monumental de las películas de Cecil B. De
Mille) confiesa que en aquella conferencia de 1931 a la que asistió arrastrado
por sus alumnos, Hitler lo sedujo por mostrarse diametralmente opuesto a lo
que él esperaba encontrar: un hombre vestido con traje azul de buen corte
que expone de forma franca y abierta sus preocupaciones por el futuro, “no
el demagogo gesticulador y vociferante vestido de uniforme” que caricaturizaba
la prensa. Pero, aun así, cuando se afilia al Partido Nacionalsocialista,
lo hace en secreto (años después, su madre le confesará
que hizo lo mismo, ocultándolo a familia y amigos). El artista que reivindica
la belleza escenográfica de su “catedral de la luz” es el mismo
que se escandaliza cuando Leni Riefenstahl hace que Goebbels, Himmler y el propio
Hitler repitan en un estudio (delante de un decorado que imita el podio) los
discursos que dieron frente a la multitud en el Congreso de 1935, porque ni
ella ni el Führer están satisfechos con la calidad de la filmación
en directo.
El arquitecto que aspiraba a un estilo propio que fuera una síntesis
entre la sencillez de Tessenow y el clasicismo de Troost comenta que “los
medios inagotables a mi disposición y la ideología del partido
me conducen a un estilo arquitectónico que nada tiene de clásico
o sencillo: más bien se remonta a la fastuosidad de los palacios de los
déspotas orientales”. El que, al describir la maqueta de su proyecto
para Berlín (que ocupaba por sí sola treinta metros, y tenía
hasta focos especiales para imitar el movimiento del sol) cita entre los ministerios
a construir un Ministerio de Colonias, y aun así dice no saber nada de
los planes de guerra de Hitler (aunque éste le dice: “Será
la capital del imperio germánico, ¿comprende por qué debemos
hacerla tan grande?”).
El fenomenal organizador que cuadruplica la producción de armamentos
del Reich cuando se hace cargo (a regañadientes) de ese ministerio es
el mismo que comprende, a principios del 43, cuando las nieves del invierno
condenan el avance en el frente ruso, que será imposible ganar la guerra;
sin embargo, es su performance la que fogonea con cifras de producción
los delirios de Hitler y prolonga la guerra dos años más. El solitario
jerarca desencantado que contempla la posibilidad de asesinar a su jefe deslizando
él mismo una cápsula de gas mostaza por los conductos de aire
pero se mantiene apartado del complot de los generales que planean un atentado
contra Hitler que ponga fin a la guerra y permita a Alemania negociar condiciones
de paz. El acusado de Nuremberg que pide al tribunal que lo haga responsable
de todos los crímenes cometidos por el Tercer Reich (“La dimensión
de mi aislamiento, la intensidad de mi evasión y mi grado de ignorancia
de lo que culminó en Auschwitz se convierte en una cuestión del
todo irrelevante frente a las consecuencias que se derivaban con toda claridad
de lo que sí sabía y podía determinar por mí mismo”)
es el que rememora así La Noche de los Cristales Rotos: “Este recuerdo
constituye hoy una de las experiencias más deprimentes de mi vida, pues
lo que más me molestó fue el desorden que reinaba en la calle:
vigas carbonizadas, paredes calcinadas, cristales rotos en los escaparates que
herían mi sentido burgués del orden... No me di cuenta entonces
de que se había rotoalgo mucho mayor”. El hombre que al salir de
Spandau afirma que su vida ha terminado no hace nada por esquivar la segunda
vida pública que inaugura la publicación de sus Memorias.
Alea jacta est
Ingenuamente, después de Nuremberg y Spandau, Speer pensaba que ya había
estado en el banquillo de los acusados, que su libro no convocaría esa
situación nuevamente (de hecho, en el prólogo se ocupaba de aclarar
que, hasta el fin de sus días, seguiría pagando privadamente por
esa culpa “que despojó mi vida burguesa de toda sustancia”).
No fue así. Ni en 1969 (cuando el libro apareció en Alemania);
ni en sus sucesivas traducciones; ni en los 90, cuando Gitta Sereny publicó
su extraordinaria biografía/reportaje sobre Speer, que ahonda exhaustivamente
en la repercusión “moral” que tuvieron las Memorias, en el
mundo y en su autor (El arquitecto de Hitler: su lucha con la verdad, Javier
Vergara, 1996); ni en nuestros días, a más de veinte años
de la muerte de Speer. La mayúscula, final paradoja que plantean estas
memorias es que su efecto permanente para detonar en cada uno de sus lectores
la recreación de Nuremberg (el juicio, en sus dos acepciones, como elemento
básico y decisivo para entender la Historia y aprender de ella) se debe
al sencillo y escalofriante hecho de que Albert Speer fue seguramente el menos
vil de los hombres que integraron la cúpula nazi, además del único
que hizo pública su culpa en el estrado de un tribunal.
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