NOTA DE TAPA
El aliento del cielo (Seix Barral) reúne la totalidad de los cuentos y novelas breves de Carson McCullers. La escritora a la que aún hoy insólitamente se suele rotular como regionalista o localista logró una de las más bellas y profundas inmersiones en la condición humana, sin límites de frontera, a través de personajes entrañablemente raros. Radar anticipa el prólogo de Rodrigo Fresán a esta esperada recopilación.
› Por Rodrigo Fresán
Los relatos y nouvelles de Carson McCullers –así como sus novelas– se ocupan de un solo tema: el Amor.
Con mayúscula y con, también, decisivos matices.
El Amor a los hombres y a las mujeres.
El Amor al arte.
El Amor al amor al arte.
El Amor de corazones rotos o de corazones a punto de romperse o el Amor que hace irrompibles a esos corazones o que es lo único que puede repararlos.
El Amor, finalmente, como la más inexacta e implacable de las ciencias.
Buscar y encontrar el credo y la fe de esa ciencia –las fórmulas que la resuelven, las fracciones que la complican– en dos justamente célebres y muy citados instantes de la obra de Carson McCullers.
En La balada del café triste –en tres párrafos donde la acción del relato se detiene y la omnisciente voz narradora nos explica la hipótesis de lo que está sucediendo en la práctica– se nos informa del lado inconstante, dual, peligroso, dispar, autodestructivo, asimétrico y tarde o temprano, sí, inevitablemente triste del asunto:
En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento lo hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en el corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la Tierra.
Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que es ya un abuelo que chochea, pero sigue enamorado de una chica desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una mujer perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor.
Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón, pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor.
Un año después de la escritura de La balada del café triste, en 1942, superando una agobiante crisis creativa que la tiene sin poder escribir palabra, McCullers deja su cama de enferma, se sienta frente a su máquina de escribir y alumbra el cuento “Un árbol. Una roca. Una nube”, donde –tal vez agradecida por el renovado fulgor de un don que casi daba por perdido– decide iluminar el costado epifánico del amor y postular su ciencia en boca de un forastero en un bar: un viejo que le comunica a un chico que ha alcanzado la sabiduría del enamorado perfecto por el sencillo método de amar a todas las cosas de este mundo en lugar de conformarse con desear apenas a una sola mujer que lo abandonó tanto tiempo atrás.
En este cuento, también, vuelve a insistirse –con la potencia de un satori– en el yin y el yang del perseguidor y del perseguido, del que desea y del que es deseado.
Pero, a diferencia de lo que ocurre en La balada del café triste, aquí se propone una suerte de final feliz con aroma de santidad. Sólo amándolo todo se puede sobrevivir a haber amado a alguien:
[...] Lo que pasó fue esto. Ahí estaban esos sentimientos hermosos y esos pequeños placeres sueltos, dentro de mí. Y esta mujer era para mi alma algo así como una cinta de montaje. Hacía pasar por ella esos poquitos de mí mismo y salía completo. ¿Me sigues ahora? [...] En esas circunstancias, ya te puedes imaginar cómo me quedé cuando me dejó. [...] Fui a todas las ciudades que había mencionado alguna vez, buscando a todos los hombres que habían tenido alguna relación con ella. Tulsa, Atlanta, Chicago, Cheehaw, Memphis... Durante casi dos años corrí por el país tratando de encontrarla. [...] La verdad es que el amor es una cosa extraña. Al principio no pensaba más que en que volviera. Era una especie de manía. Luego, según pasaba el tiempo, trataba de recordarla, pero ¿sabes qué ocurría? [...] Cuando me tumbaba en la cama y trataba de pensar en ella, mi cabeza se quedaba en blanco. No podía verla. Y entonces sacaba sus fotografías y las miraba. Nada, no había nada que hacer. Era como si no la viera. ¿Puedes imaginarlo? [...] Pero un pedazo de cristal inesperado en la acera o una canción de cinco centavos en un gramófono automático, una sombra en una pared por la noche, y recordaba. A veces eso me ocurría por la calle y yo me echaba a llorar y me golpeaba la cabeza contra un farol. ¿Me comprendes? Daba vueltas por ahí y no tenía poder sobre cómo y cuándo recordarla. Uno cree que se puede poner encima una especie de blindaje. Pero el recuerdo no viene al hombre así, de frente, viene por las esquinas, dando rodeos. Estaba a merced de todo lo que oía o veía. De repente, en vez de ser yo el que atravesara el país para encontrarla, empezó ella a perseguirme en mi propia alma. Ella persiguiéndome a mí, ¡fíjate! Y en mi alma. [...] Yo era un pobre mortal enfermo. Era como la viruela. Te confieso, hijo, que me emborraché, forniqué, cometí cualquier pecado que de pronto me apeteciera. Me avergüenza confesarlo, pero así es. Cuando recuerdo esa temporada, está todo confuso en mi mente; fue terrible.
El hombre entonces hace una pausa, inclina la cabeza hasta tocar la barra con su frente y de pronto se endereza y, sonriendo y radiante, explica:
–Pasó en el quinto año. Y con él empezó mi ciencia. [...] Es difícil explicarlo científicamente, hijo. Me figuro que la explicación lógica es que ella y yo nos habíamos perseguido tanto tiempo que al fin nos hicimos un lío, nos echamos atrás y lo dejamos. Paz. Un vacío extraño y hermoso. [...] Yo me quedaba allí, en mi cama, echado en la oscuridad. Y así me vino la sabiduría. [...] Es esto. Escucha atentamente. Medité sobre el amor y saqué la conclusión. Me di cuenta de qué es lo que nos pasa. Los hombres se enamoran por primera vez. Y ¿de qué se enamoran? [...] De una mujer. Sin sabiduría, sin nada para poder ir por ahí, emprenden la experiencia más sagrada y peligrosa de este mundo. Se enamoran de una mujer. [...] Empiezan por el revés del amor. Empiezan por el punto crítico. ¿Te das cuenta de por qué es algo tan desgraciado? ¿Sabes cómo deberían querer los hombres? [...] Hijo, ¿sabes cómo debería empezarse el amor? [...] Un árbol. Una roca. Una nube. [...] Medité y empecé con precaución. Cogía cualquier cosa de la calle y me la llevaba a casa. Compré un pececillo dorado y me concentré en él y lo amé. Pasaba gradualmente de una cosa a otra. Día a día iba adquiriendo esa técnica. [...] Ya hace seis años que voy por ahí solo haciéndome mi saber. Y ahora soy un maestro, hijo. Puedo amarlo todo. No tengo ya ni que pensar en ello. Veo una calle llena de gente y una luz hermosa entra dentro de mí. Miro a un pájaro en el cielo o me encuentro con un viajero en el camino. Cualquier cosa, hijo, o cualquier persona. ¡Todos desconocidos y todos amados! ¿Te das cuenta de lo que puede significar una ciencia como la mía?
Carson McCullers –joven anciana, amada perseguidora, sabia y al mismo tiempo tan inexperta en estas lides– sí se dio cuenta del significado de esta ciencia, y de los peligros y placeres de sus aplicaciones. Y escribió sobre ellos a lo largo y ancho de una turbulenta vida de cincuenta años (la mitad postrada e inválida) y de una obra singular cuya categorización no ha sido cosa sencilla. Y como prueba vayan estos relatos y novelas cortas donde no importa quiénes los protagonicen y dónde transcurran (ya sean niños atormentados o matrimonios en picado, ya se trate de enanos o de gigantas, ya se corra por Nueva York o se chapotee por pantanos, ya se lean como postales autobiográficas o hayan sido escritos como confesiones disfrazadas de alegorías): lo que aquí se quiere tratar y de lo que aquí se trata es de capturar la música invisible de las proustianas intermitencias del corazón. Y de atraparla tras los barrotes de las líneas de un texto para que nosotros la oigamos leyéndola del mismo modo en que McCullers la contempló por primera vez en las tarimas de barracones de feria donde se exhibían en todo su monstruoso esplendor personas y personajes como El Hombre Serpiente y La Mujer Barbuda y El Niño Cigarrillo.
Y después, volver a casa a seguir escribiendo. Porque como alguna vez dijo McCullers: “No me gustaría vivir si no pudiese escribir... La escritura no es sólo mi modo de ganarme la vida; es como me gano mi alma” y “escribir es mi modo de buscar a Dios”.
Y si sus oraciones –sus líneas, sus frases– fueran admitidas como prueba de milagro, todo indicaría que McCullers no demoró mucho en encontrarlo.
Automáticamente alineada dentro de la más gótica literatura del sur norteamericano. Instantáneamente comparada y en competencia con Flannery O’Connor y Katherine Anne Porter y Eudora Welty (quienes tal vez tuvieran un manejo más frío y preciso de su arte en el cuento, pero no así en la novela, y que, también, carecen de cierta cualidad apasionada y desbordante que McCullers parece haber heredado de esas otras chicas raras, las hermanas Brontë, o de aquel otro alucinado, Edgar Allan Poe). Enarbolada como estandarte del feminismo poético o de la bisexualidad lírica, enaltecida a la vez que para siempre estigmatizada por su debut de prodigio capaz de irrumpir en la novela con algo tan maduro a la vez que fresco (el producto de alguien “nacida escritora”, según Edith Sitwell) como El corazón es un cazador solitario.
McCullers, para mí, no se alinea dentro de ninguna categoría regional o personal. Por el contrario, siempre pensé y sigo pensando que McCullers pertenece a ese tipo de artista que parece empezar y terminar en sí mismo y que –con cierta maestría en el arte de la histeria– se las arregla para atraer a fieles fascinados por su, valga la redundancia, rara rareza.
Así, McCullers –ya desde niña obsesionada por los fenómenos de feria– podría pertenecer a la misma familia de freaks sin familia que incluye, por citar casos muy diferentes y “deformidades” muy distintas, a gente como Bruno Schulz, Felisberto Hernández, J. D. Salinger, Jane Bowles, Juan Rulfo, Yukio Mishima, Philip K. Dick, Denis Johnson y Haruki Murakami, entre otros. Firmas que se caracterizan por abducir a sus lectores y proponerles variaciones verosímiles de otros mundos que están en este mundo. Escritores con visión propia que nos enseñan a mirar y apreciar lo que sólo ellos ven y, de pronto, allí está todo eso, en todas partes.
Algo de la dificultad antes mencionada para perfilar a McCullers y cuanto McCullers hace puede detectarse en lo que escribiera el divulgador literario y canonólogo Harold Bloom en su prólogo a la antología crítica sobre la autora para la colección de ensayo Modern Critical Views. Allí se lee:
“Aplicarle un juicio canónico a la ficción de McCullers es un procedimiento problemático hasta para el más generoso de los críticos, se encuentre él o ella entre los más informados estudiantes de literatura moderna y norteamericana. El lector común, en cambio, ha aceptado a McCullers con mucho más entusiasmo y exuberancia de las que suele dedicarle la tradición crítica, y lo ha hecho por todas las razones correctas hasta donde yo alcanzo a comprender. Pocos escritores han expresado tan vibrante y económicamente un universo desesperado por amar y por ser amado y, simultáneamente, han reconocido que la realidad de semejante anhelo casi inevitablemente decaerá y se hundirá en las ciénagas de lo que Freud llamó ‘la ilusión erótica’. McCullers, gracias a una disciplina tan sutil como clara, le confiere una absoluta dignidad estética hasta al más grotesco de nuestros deseos y nuestras imperecederas fantasías. Esta dignidad estética, en ocasiones precaria pero siempre sostenida, tal vez justifica su propio deseo de considerar a Flaubert uno de sus ancestros literarios.”
McCullers, en realidad, consideraba a todos los maestros como sus maestros no de escritura pero sí de lectura. En los largos días y meses y años de convaleciente y en la necesidad de escapar de esa cama y de ese cuerpo roto formándose y leyendo vorazmente todo y a todos. De Proust, por ejemplo, afirmó que la “inmensa deuda” que tenía con él pasaba por “la buena suerte de tener siempre un lugar al que volver, un gran libro que nunca pierde el brillo y nunca se convierte en algo opacado por la familiaridad”.
Un libro precisamente así aspira a ser El aliento del cielo –hasta donde sé, el más completo y representativo de la obra de la autora en idioma castellano, comprendiendo la totalidad de sus ficciones breves y no tanto, dejando fuera tan sólo sus dos novelas largas, El corazón es un cazador solitario y Reloj sin manecillas–, donde se pone de manifiesto el genio de alguien que podría resultar “dificultoso” para algunos, pero no para ella misma. Alguien que, en 1958, no dudaba en afirmar: “Yo tengo más que decir que Hemingway, y Dios sabe que lo he dicho mejor que Faulkner”.
El resto, buscarlo en las sensibles y entregadas y exhaustivas biografías de Carson McCullers. En la muy obsesiva de la norteamericana Virginia Spencer Carr o en la demasiado psicoanalítica de la francesa Josyane Savigneau, entre varias otras. Allí –ahí dentro– está la novela de una vida que podría ser una vital aunque sombría novela de Carson McCullers.
McCullers yendo y viniendo, del Sur al Norte y de regreso al Sur, “para renovar, de tanto en tanto, mi sentido del horror”.
McCullers enfermando y reponiéndose para volver a enfermarse.
McCullers amando como una poseída y necesitando poseer a todos los que la amaban, incluyendo a su torturado dos veces esposo Reeves McCullers.
McCullers escribiendo sin parar al principio y escribiendo y dictando sin resignarse a detenerse cerca del final.
McCullers estrenándose con un personaje inspirado en sí misma y despidiéndose con una memoir inconclusa donde intentaba explicarlo todo para acaso poder comprenderlo ella.
McCullers como la perfecta poster-girl de escritora juvenil y exitosa (esas fotos tomadas en el Central Park en las que ríe con todos los dientes y en las que parece una brillante niña dark dibujada por Tim Burton). O aquella otra inclinada sobre un libro suyo, dedicándolo con dedicación (la foto que le tomó Henri Cartier-Bresson en 1946). O –¿cómo es posible que McCullers jamás se haya cruzado frente a la cámara de Diane Arbus, esa otra cazadora de seres exóticos?– ese último retrato que le tomara Richard Avedon y donde, mirando triste y dolorida al fotógrafo, bromeó en serio diciéndole: “Quiero salir parecida a Greta Garbo”.
Pero, por encima de todo eso, la obra.
Un perfume tradicional y fundante al mismo tiempo que se ha fundido con el de quienes la siguieron y que –entre muchos otros– pueden llamarse Truman Capote, Katherine Dunn, Ray Bradbury, Mary Gaitskill, Tristan Egolf, A. M. Homes, Barry Hannah, Elizabeth McCracken, Tom Spanbauer, John Kennedy Toole, Donna Tartt, Joe Meno y Anne Tyler. Autores de libros donde la idea de lo bizarro o de lo diferente no tiene por qué estar reñida con el latido de corazones solitarios o con la pupila dorada de ojos que ven demasiado.
Paul Bowles –otro de esos ocasionales extraños norteamericanos– definió la particular personalidad y la férrea fe de McCullers con las palabras justas:
“Junto a esa exagerada simplicidad suya también iba una devoción total y un absoluto sojuzgarse al acto de escribir por encima de cualquier otra faceta de su existencia. Esta seriedad que no admitía distracciones no le otorgó el aire de una persona adulta sino el de una prodigiosa y ligeramente anormal niña que se negaba a salir a jugar porque siempre estaba muy ocupada tomando apuntes en su libreta de notas”.
Recordarla –imposible olvidarla– así: leyendo para escribir lo que luego leerían tantos, leeríamos nosotros. Esas personas y esos paisajes de “un mundo intenso, extraño y suficiente” buscando desesperadamente que esa “cosa extraña” los encontrara. Y, una vez hallados, habiendo leído lo que les sucedió a ellos –a Frankie, a Sucker, a Miss Amelia, a Felix Kerr, a Madame Zilensky, a Ken Harris–, a todos esos súbitos científicos, sobrevivientes pero irremediablemente transformados luego de pasar por el laboratorio y someterse a las radiaciones de semejante experimento, entonces comprender cómo “la experiencia más sagrada y peligrosa de este mundo” nos afectó o nos afecta o nos afectará a nosotros.
Al final de “Una roca. Un árbol. Una nube” el chico que escucha la historia del viejo que predica las virtudes y riesgos del estudio de la ciencia del amor, le pregunta si se ha vuelto a enamorar de alguna mujer. El viejo –que tiene agarrado al niño por el cuello de su chaqueta de cuero– lo suelta, bebe un trago largo de cerveza y por fin responde:
–No, hijo. Fíjate, ése es el último paso de mi ciencia. Voy con cuidado. Todavía no estoy preparado del todo.
Mientras tanto y hasta entonces –“Acuérdate. Acuérdate de que te quiero” es lo último que le dice el viejo al chico de los periódicos antes de salir a perderse y encontrarse por los caminos– vayan estos escritos de alguien enamorada de contar historias sobre fórmulas y ecuaciones.
Alguien que vivió para contarlo y que lo contó para vivir.
De seres así están hechas las mejores religiones.
Esas religiones en las que nada nos cuesta creer porque están tan bien escritas que parecen gozar de la irrebatible verosimilitud de una ciencia. Esas religiones exactas, creadas y protagonizadas por alguien que –como Carson McCullers– quiso mucho lo que hacía y, haciéndolo, quiso y quiere y seguirá queriendo y siendo querida por sus muchos lectores.
Todos desconocidos y todos amados.
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