Dom 22.09.2002
libros

Parte de la religión

Iglesia y poder

Por Mariana Enriquez


Los tres libros sobre la Iglesia Católica Romana que acaban de editarse, con sus diferentes perspectivas, tienen sin embargo algo en común: un renovado interés por la institución como participante y muchas veces desencadente de procesos políticos y sociales. En pocas palabras, en su rol fundamental en relación al Poder. Sea poniendo la lupa en una organización oscurantista como el Opus Dei, rescatando las vidas públicas y privadas de los clérigos que vivieron la revolución de 1810 o intentando reconstruir a través del protagonismo de sus hombres la historia de la Iglesia en Argentina desde los años ‘70, los libros sorprenden, por momentos horrorizan y por otros alivian.
Nuestra Santa Madre: Historia pública y privada de la Iglesia Católica argentina (Buenos Aires, Ediciones B) es un título algo exagerado para definir el contenido del libro de Olga Wornat (autora de Menem: la vida privada). La periodista, en realidad, se ocupa de la Iglesia en un determinado momento histórico, desde los años ‘70 a la actualidad. Cada capítulo tiene a un personaje como hilo conductor y centro del relato. Así, por ejemplo, “Mi tío, el Entregador” se dedica a monseñor Plaza, obispo de la Plata, y desgrana la complicidad del arzobispo con los crímenes de la dictadura: el testimonio de uno de sus sobrinos, Jesús María Plaza, revela que monseñor incluso habría entregado a un sobrino, Juan Domingo Plaza, militante peronista secuestrado en La Plata en septiembre del 1976. En otros capítulos, como “Estoy dispuesto a morir pero no a matar”, Wornat elige al sacerdote Carlos Mugica para contar la otra cara de la Iglesia, de la misma manera que en “Aires de cambio y revolución” analiza el impacto del Concilio Vaticano II y la aparición del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y los curas obreros. Entre la cronología y los episodios, el libro de Wornat tuvo gran impacto en los medios debido al escándalo de abuso sexual en la figura de monseñor Edgardo Gabriel Storni, que revela en el capítulo “El Príncipe y el Pastor” (del cual reproducimos un fragmento en esta edición), pero en ese mismo capítulo rescata la figura del antecesor de Storni, el comprometido monseñor Vicente Zaspe. Los negocios de la Iglesia, la relación de la jerarquía eclesiástica con el gobierno de Raúl Alfonsín, el rol de la mujer, un muy interesante capítulo sobre el enigmático cardenal primado de la Argentina Jorge Bergoglio, todo se va encadenando en un libro exhaustivo y desparejo, entre la denuncia y la reconstrucción histórica, que a veces es contundente y otras errático: el capítulo “Mujeres de Dios” aparece desarticulado y sorprende que no se le dedique más espacio a personalidades como los obispos De Nevares, Hesayne y Novak, por ejemplo.
Opus Dei: El totalitarismo católico (Buenos Aires, Sudamericana), del escritor, periodista, abogado y profesor Emilio J. Corbière, es mucho más riguroso, seguramente porque se concentra exclusivamente en la organización integrista. Didáctico en el mejor sentido, Corbière explica y define cada término (integrismo, constantinismo, etcétera) y contextualiza a la organización (citando antecedentes de otros integrismos) con notable minuciosidad. La fundación de la organización durante el franquismo como soporte técnico y político de la dictadura de Franco y sus alcances y ramificaciones hacia todos los poderes actuales, incluso su posición de privilegio en el Vaticano, son desmenuzadas con un estilo sobrio que no impide la continua sorpresa: por momentos, el Opus Dei semeja una organización imaginada por algún escritor de ciencia ficción con particular gusto por las teorías conspirativas, y sus tentáculos abarcan tanto y tan profundo que hasta sería deseable que así fuera. Definiendo al Opus Dei como una “multinacional de la fe”, Corbière examina el salvataje de las cuentas vaticanas que orquestó la organización, la extraña y rapidísima beatificación de su fundador José María Escrivá de Balaguer, su poderío económico y el control de diferentes bancos en el mundo entero, y en los últimos capítulos, su inserción en la Argentina a partir de la dictadura de Juan Carlos Onganía (ver el fragmento que se reproduce enesta misma edición). Corbière, ortodoxo, incluye largas y necesarias notas al pie, y tiene el buen gusto de agregar un capítulo final sobre el neocatolicismo y el progresismo cristiano en la Argentina y en el mundo: “El Opus Dei no es toda la Iglesia –escribe–, por eso me parece fundamental hacer algunos aportes sobre la renovación católica que se produjo a partir del Concilio Vaticano II durante el papado del inolvidable Juan XXIII para tener una visión amplia de la Iglesia romana en el siglo XXI”. Opus Dei: el totalitarismo católico es tan apasionante como aterrador, y el epílogo proporciona una bocanada de aire fresco casi obligatoria.
A diferencia de las anteriores investigaciones de actualidad, Los curas de la Revolución: Vidas de eclesiásticos en los orígenes de la Nación es un proyecto académico coordinado por Nancy Calvo (docente e investigadora de la Universidad de Quilmes), Roberto Di Stefano (investigador del CONICET y del Instituto Dr. Emilio Ravignani y profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA) y Klaus Gallo (doctor en Historia Moderna, docente e investigador de la Universidad Torcuato Di Tella) que consiste en once biografías de sacerdotes inmersos en el proceso revolucionario de la Independencia. El recorte histórico revela una trama donde coexisten, dice Natalio Botana en el prólogo (ver recuadro), “dos corrientes aparentemente opuestas: el legado colonial de las teorías católicas que se fraguaron en torno de la autoridad y la obediencia legítima con sus raíces aristotélicas, monásticas y escolásticas, y por otro, la novedad ascendente del pensamiento ilustrado, anterior y contemporáneo a la gran eclosión política y social de finales del siglo XVIII”. La crisis de conceptos se refleja en las biografías de los once eclesiásticos en su condición de sacerdotes, políticos, legisladores y con frecuencia agitadores. Semblanzas del deán Gregorio Funes por Tulio Halperín Donghi y de fray Justo Santa María de Oro por Fernando Aliata conviven con otras de clérigos menos conocidos, en una operación de rescate histórico de vida pública y privada que convierte al libro en valioso material de consulta.

 

Modernidad y revolución

Por Natalia Botana


El atractivo que proviene de este cruce de caminos refleja, en el plano de la historia intelectual, una yuxtaposición de lenguajes y discursos, donde coexisten en tensión dos corrientes aparentemente opuestas. Por un lado, el legado colonial de las teorías católicas que se fraguaron en torno de la autoridad y la obediencia legítima con sus raíces aristotélicas, monásticas y escolásticas; por otro, la novedad ascendente del pensamiento ilustrado, anterior y contemporáneo a la gran eclosión política y social del siglo XVIII. Lo curioso de dicha circunstancia es que este choque, a primera vista contradictorio, lejos de provocar una ruptura entre un restaurador legitimismo católico y una visión revolucionaria dispuesta a rehacer el mundo sobre nuevas bases, inspira en la mayoría de los personajes una tarea anclada al mismo tiempo en el cambio y en la continuidad.
El cambio residía en el hecho contundente de una revolución que había que contener y reencauzar hacia nuevas metas; la continuidad, por su parte, se engarzaba con la secreta ambición de vaciar en moldes republicanos un orden en el cual una cauta aplicación de los derechos individuales y los derechos de los pueblos se conciliaran con el desarrollo del concepto, ya probado con tintes polémicos en Europa, de la soberanía nacional. Y todo esto giraba al ritmo de círculos concéntricos. En el contorno más lejano, latían las transformaciones de la revolución y del bonapartismo y, de inmediato, la restauración legitimista que impulsaba el concierto de naciones europeas diagramado en Viena por Metternich y Talleyrand. En el contorno más próximo estaba presente, a su vez, el compromiso que estos clérigos decían tener con una Iglesia Católica cuyo temple regalista la había unido indisolublemente al antiguo régimen y, ahora, a las formas estatales en ciernes.
Calificar pues la visión de estos clérigos como tributaria de un catolicismo liberal o como una de las tantas versiones de la ilustración católica es indispensable para hacer inteligibles las marchas y contramarchas de estos actores, mitad miembros de la Iglesia y mitad ciudadanos constituyentes del nuevo orden. Más atinada, tal vez, resulte ser la noción de ilustración católica que la de catolicismo liberal, esta última mejor pretrechada para entender, en etapas posteriores de la historia europea, los reclamos de autonomía de la Iglesia Católica frente al Estado y la dificultosa y siempre reticente adaptación, en particular en los países entonces denominados latinos, a las formas liberales de gobierno.
De todos modos, esta confluencia de vertientes no llegó a los extremos de mutua exclusión que, por ejemplo, se comprobaron en Francia. Más bien, esta búsqueda de la excelencia constitucional reprodujo, en el Río de la Plata, un ensayo de convivencia –crítico y traumático en ciertos clérigos– entre el catolicismo asumido como religión de Estado, las libertades públicas y la emergente (y no por ello menos cuestionada) soberanía de la Nación.

 

El totalitarismo católico

Por Emilio J Corbiere


El poder político no cae del cielo ni lo articula la diplomacia. Tampoco lo dan los ejércitos. Ese poder –en el siglo XXI– lo suministra la información junto al poder económico y se potencia en una estructuración operativa. En siglos anteriores, los papas utilizaron como base, después de la reforma luterana, a la Compañía de Jesús, pero desde el reinado de Wojtyla el Opus Dei pasó a ocupar las preferencias de Roma. El grupo se transformó en puntal del conservadurismo teológico y en correa de transmisión entre Roma y los gobiernos derechistas europeos y americanos. Varios opusdeístas ocuparon cargos clave en el Vaticano: el vocero papal Joaquín Navarro Valls y el reemplazante del controvertido obispo Paul Marcinkus, Eduardo Martínez Somalo, como secretario de Estado romano.
El ascenso opusdeísta se consolidó cuando los financistas de la Obra fueron en ayuda de Roma al quebrar el Banco Ambrosiano y quedar comprometidas las finanzas del Instituto de Obras Religiosas (IOR). Las conexiones del Opus en los Estados Unidos y España a través del Continental Illinois Bank, el Banco Popular Español, Esfina, el Banco Atlas, Bankunión, Fundación General Mediterránea, Rumasa, entre otros, lo consolidaron en su momento como un importante agente financiero antes que espiritual. Gianni Baget Bozzo ha explicado con detalle que fue la misma Iglesia el organismo sobre el cual el Opus Dei “ha aplicado el poder real de su organización y la estructura social sobre la cual ha ejercido su influencia”.
En la Argentina, al concluir la década del gobierno de Carlos Saúl Menem, la organización integrista católica Opus Dei se había fortalecido al amparo del poder. El ministro de Educación, Antonio Salonia, había dado autorización para el funcionamiento de la Universidad Austral –centro ideológico del opusdeísmo en la Argentina– y miembros de la Prelatura, como el ex ministro Rodolfo Barra, en su juventud integrante de organizaciones del fascismo católico, fueron un importante hilo conductor entre el Opus y el poder político.
Sus cuadros militares y una conexión indispensable en Roma le sirvieron a Menem para disciplinar en torno suyo a la Iglesia argentina, muy crítica hacia las políticas económicas neoliberales de su gobierno. La campaña contra la despenalización del aborto parecía ser una forma especial de agitación y, a través de sus contactos en el Vaticano, el entonces presidente la utilizó para lograr el sostén romano a sus políticas y aspiraciones con el apoyo estratégico de la Obra.
Los cuadros opusdeístas llegaron a la Corte Suprema de Justicia de la Nación y al área política diplomática. De la mano del entonces ministrodel Interior, Gustavo Beliz, ocuparon diversas áreas políticas en Población y Relaciones con la Comunidad, en Coordinación, en la Secretaría General, en el Sistema de Información y en la Secretaría de la Función Pública. Entre los operadores opusdeístas figuraron Guillermo Haissinger, Diego Blasco Funes, Fernando Sotz, Jorge Passardi, Guillermo Salvatierra, Juan Franchino, André Zuyriani. Por otros canales han funcionado a favor del menemismo colaboradores de la Obra como Aldo Carreras y Antonio Boggiano, este último actual ministro en la Corte Suprema e integrante del sector favorable a las políticas oficiales durante la etapa menemista, llamada la “mayoría automática”.
Conocidos empresarios han integrado sus filas, como Guillermo y Rodolfo Lanusse, Angel Rafael Trozzo, presidente del Banco de Intercambio Regional (BIR, protagonista de un conocido escándalo financiero en 1980), Juan Angel Rómulo Seitún (uno de los tres socios de Sasetru, Salimei-Seitún-Trucco, la empresa que registró la quiebra más importante de la Argentina) o Francisco Javier, que se encontraba al frente del Banco Crédito Provincial de La Plata. Otras fuentes indican como opusdeísta al empresario Carlos Pérez Companc.
Se ha definido al Opus Dei en España, a partir del franquismo, como una versión ibérica modernizada, con rostro humano, de la organización política de extrema derecha llamada Acción Francesa, fundada y dirigida por Charles Maurras, el responsable intelectual del asesinato de Jean Jaurès. Puede que haya tenido en sus orígenes esa orientación. Pero el Opus Dei es la expresión de una corriente particular del fascismo español, la del “nacional-clericalismo autoritario”, diferente de los fascismos populistas, como el falangismo o el fascismo “plebeyo” italiano de 1921 a 1924. El catedrático español José Luis Aranguren sostuvo que la organización creada por Escrivá de Balaguer es la “expresión de un catolicismo de cruzada, de lucha y de exterminio, de exaltación de la voluntad con fines belicistas”.

 

El pastor del rebaño

Por Olga Wornat


“Era de noche. Lo llamaron al dormitorio principal. El chico fue creyendo que debía cumplir alguna de sus obligaciones diarias de ceremonial. Entró a la habitación sólo alumbrada por dos veladores de bronce y una extraña sensación de intimidad le inundó el cuerpo y lo incomodó. Trató de no pensar y obedeció las directivas de su superior. Lo ayudó a desvestirse. Lo hizo con pudor, pero creyendo que era algo normal en el seminario y que se tenía que acostumbrar a las normas de ese lugar al que había llegado hacía tres días. Tembloroso frente al cuerpo sexagenario, le sacó prenda por prenda... Cuando terminó, vio caer el cuerpo fláccido del arzobispo sobre la cama, con su desnudez sólo cubierta con una toalla. El chico creyó que ya había cumplido con su tarea y se disponía a retirarse, pero se equivocó. Echado en el lecho de dos plazas con respaldo de bronce, monseñor lo llamó insinuante y le pidió que lo masajeara. Cada vez más nervioso, pero movido por el miedo y el respeto que le infundía la figura, el seminarista apoyó sus manos sobre la piel pálida, rosada y fofa, y comenzó a friccionarlo. A los masajes siguió la desnudez completa y el pedido de que se acostara al lado, y que lo acariciara en todo el cuerpo, pero sobre todo en los genitales.
Confundido, turbado y temeroso, el muchachito recién venido del campo, hijo de una familia humilde, obedecía y escuchaba las palabras serenas y contenedoras que lo alentaban:
–Esto no es pecado hijo, yo soy monseñor Storni, un padre para todos ustedes, los seminaristas. Nuestro amor tenemos que compartirlo. Dios ve bien esta muestra de amor entre dos hombres, entre un padre y su hijo. Él nos apoya desde el Cielo.
Cuando terminaron, el chico salió perturbado del dormitorio episcopal y se encerró en el suyo. Un compañero lo notó muy mal, le preguntó si lo podía ayudar y a él le relató llorando lo sucedido. Ese compañero fui yo.”
Con una mueca indescifrable de dolor, vergüenza y asco, un ex seminarista de Santa Fe me relató así la experiencia que le confesara aquel chico salido de la zona rural. Desde ese momento, la fuente se convirtió en oído elegido por aquel muchacho, y luego por tantos otros, para vomitar el dolor y la confusión de esas relaciones “incestuosas” y abusivas en las que se involucraron, seducidos o empujados, por el religioso más importante de la Arquidiócesis de Santa Fe, de los últimos diecisiete años.

El Rosadito
“Cuando ingresé al seminario, mi tía, que es artista plástica, la oveja negra de la familia, me advirtió unos días antes de irme: ‘Cuidate del rosadito’. Y pensar que yo lo tomé en broma”, cuenta quien fue paño de lágrimas de sus compañeros más débiles y vulnerables, blancos predilectos del obispo. El ex seminarista –cuya identidad no se revelará para no afectar su intimidad– abandonó por propia voluntad, como tantos otros, el camino del sacerdocio. Pero aún hoy recuerda, con vívida mezcla de melancolía, bronca e impotencia, los cinco años que pasó entre las paredes del seminario de la Arquidiócesis de Santa Fe, ubicado en las calles Monseñor Zaspe y Buenos Aires.
“El Rosadito”, ése es el apodo del arzobispo de la ciudad, monseñor Edgardo Gabriel Storni. Lo llaman así por su semblante saludable, de mejillas redondeadas y rojizas, dignas de sus orígenes italianos. Lo que no es tan digno es el comentario que hace la calle acerca de sus conocidas andanzas sexuales con seminaristas y sacerdotes de su entorno, y su escandalosa fama de exhibicionista, tema que ha trascendido el ámbito local y llegado no sólo al Episcopado sino también al Vaticano, sin que hasta ahora hayan tenido solución. El ex seminarista continuó: “Entré al seminario a fines de los ochenta y a los pocos días de llegar escuché lo que ya le relaté. Aquel chico fue el primero de mis compañeros que me confesó su problema, pero no fue el único. Yo me indigné. Sentí que era un abuso de toda clase, pero sobre todo de poder. Lo aconsejé. Yo era más grande, tenía 23 años y no era un tiernito ni mucho menos un sumiso. Después de enterarme lo de ese chico, me fui dando cuenta de que con otros pasaba lo mismo. No eran pocos. Me asqueó...
Yo tenía una gran vocación y mucha facilidad para el área intelectual, y sufrí mucho con lo que se vivía allí adentro. Muchas veces vi que el arzobispo llamaba a su dormitorio a algún seminarista –siempre buscaba a aquellos que tenían problemas afectivos con sus padres o eran huérfanos–, estaba desnudo y les pedía que lo vistieran. Y el pobre chico asustado lo hacía, mientras él se exhibía desnudo en la habitación. Después venían las presiones para tener sexo y los abusos concretos. Los detalles de todo lo que mis compañeros me contaban eran escalofriantes. Ya pasaron varios años desde que salí de ese infierno y estoy tranquilo con mi conciencia, y no me arrepiento de nada. Por eso puedo contar todo esto.
Al principio me costó mucho separar toda esa experiencia nefasta con esta gente, a la que prefiero no calificar, de mi compromiso con la Iglesia y el Evangelio, pero lo logré y sigo siendo un laico comprometido.
Me fui cuando me estaban por ordenar, tenía vocación, pero justo me tocó formarme en el seminario menos humano y contenedor de la Argentina, y el más perverso. Siempre tuve muy buenas calificaciones, pero estaba en permanente guardia, a la defensiva. Al principio por mí, para que nadie me tocara un pelo, porque monseñor era terrible, siempre miraba y decía palabras con doble sentido. Y después, tratando de proteger a amigos más vulnerables. Había chicos que llegaban al seminario a los 17 años, desde el interior de la provincia, con muy poca o ninguna experiencia sexual. Que a ellos el arzobispo los sedujera, les dijera que era su ‘padre’ y que tener relaciones sexuales con él no era pecado, los confundía muchísimo. Después, algunos de esos chicos tenían mejor situación, el arzobispo les prometía una buena parroquia cuando terminaran el seminario, los compraba a cambio de sexo. Yo nunca condené las acciones personales, no me preocupó ni me preocupa la homosexualidad manifiesta de la cúpula de la curia de mi provincia, lo que me parece aberrante es el abuso de poder y la manipulación de las conciencias. Eso mancha de lodo y avergüenza a nuestra Iglesia, que como católico quiero y defiendo.”
El arzobispo es un hombre muy poderoso en la estructura religiosa y política de la zona. Su vida dista mucho de las enseñanzas del Evangelio y estas actitudes, conocidas hasta el hartazgo por los habitantes de la ciudad, han alejado a muchos fieles de la Iglesia. Conservador y reaccionario a ultranza, Storni fue amigo de los militares de la dictadura, con los que iba a comer a menudo y quienes –según dicen– compartían con el hombre de la Iglesia su lucha contra “el comunismo ateo”. Como muestra está su declaración en una homilía el 25 de mayo de 1995: “La Iglesia no necesita hacerse ningún examen de conciencia, y mucho menos pedir perdón a la sociedad argentina”.


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